Del rayo y de la lluvia es un libro del escritor venezolano Adriano González León (1931-2008) publicado en junio de 1981. Se trata de una recopilación de artículos que aparecieron a lo largo de 20 años en el diario El Nacional, hoy sometido a la persecución de la dictadura venezolana. Al celebrar los 10 años de su aparición, en 1991, la Editorial Contexto Audiovisual 3 / Pomaire publicó una segunda edición. El texto que sigue a continuación es el prólogo que le fuera encargado a Abel Ibarra, hace ya 30 años. Abel Ibarra es escritor y profesor universitario venezolano que reside actualmente en Coral Springs, ciudad del estado de Florida (EEUU).
PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN
ABEL IBARRA –
UNA TRADICIÓN Y UN DESAFÍO
Se dice que todos los libros de un escritor resultan siempre el mismo libro. La obra primigenia suele devolverse de su limbo de olvido tratando de afirmar su permanencia en el mundo de donde surgió, aunque, éste, inexorablemente, haya venido cambiando con el giro de los días. Hay en este asunto una fricción de los tiempos: por una parte se agita el precario fulgor de lo remoto, por la otra aturde el vértigo de una actualidad en entredicho. Y, entre estos extremos, queda el poeta suspendido sobre su nada, forcejeando entre los nudos de la memoria -personal y colectiva-, para intentar arrancarle sus secretos, sus quintaesencias y seguir siendo fiel a sí mismo. El resultado es que cada obra ya fue obra, un texto es todos los textos y, según la óptica borgesiana expuesta en El Libro de Arena, se ha vuelto plural para que los lectores puedan reconocerse en las páginas que han surgido de este riesgoso ejercicio.
Adriano González León es uno de esos escritores que logró meterse en la piel de los demás, porque pudo sumergirse en su propio laberinto interior con asombrosa persistencia mnemotécnica. Del Rayo y de la Lluvia es una obra en la que el escritor examina los mismos temas cantados por vates y aedas desde la noche de los tiempos, pero vistos con un ojo moderno que les limpió su polvo de solemnidad. Como posta de relevo ha logrado conducir el fuego de la sabiduría universal hacia este territorio endeble de lo cotidiano -que en la medida en que aspira hacerse porvenir marcha irrefrenablemente hacia su extinción-, de tal manera que montando llama sobre llama y tiempo sobre tiempo, logró un nuevo resplandor con este libro que nos emociona y amplía las tímidas fronteras de lo cotidiano. Porque ocurre que cuando la literatura es asumida como única vía para superar el cerco fugaz e impreciso de lo actual -y por tanto finito-, se regresa a las mismas cosas de siempre en el afán por desnudarlas de su apariencia exterior, de su ropaje doméstico; entonces, las cosas, según Adriano, se erizan, se retuercen, se encabritan, se rebelan de su pobre condición de uso, se deslastran de sus viejos significados y terminan golpeando, para desarmarlas, las bisagras donde se articula la realidad.
LOS VASOS COMUNICANTES
Del Rayo y de la lluvia es provocado desde una esfera periodística, pero, al contrario de como ocurre en la prensa, aquí la noticia salta de su limitado entorno informativo, de su limitante inmediatez, para respirar una nueva atmósfera donde logra transmutarse en parábola. Ya no importa el dato baladí, la fecha ineficaz, la transitoria labor comunicacional, sino la aventura realizada por los sucesos en vuelo hacia otra dimensión donde terminan convertidos en metáfora. La nave, el vehículo, el médium de esta experiencia es el lenguaje que Adriano utiliza desde un permanente estado de rebelión contra la banalidad del vocablo por el vocablo mismo. Las palabras aquí -pero también los objetos y acontecimientos que les sirven de resorte-, se liberan de sus acepciones convencionales, de su sentido utilitario; parten de su muelle postración abecedaria hacia un universo paralelo donde adquieren una mayor potencia corrosiva que termina borrando los límites de nuestra comarca lingüística. Al final, el resultado es este libro donde Adriano González León ha creado una geografía emocional que dignifica el terreno baldío que se sirvió como punto de partida.
