JOSÉ ALBERTO OLIVAR –

Por décadas resultó una máxima inquebrantable la creencia generalizada acerca de la imposibilidad de infringir a los jefezuelos de turno, una legítima derrota en hipotéticos comicios donde la verdadera voluntad de los sufragantes se pusiera de manifiesto. La precariedad institucional de la que hizo gala la forma republicana adoptada por Venezuela desde 1811 y sobre todo luego de 1830, hacía ilusorio el ejercicio cotidiano de la ciudadanía. Hubo sí contadas excepciones que la historia registra más como episodios cargados de frustración que de lección memorable.

No obstante, la regla de oro a lo largo de dos siglos fue lo cuesta arriba que significaba enfrentar el aparato político-militar al servicio de quien o quienes detentan el poder. Pese a ello, la vocación libertaria que de una u otra forma siempre ha anidado en los venezolanos, insistía en hacerle frente a la arremetida del despotismo e intentar lo que parecía imposible.

Como parte del aprendizaje a veces traumático que la sociedad venezolana ha venido asimilando con cada experiencia, en diciembre de 1968, ocurrió lo que en otras latitudes forma parte de la normalidad democrática, el triunfo del partido opositor al gobierno de turno por voluntad de una mayoría electoral. Y ese hecho, en el caso concreto de Venezuela, no solo en razón de su larga y funesta tradición autoritaria, sino en virtud del poder económico ostentado por el Estado dueño de la renta petrolera, resultó un parte aguas en la forma de concebir a la Democracia como el medio por excelencia para resolver las diferencias y afianzar el principio de la alternabilidad política.

En adelante, la hazaña “copeyana” y de su candidato Rafael Caldera, se convirtió en norma, cuando de nuevo en 1973, 1978 y 1983, los respectivos candidatos opositores, de forma pendular, ascendieron a la Primera Magistratura, de manera que una nueva fórmula se hizo presente: “el voto castigo”. El hiato que representó el triunfo del candidato adeco y ex presidente Carlos Andrés Pérez, en 1988, no fue en la práctica una victoria enteramente oficial, puesto que desde Miraflores su compañero de partido, Jaime Lusinchi, no veía con buenos ojos la reelección de CAP y por el contrario un candidato más favorable al entorno íntimo de Lusinchi fue auspiciado a todo trance.

No será sino hasta 1998, cuando el “voto castigo”, ya no contra el gobierno de turno sino contra toda una estructura de poder, alcance su mayor expresión, con el triunfo de la antipolítica, personificada en el candidato antisistema Hugo Chávez. Empero, aquella gran demostración de la fuerza que representaba el voto, fue desnaturalizada por su principal beneficiario.

A partir de 1999, bajo la excusa de “barrer con el pasado”, un número significativo de electores sacrificaron la más preciada conquista democrática y cohonestaron de una u otra forma la muerte de la democracia. Pudo más el utilitario afán de capturar la renta que los principios intangibles de la racionalidad política.

Como nunca antes, aquella vetusta expresión que parecía superada “gobierno no pierde elecciones”, volvió para quedarse. A medida que el régimen chavista, devenido Estado Cuartel, afinó su perversa estrategia de dominación totalitaria, el derecho a elegir libremente, fue conculcado, no así el ejercicio simbólico del voto. Ambos conceptos que podían resultar sinónimos, en la Venezuela de este primer trayecto del siglo XXI, constituyen antinomias irreconciliables.

Quienes ante la eventualidad de un descarado simulacro electoral convocado para el 20 de mayo, hacen llamados plañideros a votar por un supuesto candidato opositor, no son más que alfeñiques de una siniestra maniobra. Cómplices de la plaga hecha gobierno.

No es cuestión de radicalismo, versión difundida por interesados en medrar bajo la sombra del colaboracionismo, sino de saber efectuar la lectura apropiada a las circunstancias y en consecuencia colocados en la acera contraria de la dictadura.

No es la renuncia al ejercicio de la Democracia. No es el salto al vacío que pregonan los alcahuetes de la marrullería, sino el primer paso hacia la lucha contundente y audaz por la recuperación de la libertad y el derecho a elegir sin correajes infamantes.

La suerte está echada, es tiempo de revertir la treta.

José Alberto Olivar, historiador venezolano. Escribe desde Caracas.

 

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