YOSSELYN TORRES
Nos ‘levantó’ una camioneta con un muchacho y luego un camión y otro camión, porque en otros países ser mochileros es muy normal. Y obviamente, parte de presentarte y decir adónde vas, es vender a Venezuela. Es decirle a cada uno de los que conoces el país tan hermoso que tenemos
Es de Puerto La Cruz, nacida en una familia de clase media. Jessica Hernández disfrutó una infancia en la que no había temor a ser asesinado en la calle. Pero en el inicio de su adultez entendió que en Venezuela “no tenía futuro”.
Esta joven de 28 años y espíritu aventurero cruzó la mayoría del territorio suramericano “haciendo dedo”, o como se dice en venezolano: pidiendo cola. Siendo hija única de una madre sobreprotectora, decidió irse a Caracas con quinto semestre de comunicación social de la Universidad Santa María, núcleo oriente. En la capital trabajó como productora de noticias en Globovisión. Cuenta que soñaba con terminar su carrera, casarse y regresar a su Puerto La Cruz natal para pasar la vejez, pero recuerda que esa idea se fue desvaneciendo con la agudización del socialismo chavista.
La censura en los medios también acrecentó su decepción, un día renunció a la televisora y el 17 de octubre de 2015 salió del país por bus, con solo 140 dólares en la cartera. Como hace la mayoría de los que pretenden emigrar, debió vender lo poco que tenía para comprar el pasaje, rumbo a Perú.
LA HUIDA
Jessica tomó un bus desde Puerto La Cruz a Caracas y de ahí a Táchira. Cruzó la frontera en Cúcuta que meses antes había sido cerrada por el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro. Su rosácea en la cara se descontrolaba y no tenía dinero para comprar el medicamento. Decidida, cruzó la frontera. “Aún lo tengo claro al cerrar mis ojos, fue en cámara lenta, recuerdo los olores de la tierra seca, de la pólvora en las armas de los guardias bolivarianos. Los uniformados preguntaban a los colombianos por qué se devolvían a su país, a los venezolanos si tenían pasajes y a los que no tenían ningún argumento los devolvían a sus casas”.
Caminó para sellar el pasaporte viendo cómo todos compraban casi en remate los bolívares. “Te pagaban muy poco, casi tres billetes por diez de los míos. Todos queriendo llevarte en taxi y yo sudando de nervios, de dolor, de ansiedad, de hambre de mundo. A unos dos kilómetros estaba la línea de expresos desde donde partiría”.
En la vía era recurrente escuchar: «Claro que voy a volver»; «yo no nací en Venezuela, pero soy venezolano»; «cuando pueda les mando el pasaje», y así otras frases que le llegaban al alma. Como una película, vio su vida proyectada en la ventanilla. “Mientras mi ruta cambiaba y se hacía de noche, mis lágrimas dejaron de caer. Comencé a abrirme con los otros viajeros y a disfrutar el momento”.
Asegura que ver Colombia y Ecuador desde una ventanilla fue una gran experiencia. En Lima encontró otra casa y asumió lo que eso implica. “Perú me recibió con los brazos abiertos, pero quizás no tanto como quise. Había solicitado asilo político y el trámite nunca tuvo respuesta. Me quedaban pocos días para cumplir los 120 desde mi llegada a ese país. Me daba terror estar ilegal y ser deportada”. En ese tiempo logró trabajar en un bar.
DE COLA EN COLA LLEGÓ A ARGENTINA
Conoció a un venezolano que venía de Ecuador que quería ir a Argentina, así que le propuso “hacer dedo” juntos. En un tramo largo era mejor estar acompañada para cruzar tantos países. “Preparamos la ruta, entregué la habitación que había alquilado y caminamos hasta salir de la ciudad. Levantamos el dedo y listo, así como se cuenta. Nos ‘levantó’ una camioneta con un muchacho y luego un camión y otro camión, porque en otros países ser mochileros es muy normal. Y obviamente parte de presentarte y decir a dónde vas, es vender a Venezuela. Es decirle a cada uno de los que conoces el país tan hermoso que tenemos. Ser predicadores de la verdad y contar la triste realidad de un país fracturado por la dictadura”.