Ambos asuntos -libro y aventura- han sido probados en su eficacia creadora por otros poetas. Álvaro Cunqueiro, en sus Crónicas del Sochantre, recopiló diversos textos que fueron publicados en su oportunidad en múltiples diarios de Galicia. En ellos logró, con singular maestría, concitar en un solo plano expresivo, la experiencia obtenida a través de innumerables viajes mundanos y los parajes y territorios nacidos a punta de invención pura llegando, incluso, al extremo de intentar con sus textos la anulación del mapamundi de lo concreto: “…y la verdad es que la Bretaña real ha hecho todo lo posible por parecerse a la Bretaña de mi libro” (1). Alta paradoja. Que un idioma rebase su primera condición de instrumento, de vehículo utilitario, para, luego, abierto el espectro de las múltiples significaciones, regresar remozado a cumplir el mejor de los provechos: colocar al mundo en trance de mudanza.
Cunqueiro y González León parecieran manejar ciertas claves secretas de la lengua que permiten conferirle a las cosas una cualidad ectoplasmática. Cunqueiro, a fuer de absoluta corrección en el uso del Galaicoportugués de sus ancestros, se hunde en su propia esencia para luego disponer a guisa y manera de sus ambiciones, de la conducta de los objetos que nombra, terminando éstos en emanación, fluido, éter que se amolda a una nueva topografía fundada por las palabras. González León, por su parte, logra idéntico propósito, pero afincado en la necesidad de causar una contaminación poética del mejor castellano, que le permite despojar a los objetos de sus disfraces de ocasión y los cura de su puerilidad civil.
“Toda ciudad viajera ha sido creación de los poetas. Sólo en los lindes de lo imaginario parecen tener remedio las miserias urbanas. Ville, cité, cibdad, city, civitas, polis… urbe, aglomeración, vecindad, dominio… como se llame, toda ciudad es cuento de nunca acabar. Toda ciudad está siempre en construcción, es una de las mejores imágenes del infinito” (2).
UN METAGÉNERO
Realmente esto es cuento de nunca acabar. Del Rayo y de la lluvia posibilita la existencia, en un único acto, de todos los géneros literarios que en el mundo han sido, pero, esta vez, jugados en un solo lance al todo o nada de la globalidad expresiva. Extraigamos un ejemplo para dejar constancia. Se trata de un texto titulado “Lamido por las aliviadoras lágrimas” que nació a raíz de una nota de prensa enviada desde Barcelona, España, por la Agencia EFE. En ella se informa del suicidio de José Antonio Faco Ruiz, en Tarragona, quien se dejó “morir de debilidad por el amor de Cristina”. En ese texto Adriano realiza la narración del hecho insólito de una manera que trasciende lo puramente anecdótico de la noticia, hasta llegar al examen de los enigmas humanos en su situación más íntima, crucial y reveladora.
“Podríamos estar seguros de que los pájaros acompañaron su lenta disminución. Cayeron algunas hojas inútiles, el viento deslizó una nueva pirueta y desde el cielo debieron observar su agonía unas nubes que tienen el color de la desdicha… Mientras tanto, estaban los recuerdos, cierto perfume, aquel pañuelo de colores, el caballito de cartón, la libretica verde, ese beso fulgurante mientras bajaban la escalera, la blusa abierta de manera milagrosa…”
Pero el asunto no acaba, en efecto, allí. A partir del hecho concreto, aparecen reflexiones inéditas que logran fundar una perturbación epistemológica donde forma y contenido y, por tanto, lenguaje y pensamiento,(3) se salen de sus casillas convencionales para conformar una ultra-conciencia regeneradora que nos reintegra al arquetipo.
