MARIO SZICHMAN
André Malraux era capaz de forjar arquetipos, pero sabía que eran además seres humanos, aquejados con las mismas aflicciones que el resto de sus congéneres
“Cada aventurero es un mitómano”
André Malraux,
La Vía Regia
La primera novela que leí de André Malraux no fue La condición humana, su obra más famosa, sino El tiempo del desprecio. La leí cuando vivía en Caracas, hace unos cuarenta años, y sigo recordando una de sus frases. Kassner, el héroe de la novela, un intelectual comunista que vive en la Alemania nazi, está caminando por la calle cuando de repente siente un impreciso dolor en el rostro, y se pregunta si será “una neuralgia o un diente infectado”. Luego añade que el dolor, asociado con el olfato, le recuerda “el aroma de cartón de las máscaras de carnaval”. Malraux nunca olvidaba que sus personajes acarreaban un cuerpo.
Kassner termina prisionero en un campo de concentración nazi. (La novela fue publicada en 1935, mucho antes que el mundo occidental aceptara la existencia de esos campos). La lucha del protagonista por sobrevivir a la tortura, y seguir siendo un ser humano, forma parte de la épica malrauxiana.
El tiempo del desprecio es una novela corta, repleta de episodios inolvidables, y de una gran fe en el ser humano. Una fe basada no solo en el heroísmo, sino también en la aceptación de las carencias. Además de combatir el terror de la tortura, tanto física como mental, Kassner debe lidiar con su posible locura. Tras un milagroso escape, afronta la irrealidad de su odisea, la alucinación de un mundo que ha dejado de ser normal.
La narración recuerda mucho al primer Hemingway. Malraux sabía controlar sus emociones. No hay lástima por la tragedia del prisionero, pero sí comprensión. Eso convierte la lectura de El tiempo del desprecio en una experiencia tan difícil de olvidar como el aroma de cartón de las máscaras de carnaval. Luego está La condición humana. También la leí hace ya muchos años –he disfrutado aún más su relectura– y recordé otras imágenes y secuencias inolvidables.
El background de la novela es la fracasada insurrección comunista de 1927 en Shanghai, China. Desde la primera escena, cuando el terrorista chino Ch´en Ta Erh asesina a un traficante de armas en un cuarto de hotel, hasta la última, en que dirigentes comunistas de la rebelión son arrojados a las calderas de las locomotoras por miembros del Kuomintang liderado por Chiang Kai-shek, la novela combina una vasta panorámica de la insurrección, con íntimos retratos de los protagonistas.
Cuando Ch´en se dispone a matar al traficante de armas, quien descansa en un amplio lecho, el asesino se obsesiona con uno de sus pies, que gira “como una llave en una cerradura”. La descripción del crimen tiene ingredientes alucinatorios. Después, Ch´en reflexiona sobre el mundo que le aguarda fuera del cuarto de hotel, “plagado con la vida de los hombres que no asesinan”.
Otro de los protagonistas, Kyo Gisors, mitad francés, mitad japonés, y uno de los organizadores de la insurrección de Shanghai, se halla escindido entre la modernidad y sus ancestros. Está casado con May Gisors, una enfermera. Ambos han decidido mantener una relación abierta, alejada de las hipocresías del matrimonio burgués. Pero cuando May le confiesa a Kyo: “Finalmente cedí a los pedidos de Langlen, y fui a la cama con él, esta tarde”. La relación cambia de manera drástica.
Al principio, Kyo comenta con simulada indiferencia: “Te dije que eres libre”. Pero se trata de una mentira. Está atormentado por la vasta gama de los celos. Más adelante, Kyo le reprocha a su esposa: “Podrías haber elegido otro día”. Y May le responde: “Pero, Kyo, es precisamente hoy cuando no tiene importancia alguna… Tal vez mañana puedo estar muerta”. La mujer está convencida de que enfrenta una muerte cercana, tal vez intuye el fracaso de la rebelión. Kyo, en cambio, se siente humillado. Cree que ha sido traicionado porque es un mestizo. Piensa que May no hubiera cometido esa infidelidad, de haber estado casada con un hombre blanco.
ARQUETIPOS
Malraux era capaz de forjar arquetipos, pero sabía que eran además seres humanos, aquejados con las mismas aflicciones que el resto de sus congéneres. La condición humana cuenta al menos con media docena de grandes personajes, entre ellos el viejo Gisors, padre de Kyo, ex profesor de sociología en la universidad de Pekin, y un hombre que ha alcanzado una serena fatalidad como opiómano. También está Katov, un ruso, otro participante en los preparativos de la rebelión.