Después de largos caminos, montañas, nevados, frío y hambre, tuvieron que parar en Marangari. Ahí acamparon para seguir al otro día. Finalmente llegaron a la frontera con Bolivia, en Desaguadero. Ir en “combi” hasta La Paz costó 30 bolivianos.
“La Paz alta y la baja -aunque el caos es el mismo en toda la capital- lo mejor es quedarse abajo, tomar un taxi de 20 bolivianos y llegar al terminal. Muertos de hambre y cansados por las mochilas preferimos continuar en un bus para viajar durmiendo hasta Potosí, por unos 30 bolivianos”. Avena, agua, azúcar y frutas era lo que ingerían durante los días de cruce en Bolivia y Argentina.
El invierno en Argentina es muy serio, así que descartaron llegar a Ushuaia. “¿Qué pasaría ahora?”, se preguntó. La atacaba la desesperación otra vez, estaba en la otra punta, ahora sin algún conocido y sin dinero.
“¿Cuál era el plan? ¿Por qué no seguí el plan de quedarme en Puerto la Cruz con mi vida medianamente normal? El gobierno chavista había sacudido mi vida y ahora mi preocupación eran las hormigas que atacaban mi carpa en medio de la ruta. Estaba lloviendo y teníamos que caminar hasta que nos levantaran (dieran la cola), no había más plan por ahora que ese, pero los días siguientes solo preguntaba por qué carajo hacia esto si ya tenía un lugar en Perú, si podía quedarme cómoda allá, aunque fuera ilegal”.
DORMIR CERCA DEL TREN
Años atrás Hernández había sido manager de una banda de rock y sabía que uno de los chicos estaba en Buenos Aires. Él le escribió antes para que lo ayudara a conseguir empleo y casa en Perú, y ella amablemente le consiguió todo, pero no pasó de ahí. Así que lo contactó y acordó dejarle la mochila, porque era muy pesada. No podía caminar con esa carga. Y le pidió el favor de que la guiara un poco. Pero la dirección que dio era incorrecta… La inmigración tiene pocos amigos.
No le quedó otra que recurrir a una argentina de la zona. Esta mujer se ofreció a cuidarle la mochila. Tomó de nuevo la carpa y par de cosas y se fui a buscar un lugar donde dormir. Ese 13 de abril de 2016 terminó armando la carpa al costado de las líneas del tren cerca de la estación de 3 de febrero, en el porteño barrio Palermo. “Hacía viento y aunque no me costó dormirme por lo cansada que estaba, desperté de golpe con la lluvia. Solo podía llorar bajo los rieles del tren y cubrirme con capas y capas de ropa. El frío se me metía por los huesos”, habla como si fuera ayer.
Ese día no paró de llover, pero logró conseguir un lugar para dormir gracias a la aplicación de couchsurfing (una app para viajeros), que ya había usado anteriormente para conseguir alojamiento en otros sitios. Tocaba ir a Villa Ballester, partido de San Martín en la provincia de Buenos Aires. Esperó que se hiciera efectiva la transferencia a través Western Union, hecha por un amigo que estaba en Irlanda -tenía 20 pesos en el bolsillo, que solo alcanzan para un par de galletas -.
VIVE DONDE QUIERE
Recuerda que caminó la calle Pacífico Rodríguez de Villa Ballester y pensó que quería vivir ahí. Y hoy, después de año y medio de aquel día, está en un mono-ambiente (apartamento tipo estudio) con su novio argentino Martín, su perro Max y en el mismo barrio donde quiso vivir. Hace un mes fue a buscar a su mamá que cruzó la frontera con Brasil. Un viaje que le costó 10 días por carretera. Y también alcanzó la meta de llegar al fin del mundo, viajó a Ushuaia “haciendo dedo”.
“No se sí este era mi plan, pero en la ruta viví una maravillosa experiencia; con lo bueno, con lo malo y con la lección de que emigrar no es fácil. Tampoco hay expertos que digan cómo debe hacerse. Lo que sí sé es que siempre voy a ser inmigrante, no importa lo bien que este en un lugar. Y por supuesto, nunca dejaré de ser venezolana”.