“El amor es un desasosiego. Platón, en el Banquete, definía así a Eros. Vieja costumbre -costumbre de dioses- el dejarse inquietar por las pasiones. Todos tenemos entonces algo de dioses”.
Sin embargo lo significativo es que Adriano realiza el más desafiante de los proyectos al cumplir un acto supremo de exaltación poética, tendiendo su mano hasta ultratumba para asistir al suicida.
“Juan Antonio debió reunir todas las hilachas que impone la soledad. Fue metiéndose en ese lago oscuro, impreciso, que impone la pesadumbre. Me hubiera gustado ver sus ojos, porque debió ser un héroe del desconsuelo”. Duro ¿no?
A partir de aquí lo que nos queda gravitando en el espíritu es la crepitación dolorosa de esos estallidos verbales que terminan creando un complejo simbólico, donde lo diario se eleva a la categoría del mito.
“Se dejó ir muy lentamente, así, lamido por las aliviadoras lágrimas, estratega del abandono, tan puro, tan total en su dolencia, dispuesto a magnificar, en el sacrificio máximo, su pobre corazón deshabitado. ¡Quién sabe dónde andará Cristina a estas horas escondiendo su remordimiento! ¡Quién sabe dónde estarán las Marías que se fueron! ¡Quién sabe de tantos nombres altaneros que practicaron el desdén! Juan Antonio, en su holocausto, ha logrado alcanzar la eternidad”.
UNA ESTIRPE LITERARIA
– Al culminar la lectura de estos textos podemos notar que narrativa, ensayo y poesía son en Adriano campos literarios de raigambre común. Pero entrecruzados, mezclados, sincretizados en un metagénero cuyo objetivo es la creación inmediata y envolvente. Por eso aldea, ciudad, planeta o infinito resultan un mismo hábitat donde se arriba por virtud de un lenguaje que en estas crónica-relato-poema-análisis, actúa, por una parte, como la manifestación de una protesta contra la chatura y el adocenamiento de los dogmáticos, que ven la palabra como un receptáculo inerte de toda la baratura cotidiana y, por la otra, contra una retórica plena de chatarra experimentalista que, por insolvente y confusa, ha condenado a mucho escritor postizo al tacho cacofónico de los degéneros literarios.
Las proximidades de este libro habría que buscarlas en uno de los escritores de mayor fortuna en el terreno de las innovaciones literarias: Julio Cortázar. Si seguimos la pista de sus recomendaciones para continuar la ruta de Rayuela, infringiendo con él la norma que supone una lectura lineal, podremos descubrir el hilo auténticamente vanguardista con el cual está enhebrada la historia. Si a partir de allí logramos deshacerle esa costura experimental, nos encontraremos desnudos sobre un campo y contracampo donde brilla el mismo misterio de la escritura que anima los textos de Adriano. Hay sólo una diferencia: en Cortázar la experiencia importa en la medida en que ese hilo es una cuerda floja donde Oliveira, personaje paradigmático de esas páginas, trata de reconciliarse con Buenos Aires desde su sed de infinito. Pero en Adriano ya no hay equilibrio posible. Se trata de comenzar a leer con rayo y lluvia, a modo de rayuela con tormenta, partiendo del uno, en la primera escala, para luego entreverar los capítulos, desatando una compulsión de los sueños que nos permita ir de salto en salto hasta los confines del cielo. Allí debemos juntar estos textos de Adriano como modelo para armar una nueva sabiduría que nos ayude a leer los ochenta mundos donde nos vive girando el día.
EL LIBRO
Lo cierto es que andando de mundo en mundo y de Tiempo en Tiempo por las páginas Del Rayo y de la Lluvia, podremos realizar la consulta de diversos temas que van desde la referencia a las más antiguas cosmogonías de la cultura universal examinadas como modelo de la cotidianidad, hasta el tratamiento de asuntos contingentes que, por virtud del amplio bagaje intelectual del autor y su destreza escritural, arriban a un universo de significación que termina anulando su naturaleza vana y aportándole al libro una completa unidad y coherencia estructural.
