SEBASTIÁN DE LA NUEZ –
Cierto: entrevistó a trece presidentes venezolanos, trabajó durante más de 27 años en El Nacional (en su mejor época), fue director de Radio Nacional, sus últimos tiempos vivió en San Cristóbal y dirigió La Nación. Un guerrero de la noticia, una buena persona, un caballero que abrió puertas a los que vinieron después.
Germán Carías es un pionero del periodismo de investigación en Venezuela, él mismo lo recalcaba. Aun cuando, visto desde las herramientas y posibilidades de la actualidad, esa premisa pueda ser discutible, no cabe duda de que Carías fue un inquieto buscador de los hechos. Uno de los grandes. Un sabueso. Un narrador.
Es probable que les haya contado esta historia de sus comienzos a muchos colegas. No importa. Hay que repetirla porque forma parte de un oficio que no muere porque en realidad no es un oficio sino una pasión muy humana. La de desear siempre montarse en primera fila y contar los sucesos desde una perspectiva que jamás ha sido contada. Esa ambición la tenía Carías, quizás la tuvo desde el principio.
Solo por su reportaje en las Colonias Móviles de El Dorado, cuando se hizo pasar por un reo para vivir entre ellos y contar sus padecimientos desde dentro, merece un puesto especial en el reporterismo venezolano.
Nació cuando Gómez era taita, caudillo, capataz y hacendado, todo a un tiempo. Su afición por el periodismo –la de Carías− comenzó como un juego de niños. Acababa de ingresar a primer año de bachillerato, con 13 años, y su padre adquirió una imprenta. Era la tipografía La Provincia, en el centro de Caracas, donde actualmente se encuentra el Banco Industrial de Venezuela [ahora quién sabe lo que estará allí, la entrevista con Carías que dio lugar a esta nota fue hecha en 2009]. No había linotipo: los tipos se componían a mano. Sí había dos impresoras, una a pedal y otra a mano. Cuando salía del liceo Fermín Toro, Carías iba a la imprenta para ayudar a su padre en el trabajo. Se le ocurrió editar un cancionero, como los que veía que llegaban desde México y Cuba. Su padre le dijo que si él estaba dispuesto a recopilar las canciones, que se pusiera a trabajar.
En diciembre de 1939 ya tenía juntadas la mayoría de las canciones, y en compañía de su hermano Fernando hizo un rústico logo con el nombre Alma criolla. El 15 de diciembre de ese año empezó a editarlo. (Con el tiempo, Fernando se convirtió en fotógrafo y trabajó para las revistas Momento y Élite; se especializó en hacer retratos de artistas de cine y televisión. Trabajó en RCTV y luego en Venevisión.)
El proceso de tiraje tardó unos cinco o seis días. Consiguieron a un pregonero para que les vendiera el folleto, un individuo medio loco pero muy locuaz. Le entregaron mil 500 ejemplares y en dos días los había vendido todos. Tuvieron que tirar más y así llegaron hasta cinco mil ejemplares. Ese cancionero años después se convertiría en la primera revista cinematográfica de Venezuela, en la década del cuarenta. Buscaron corresponsales en todas las capitales cinematográficas: Hollywood, Buenos Aires, Ciudad de México, París. Y les pagaban. Eran muchachos, estudiantes que hacían las veces de corresponsales.
De modo que Carías tenía cierta vocación farandulera. Se ponía a escuchar las canciones por radio y las copiaba. A veces tenía que escuchar una canción quince veces para copiar la letra completa y textualmente. Hasta que su hermano le dijo que por qué no iba directamente a casa de los directores de orquesta o a la de los propios cantantes para pedirles las letras. Así conoció a Luis Alfonso Larraín, Billo Frómeta, Rafa Galindo, Víctor Pérez. Descubrió el concepto de “fuente de la información”.
