ADRIÁN LIBERMAN –
Desde que se diferenció de otras especies, evolución mediante, una buena parte del género humano ha sido móvil. Los desplazamientos, individuales o colectivos han estado arraigados en nosotros desde muy temprano. A diferencia de otras especies, el ser humano se ha planteado que puede conseguir mejores condiciones para su existencia en parajes diferentes a los que nació. Así la condición nómada en algunos casos, o la de explorador y conquistador en otros, como la emigración hoy en día, constituyen comportamientos nada novedosos.
La creciente complejización de nuestra organización socio política, la constitución de rasgos más o menos permanentes de identidad, eso que denominamos “cultura”, los deseos de conquista fueron haciendo del trasladarse de un lugar a otro fenómenos con mayores imbricaciones que la simple depredación ambulante.
Hoy en día, masas diversas de seres humanos deciden abandonar sus espacios de origen para intentar encontrar esperanza y prosperidad en lugares y culturas a veces muy distantes geográfica e idiosincráticamente de sí mismos.
Sin embargo, asistimos en diferentes momentos e intensidades con manifestaciones de rechazo, cuando no persecución, a estos desplazamientos.
El resurgimiento del nacionalismo neo fascista en Europa, y del discurso nacionalista xenófobo en EEUU, son apenas la penúltima manifestación de ello.
Una de las formas de explicarse esto es que los emigrantes, sin proponérselo deliberadamente, son portadores de un importante cuestionamiento. Y este es que ninguna cultura o entidad nacional detenta el monopolio del saber o de la verdad. El emigrante propone, sin saberlo muchas veces, que el lugar de destino puede beneficiarse de su hacer y saber, construido bajo coordenadas existenciales muy diferentes. Y si este cuestionamiento al narcicismo que tantos países parecen necesitar, una especie de “qué bien se está entre nosotros” no fuera suficiente, ponen sobre el tapete la pregunta por la otredad, por la diversidad que también es inherente a nuestro ser humano.
De allí que países sumidos en severas crisis de todo orden, constituyan al emigrante en un enemigo necesario, una amenaza objetivable contra la cual defenderse. Similar al papel que hicieron los judíos bajo el nazismo, hoy los emigrantes son el peligro externo que reclama toda la atención de los ciudadanos. Visto así, el fenómeno de la emigración pretende ser usado como espejismo para relevar a sociedades como la norteamericana de hacerse dolorosas preguntas acerca de sí misma. La existencia de profundas desigualdades entre sus habitantes, la promesa incumplida de prosperidad y progreso sin sobresaltos ni contradicciones es soslayada en función de una amenaza que no es tal.
Quizás sea en Estados Unidos, país construido gracias a oleadas de emigraciones masivas, donde este asunto adquiera mayores dimensiones de disparate.
Pero en todo caso, resalta la fantasía del “carácter nacional”, una especie de entidad de rasgos puros que hay que preservar. Y al mismo tiempo pone en evidencia lo que Sigmund Freud denominó el “narcicismo de las pequeñas diferencias”, esa necesidad humana de uniformidad que desmienta la diversidad como hecho. Y como oportunidad.
Al tiempo que todo emigrante lidia con procesos de duelos por lo que el desarraigo implica, ahora se le agrega el ser usado como chivo expiatorio para cargar con los límites y fracasos en la tarea de entenderse de diversos países.
Ojalá pronto se entienda que la emigración enriquece el acervo de todo grupo y que las luces solo se curan con más luces….
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