El Tiempo Alegórico es, justamente, el punto de partida donde son expuestas las coordenadas ontológicas de las siguientes páginas. Su razón de ser está articulada a la existencia de los grandes mitos populares que arrancan desde el Enuma Elish donde los babilonios marcaron la cifra de su destino, navega los mares navegados por fenicios de toda hora, pasa por el Génesis de la cultura occidental, hasta llegar a esta costa atlántica donde el Popol Vuh derrama sus rayos de sabiduría o la Watunna Maquiritare narra los pormenores de un diluvio nuestro. Y, todo este tránsito, guarecido bajo el arco de la alianza trazado por el sumerio Gilgamesh en busca de la flor de la eterna juventud, o por cualquier trujillano de Venezuela tras el díctamo real de idénticos resultados.
En Tiempo de Poetas se nos revelan las más secretas fibras sensibles de quienes a través de la historia han dado origen a las mejores páginas de la literatura. De Jorge Manrique a Cervantes, de Shakespeare a Coleridge, de Léon Thoorens a Jonathan Swift, de Byron a Shelley. Rilke, Vallejo, Neruda, Borges, Rulfo, Arreola, Pérez Bonalde, todos, son vistos a la luz de su fuego sagrado, que Adriano recoge en herencia y gotea en este libro como lenguas de Pentecostés, porque según él “Importa que las palabras planeen como planeaban en los patios y las aulas de la escuela. Vengadoras. Dispuestas a un disparate de lo emotivo. Esas palabras que en el momento del regocijo o en el momento de la desolación, nos sirven para afirmar la vida” (4).
El tercero es el Tiempo Familiar y, en éste, se nos habla precisamente de esa patria inmediata que son los parientes cercanos y de cómo, a pesar de sus previsiones, no lograron crear una genealogía de la conducta: “Si mamá… Ando a deshoras de la noche, como tú te quejabas”. (5) Quizá, una confesión de parte como relevo de pruebas que evita la necesidad de señalar en Adriano esa impunidad poética con la cual trata los textos de esta sección.
Tiempo Zoológico, tiempo de una genética particular en la que el humano reconoce su procedencia del reino animal, o al revés, en que los animales miran a las nubes y depositan su esperanza nacida de las aguas pero que, de pura insistencia, comienzan a reptar cambiando sus pieles hasta incorporarse para seguir su camino hacia el hombre. Y, otra vez al revés, cuando Quetzalcoatl ascendió a los cielos para luego regresar convertido en serpiente envuelto en plumas verdes. Y ya, transgredidas hasta el infinito las Leyes de Mendel y la Teoría de las Especies, el hombre, en este capítulo, se muerde la cola para reiniciar su viaje hasta las estrellas.
Lo urbano y las mudanzas, lo fijo y lo móvil, lo inmanente y los trascendente, son los polos de una aparente contradicción que -en este capítulo y en el próximo, donde quedan aniquiladas las fronteras entre el amor y la muerte- reviven una vieja disputa gnoseológica que Mircea Eliade resolvió, desde su tálamo conceptual, con lo que dio en llamar La Coincidentia oppositorum. Es decir, lo mismo que William Blake santificó en Las Bodas del Cielo y del Infierno, o sea, la unión de los contrarios que André Bretón preconizó como un apóstol maldito en busca de la misma piedra filosofal de siempre.
En Tiempo de Magazine baja la presión porque transcurre una revista de variedades que involucra cosas nimias y solemnes en un solo divertimento. Los textos aquí brillan como las frutas del árbol de Yggdrasil, nacidos a ras de agua y tierra, para ser unidos por las ramas al cielo. Es ese mismo árbol donde Odín recogió las cuentas del alfabeto, indisolublemente anudado a las runas del oráculo vikingo, piedras que ahora tiramos cuesta abajo del deseo para provocar la suerte.