Por otra parte, le gustaba mucho el deporte y solía jugar básquet y béisbol. Cierta vez, Terry J. León, jefe de las páginas deportivas de Últimas Noticias, le propuso hacer unas crónicas de fútbol para el periódico. Se comprometió a escribir media cuartilla anunciando cada partido con las alineaciones y, luego, ir los domingos al estadio para dar los resultados. Luego empezó a escribir sobre otros deportes e ingresó al staff del periódico junto a Carlos Lezama y los hermanos Ledo (Gustavo y Raúl). Oscar Yanes estaba en la coordinación de sucesos. Un día, Kotepa Delgado, Agustín Beroes y Ramón J. Velásquez –quien fungía como redactor político−, celebrándole sus dotes de entrador, lo conminaron a que hiciera las encuestas. Era algo que les costaba a los periodistas noveles, les daba como vergüenza. Así que se fue a las paradas del tranvía. Y así pasó de cronista deportivo a información general sin ganar un centavo. Mientras tanto seguía estudiando bachillerato. Un día se acerca a los muchachos en Redacción, muy angustiado, Kotepa Delgado: anuncia que en El Cementerio un tranvía ha arrollado a un niño. Carías todavía no había comenzado a hacer encuestas en la calle. Por allí andaba Arístides Bastidas pero no trabajaba en el diario sino que iba a jugar orillita con sus amigos (un pasatiempo consistente en tirar una moneda hacia la pared a ver quién le llega más cerca; el que le llegue más cerca con su moneda toma las otras monedas en juego); también estaban Oscar Pulgar –encargado del archivo− y Carlos Jaén. En realidad, ninguno era todavía periodista.
Y lo mandaron a él, Carías, junto al fotógrafo. Kotepa le dio a cada uno un medio (Bs 0.25), pues una locha valía el tranvía hasta Puente Hierro. Ida y vuelta. Fueron, pues, y llegaron al túnel del Portachuelo. A la salida del túnel hacia El Rosal fue donde ocurrió la tragedia. El niño, de unos siete años, había sido triturado por el tranvía. Lo impresionó mucho aquella estampa terrible. El fotógrafo Carlos Balda lo ayudó aconsejándolo que interrogara al maquinista. Regresó con muy mal ánimo al periódico a eso de las 3:00 de la tarde, escribió su texto y se lo dejó sobre el escritorio a Oscar Yanes, luego de lo cual se fue a casa. Llegó con fiebre y así estuvo varios días, con esa debilidad en los huesos. No quería volver al periódico. Y sin embargo, volvió. Y al primero que se encontró en el pasillo fue a Kotepa, quien lo felicitó por la crónica; le dijo que pasara por la administración. Y el administrador, un señor de apellido Briceño, le anunció que tenía instrucciones de asignarle sueldo fijo: cien bolívares mensuales.
Allí comenzó su carrera como periodista, con el drama enfrente, sobre las vías del tranvía. Se quedó en la sección de Sucesos.
Hasta aquí la historia, pues Germán Carías lo que merece, de verdad-verdad, es toda una semblanza. Una biografía. Porque es en buena medida el espíritu del mejor periodismo posible. Acaba de morir en San Cristóbal, a los 92 años. Sus cancioneros, las tapas de sus libros, las cuartillas recuperadas de tiempos pre-modernos, sus fotografías a la salida de El Dorado o del Retén de Catia y sus máquinas de escribir deberían dar lugar a una exposición en un museo de postín. Eso, en una ciudad dentro de un país que siga la pista y honre a hombres de bien que hayan ejercido un oficio universal con talento y empeño fervoroso. Trabajo y más trabajo, cada día una noticia que abordar y contar. Trabajo para hacer llegar a los lectores dramas y hazañas grandes o pequeñas, no importa. Son referencia, esos hombres, motivo de orgullo para quienes trabajaron con ellos o fueron sus alumnos. El afán de contar es el afán de construirle una historia vívida a un pueblo en desarrollo.
Esa exposición debería hacerse dentro de un país democrático. Como aquel en que Carías desarrolló su plena vena periodística, pues a pesar de las presiones oficiales (que las hubo) y de la corrupción existente en algunos medios, la gran época de Germán Carías fue la democracia representativa, era en la que hubo, aun con sus zonas grises, plenas libertades.
Sebastián de la Nuez, periodista venezolano. Escribe desde Madrid, España.