ATANASIO ALEGRE –
Cuando las palabras pierden su significado, algo está ocurriendo con la realidad en el sentido de que se están produciendo cambios que pueden llegar a indicar que estamos al comienzo de una nueva época, de unos tiempos nuevos. Decadentes, más bien. Y ello, en parte, es lo que está sucediendo con la ola de violencia en la que estamos inmersos y de la que no solo no logramos salir, sino que se está convirtiendo en una de nuestras forzadas tolerancias.
Hace ya unos meses, a la hora en que una comisión de la Unión Europea se encontraba reunida en Viena para buscar una salida a la crisis de los inmigrantes procedentes de los países árabes, la policía dio cuenta de un camión cava, estacionado en uno de los hombrillos de una autopista, con setenta cadáveres de inmigrantes en avanzado estado de descomposición. Por otra parte, ahí quedaron las imágenes de niños y gente mayor arrastrándose por debajo de las alambradas de guerra, colocadas en la frontera húngara, para impedir la ola de inmigrantes cuyo destino es atravesar el país en dirección a Alemania. El hundimiento diario de embarcaciones rústicas han convertido, de acuerdo al eslogan, al Mediterráneo en un cementerio. Y en la frontera con Colombia los medios internacionales no se dan abasto, igualmente, a propagar las imágenes de gente cargando con sus enseres –neveras, inclusive- en busca de algún otro lugar donde el sol alumbre con mayor generosidad sus vidas.
Naturalmente, alguien está empujando violentamente a esta gente a abandonar sus hogares, en un número cifrado en esa reunión de la UE a la que antes aludía, que alcanza a los veinte millones de desplazados llamando a las puertas de Europa en busca de una vida mejor o simplemente para salvaguardarla.
Y quienes manejamos la pluma, convencidos de que se pueden hacer cosas con las palabras o como dicen los ingleses: doing things with words, con el fin de ofrecer alguna de las posibles soluciones a tanta miseria, reseñando hechos con el fin de que quienes deberían comprometerse con el asunto no vuelvan la vista a otra parte o dejen que la historia vaya solapando páginas de manera que un acontecimiento tape al del día anterior, no somos insensibles a nuestra labor. O mejor dicho, tratamos de hacer con nuestras letras y reflexiones en los llamados artículos de opinión, que lo que nos incumbe, no se convierta en pólvora mojada.
No queda, pues, otro remedio que seguir. Todo está dicho y tal vez mejor de lo que uno pudiera hacerlo, pero la idea siempre tiende a la acción y, cuanto mayor fuerza tenga esta, mejor.
De eso se trata.
Cuenta Natalio Grueso –un escritor español, en su único libro de relatos, publicado- la historia de un hombre retirado a los dominios de su soledad, que en algún tiempo había conquistado la fama y la popularidad de sus oyentes como locutor deportivo, el cual terminó colocando a la puerta de su casa un rótulo en el que podía leerse: fulano de tal, recetador.
-¿Pero, qué es lo que recetas?
-Pues, receto libros.
-¿Y eso con que se come?, replicó uno de los pocos amigos que todavía se acercaban a él.
-Pues, mira, he logrado salvar dos matrimonios y a un joven que quería suicidarse.
Esta actividad la ejercía el recetador únicamente por la tarde. Durante la mañana se desempeñaba como conserje en un edificio que le dejaba suficiente tiempo para estar al día en las que consideraba sus lecturas fundamentales.
Una tarde, tocó a la puerta de su casa una señora que debía andar más allá de la década peligrosa, es decir, rondando los ochenta. Quiero que me recete un libro porque tengo una nieta que acaba de salir embarazada de un impresentable.
El hombre le dio inmediatamente dos títulos y cuando la señora dijo que era mejor que los anotara, el hombre le ofreció papel y lápiz y le animó a que ella misma copiara títulos y autores.
-Lo que pasa es que yo no sé leer ni escribir.
-¿Y entonces?…
-Es que quiero –interrumpió la mujer- que mi nieta tenga una vida mejor que la mía y sé que eso se encuentra en los libros.
O sea, la señora se refería al respeto que infunde la palabra escrita, convenciéndonos a quienes estamos en ello de que no está de más este oficio nuestro de recetadores de ideas.
Atanasio Alegre, narrador y académico de la lengua, hispano-venezolano. Escribe desde Madrid (España).