Porque ha llegado el número siete, Tiempo del Tiempo, abierto y cerrado a la vez como la Cábala. Tiempo del Paraíso, tiempo sin tiempo donde comenzamos el recorrido para arribar a estas páginas postreras que nos colocan en el punto justo de la nostalgia donde se anudan el principio y el final. Ese mero centro donde se sienta un Jano bifronte para vigilar las dos puertas del pasado y del futuro. Igual a esa casa que nombra Adriano en el último de estos textos y que tendría dos puertas. “Una hacia la calle, camino de las cotidianas andanzas. Otra hacia el fondo, ruta a los misterios y los árboles”. (6)
Ni modo, según Adriano, otra vez árboles. Pero no nos hemos andado por las ramas, sino en la propia raíz clamando porque bajen las Cataratas del Cielo, hoja primera de este libro redondo, global, con sus siete mares y cinco continentes, rayados de aventuras de las que hubo constancia aquí.
COMO AL PRINCIPIO
Comenzamos diciendo que un libro es todos los libros y que el primero tiende a aparecer sucesivamente en toda obra posterior. Nos basamos para tal afirmación en varios argumentos que proceden de una órbita absolutamente académica y bibliotecaria, sobre todo, la que hace referencia a Jorge Luis Borges. Sin embargo, después de haber recorrido el periplo que Adriano propone en Del rayo y de la lluvia, creemos necesario completarla con una más cercana al límite de lo humano, a ras del hombre común: simplemente, todos los libros son el mismo libro porque un escritor termina siendo la sumatoria de sus obsesiones. Para sustentar debidamente esta apreciación que podría parecer gruesa -aunque bastante explícita para una rápida comprensión del fenómeno- es necesario recurrir nuevamente a la funcionalidad que apuntábamos en el mencionado libro de Cortázar. Es decir, si a Oliveira lo despojamos de las razones que tiene para salir de París y obviamos la expectativa que le genera su arribo a Buenos Aires, nos hemos escapado del universo fáctico, desarmando la relación que en el mundo de lo “objetivo” tienen las causas y sus efectos. Lo que hemos realizado es un sencillo acto de obliteración -claro está que metodológica- de todas las prescripciones del Positivismo del XIX, para observar solamente los textos por donde Cortázar le mete su propia angustia hasta los tuétanos del alma. Veamos uno de ellos: “Al principio Traveler le había criticado su manía de encontrarlo todo mal en Buenos Aires, de tratar a la ciudad de puta encorsetada, pero Oliveira les explicó a él y a Talita que en esas críticas había una cantidad tal de amor que solamente dos tarados como ellos podían malentender sus denuestos. Acabaron por darse cuenta de que tenía razón, que Oliveira no podía reconciliarse hipócritamente con Buenos Aires…” (7).
Comparemos este fragmento de Rayuela con otro aparecido en un libro suyo titulado Relatos: “André, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda”. (8).
Resulta evidente que una puta encorsetada, como propone Oliveira, es el mismo orden cerrado del cual se queja el personaje de “Carta de una señorita en París” y, además, que ambos padecen idéntico desasosiego frente al Buenos Aires con el cual no tienen identidad. Queda entonces absolutamente claro que esta obsesión repetida desde ópticas distintas en dos libros diferentes, es la mima que se llevó Cortázar hasta la tábula rasa de Pere Lachaise.
Digamos entonces, sin más vueltas, que Del rayo y de la lluvia es el mismo País portátil cambiado de momento y circunstancia. Si a Andrés Barazarte lo licenciamos de la “acción” que debe cumplir, cosa que ocurre en un “orden cerrado”, para decirlo con Cortázar, obtendremos variadísimos textos que se soportan sobre una respiración más libertaria:
“Ahora están allí. Delante, todas las aglomeraciones del rojo y el violeta. En alguna parte los edificios se han puesto a botar humo, pintura, un almagre débil, trozos de papel para decorar, encajes, fondos transparentes de las mujeres. También en alguna parte se reproduce esa especie de melaza celeste que cubre la ciudad” (9).
