OMAR PINEDA. No fueron pocas pero hubo veces que, de muchacho, encontraba el sueño reviviendo las peleas de mi barrio. Hablo de los tiempos en que no era válido sacar una pistola para dirimir la disputa, aunque cuchillos y navajas sí eran aceptados porque asumo que estaban autorizados al menos por esa hilera de ociosos que se acomodaban en los balcones de los bloques más altos para agitar las coñazas, valiéndose de gritos, agites y burlas. Nadie preguntaba por qué se caían a golpes y era imposible no pensar en los celos por una jeva o se interponía el tema del dominio territorial. Entre todas esas peleas del año, la más memorable fue para mí la que la que protagonizaron José Aponte, en representación del bloque dos y Enrique Falcón, por el bloque tres. De este último mi hermano me aseguró que Enrique Falcón era el auténtico Tigrito del Ring, tú sabes, el actor de los fines de semana en la lucha libre del Palacio de los Deportes en la avenida San Martín. Después que Teo hizo semejante revelación di por canceladas mis ilusiones ya que era como si te contaran el final de una película. Fue tarde en que vislumbré el desenlace de la carrera pendenciera de José Aponte. Pero nadie lo sabía: los Aponte no eran dos, Luis y José, y aunque había un tercero, Alberto, con menos edad que yo, la familia se arropaba en una suerte de clan integrado por primos y allegados que reaccionaban al estilo Fuenteovejuna, de modo que ante un disputa entrompaban en cambote, como en esas trifulcas de las cantinas del lejano oeste.

Para el choque de ese día, ya lo dije, no hubo explicación oficial acerca de las motivaciones, ni de quién atizó el fuego. A esas alturas cuando ya los contrincantes empiezan a quitarse la camisa nadie hace preguntas y solo vale observar. Esa tarde del sábado la Guaicaipuro fue cerrada por Tálito y Gori Gori quienes atravesaron un colchón viejo en la entrada a fin de convertir la calle en cuadrilátero. Los autobuses se vieron obligados a subir por la calle Bolívar y el padre Razpetti se arrodilló ante el altar de la iglesia San Rafael Arcángel para rogar al Señor que frenara la inadmisible demostración de babarie pero nos exigió a Bocavieja y a mí que mientras él oraba le adelantáramos detalles de la refriega.

Recuerdo que Enrique Falcón incumplió las normas básicas del boxeo y se abalanzó traicionero con sus casi 90 kilos contra José Aponte quien se calentaba y hacía movimientos imitando a Muhammad Ali. Con el empujón ambos cayeron al pavimento y mientras se revolcaban repartiéndose coñazos y mentadas de madre, Aponte le dio por la cara a Enrique Falcón quien, como una tragavenado, se enroscó con brazos y piernas en el cuerpo del otro tratando de inmovilizarlo con el obvio propósito de asfixiarlo. A falta de Blas Federico Giménez creo que el siempre jodedor Manuel Pérez narró golpe por golpe el combate, y el ambiente se puso tan bueno que le pedí a Bocavieja que saliera a informarle al padre Razpetti pero el pendejo ni siquiera me oyó –o hizo que no me escuchó– por lo que debí emprender una carrera veloz hacia la iglesia, que permanecía fría y solitaria, y en cuyo altar Razpetti oraba en silencio.

Agitado y deseoso de volver al match me le aproximé y resumí en voz baja las últimas escenas. Razpetti me observó como extraviado y articuló con débil voz su decisión de ir hacia allá a “parar tanta ignominia”. No lo esperé, porque me consumían la ansiedad y el temor de perderme el final. Llegué justo cuando ambos peleadores se separaban para reponer sus energías, tomar agua y volver al centro de ese amplio ring que fue la calle frente a mi casa. Como ya expliqué, los Aponte se juntaron revueltos por la rabia pero hubo entre los espectadores de su bloque una persona sensata que los convenció de que una intervención en grupo sería deshonroso para José y, por tanto, la declaración automática de Enrique Falcón como vencedor. Agotados y con sus rostros morateados por tantos golpes los hombres volvieron al centro de la calle, a pegarse cada vez más fuerte mientras nosotros, hambrientos de emoción, recorríamos con los ojos del asombro la secuencia de cada derechazo a la mandíbula o la patada en el estómago y si corría la sangre al menos yo me tapaba la cara por unos segundos para congelar la imagen, y luego volver al presente.

En medio de esa enmarañada espesura de violencia no aparecía nadie que los separara y pusiera fin a tan brutal espectáculo. Al contrario, los gritos desde los balcones arengaban al que caía para que se levantara y siguiera peleando y al que quedaba parado para que rematara al caído. Desde mi rincón privilegiado me distraje para disfrutar de ese instante irrepetible mirando a mi alrededor cuando de pronto capturo entre la maleza de caras sudorosas y bocas que aullaban la figura alta, larguirucha y sin sotana del padre Razpetti, oculto y silencioso. Nos miramos con aire de complicidad y movió la cabeza no sé si para desaprobar lo que estaba viendo o porque su favorito no ganaba. Como excusa, me dije “El Señor no escuchó sus plegarias o esta pelea está tan buena que bien vale una misa”.

Apareció el viejo Pablo –una autoridad porque era el dueño del bar Bidú– y detuvo la pelea al notar, como todos nosotros, que los boxeadores estaban exhaustos. Entre protestas y aplausos, el combate se detuvo, y cuando ingresaba en un proceso de valoración del público se apareció Bocavieja y me saludó con su clásico golpe con la palma abierta de su mano contra la espalda al tiempo que me preguntaba si había ido a informarle al cura, porque a él se le olvidó por completo. Me le quedé mirando y estaba a punto de caer en la tentación de revelarle el secreto cuando volví mis ojos hacia la multitud y noté que el padre Razpetti había desaparecido. El domingo de esa semana, Razpetti dedicó la misa de las once para cargar contra la violencia inútil entre los hombres y contra la avidez morbosa de los vecinos por alentar esas tentaciones del diablo. Mientras la feligresía miraba al suelo con vergüenza y cierto sentimiento de culpa yo viré hacia mi pana Bocavieja quien, entre dientes, comentó “coño, ese cura como que tiene razón”.
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