Veamos ahora uno de los textos Del rayo y de la lluvia para examinar las cercanías: “El tiempo precipita los despojos. La noche los agranda, los transfiere a una condición de espectros. Sombra de sombras, apenas anunciado por un brillo. Ese rayo de luz que vibra en el matorral, en el confín de la cerca anuncia un mundo preterido… las cosas abandonadas no sólo contaminan el ambiente. No. Sobre todo escarban en el alma”.
Revisando las impresiones que Andrés Barazarte recibe mientras busca un lugar determinado para cumplir con un acto terrorista, notamos que, más allá de la descripción física de lo que observa, aparece un mundo que sólo afirma su existencia en la mirada del personaje. Porque eso de que una ciudad se nos presente con “todas las aglomeraciones del violeta”, e inmediatamente su atmósfera sea “melaza celeste” significa que se le está poniendo el ojo a un espacio sagrado que se oculta tras la apariencia profana de una ciudad. O como ocurre con todos los personajes de Las hoguera más altas y Hombre que daba sed, del mismo González León, que flotan sobre una suerte de santidad existencial que hay en lo rural venezolano.
En este caso, Andrés lo que persigue es, justamente, alcanzar ese espacio sagrado para lograr alguna identidad interior posible, al parecer perdida irremediablemente desde que salió del paraíso provinciano. La acción que está realizando desde su conciencia de “expulsado”, la militancia de ángel caído que lo empuja a cumplir su misión suicida no le confiere ninguna identidad personal. Adriano, entonces, le ejerce una violencia sobre su mundo interior para realizar el deseo de aquellos simbolistas que querían capturar el alma de las cosas, o bien, se replantea el camino buscando una relación superior entre los objetos y el espíritu; idéntica a la seguida por Baudelaire como desiderátum en sus Correspondencias.
Sin embargo Adriano ha estado merodeando por voces más oscuras. Éstas se han venido manifestando de un libro a otro, pero ahora, se decantan con la madurez que significa un largo tránsito por el camino de la escritura. Aparece, entonces, el leitmotiv de su obra como una revelación: las cosas son sombra de sombras. Y finalmente arribamos a lo que consideramos la proposición -estética, si se quiere- que rigió desde siempre el destino de sus libros y que, como hemos afirmado desde el comienzo, se ha repetido como una obsesión: la realidad existe a partir de la voracidad de nuestro espíritu.
Notas
- Alvaro Cunqueiro. Las Crónicas del Sochantre. Citado por César Antonio Molina en el prólogo a Viajes imaginarios y reales. Tusquets Editores. Barcelona-España, 1986.
- Adriano González León. Del rayo y de la Lluvia. Texto: “Urbanismo de los sueños”.
- La alusión a Pensamiento y Lenguaje como elementos distintos, es decir, el primero a la esfera del contenido y el segundo en la de las formas, es realizada desde la perspectiva ingenua de cierta óptica académica que aún no logra entender que ambos forman parte de un todo. Brecht decía que la forma es la correcta organización del contenido, lo que cancela la vieja discusión.
- Adriano González León. Ob. Cit. Texto “De literatura”.
- Adriano González León. Ob. Cit. Texto: “Mamá”
- Adriano González León. Ob. Cit. Texto: “Tiempo del tiempo”.
- Julio Cortázar. Edit. Oveja Negra. Colombia. 1984. Pág. 218
- Julio Cortázar. Editorial Sudamericana. Buenos Aires. 1970. Pág. 9
- Adriano González León. Del rayo y de la lluvia. Texto: “Alegato por las cosas abandonadas”.