Pero Malraux consiguió mostrar además la otra cara de la moneda a través de Ferral, presidente de un consorcio franco asiático, uno de los cerebros grises de la contrainsurgencia, o del barón de Clappique, un francés que trafica con antigüedades y con opio.
Ferral considera Shanghai el escalón necesario para retornar a París, y obtener algún puesto en el gabinete ministerial de Francia. Es amable, implacable, y desprecia a todo el mundo. En cierto momento, tropieza con una rusa “de soberbias, inmóviles facciones”, que es la amante ocasional de Martial, el jefe de la policía de Shanghai. Su única reflexión es ésta: “Me gustaría ver la expresión de tu rostro cuando estás haciendo el amor”. El novelista siempre lograba combinar en un personaje sus propósitos declarados y sus más íntimos deseos.
Quizás una de las grandes creaciones de Malraux es el barón de Clappique, un siniestro bufón carente de escrúpulos. En cierto momento, Clappique tiene entre sus dedos el destino de la rebelión. Los insurrectos le entregan dinero para que pague un embarque de armas. Clappique despilfarra el dinero en el casino, en una escena que podría haber sido llevada intacta al cine. Por un lado, vemos a los insurrectos aprestándose a iniciar una de sus acciones más arriesgadas, mientras aguardan la llegada de las armas. Hay un corte, y la escena se traslada al casino donde Clappique apuesta el dinero de los rebeldes. Por supuesto, su declarada intención es ganar una suma de dinero superior a la ambicionada por los revolucionarios para que puedan adquirir un gran arsenal. En la mesa de ruleta se esfuma el dinero de los rebeldes.
Finalmente, la insurrección fracasa, los cabecillas son apresados, y conducidos a una estación de tren, para ser calcinados en las calderas de las locomotoras. Y es entonces cuando Katov, el ruso, hace su sacrificio final. Tiene una pastilla de cianuro que piensa ingerir para sumirse en el sueño eterno antes que su cuerpo se consuma en la hoguera. En cambio, entrega el cianuro a otros prisioneros “con una profunda alegría”, según acota el novelista.
“El gran misterio de la vida”, dice Malraux en El tiempo del desprecio, “no es haber sido arrojados a la buena de Dios entre la profusión de la materia y de las estrellas. No, el gran misterio es comprobar que dentro de esta prisión, podemos crear imágenes lo bastante poderosas para negar el vacío de nuestra existencia”. Ese mensaje de trágico optimismo es similar al que divulga en La condición humana.
EL OTRO ANDRÉ MALRAUX
Es curioso que un personaje con tanto talento y tanta perspicacia para descubrir el corazón humano, haya sido un mitómano de marca mayor. He conocido varios mitómanos a lo largo de mi vida. Aunque fingían talento, carecían de él. Eran filósofos entre los novelistas, y novelistas entre los psicólogos. Siempre estaban con un libro en la mano, o debajo de la axila. En Buenos Aires solían decir que esos seres tenían cultura de sobaco.
Un mitómano suele carecer de lucidez para advertir su diferencia con otros seres humanos, o qué inquietudes, distintas a las suyas, hacen actuar a sus congéneres. Existe en el mitómano un enorme vacío emocional. Ignora la empatía, pues compromete su desdén por la debilidad de otras personas. Generalmente es muy feroz para descubrir defectos en los demás, y muy complaciente consigo mismo. Carece de sensibilidad y especialmente de piedad. Nadie puede ser al mismo tiempo Doctor Jekyll y Míster Hyde. Y sin embargo, ese gran mitómano que era André Malraux, rompió con los habituales clichés. Poseía talento, una enorme sensibilidad, sabía ponerse en el lugar del otro, se condolía de sus desventuras, admiraba su lucha contra la adversidad… pero seguía siendo un gran mitómano. Quizás su fortuna consistió en participar en grandes episodios históricos y en conocer a grandes personajes. Tuvo, además la genialidad de construir su mitología en base a incidentes reales.
En Malraux, a Life, una biografía narrada con pasión, admiración, y también mucho escepticismo, Olivier Todd reseña un personaje que aseguraba contar con títulos universitarios de los que carecía, o que pasaba por políglota, aunque mostraba escasa aptitud para conversar en lenguajes que decía conocer. En cuanto a sus filosóficas conversaciones con Stalin, resultaron una quimera. Nunca dialogó con él. Todavía se ignora cuantos días, o escasas horas, pasó realmente en China, antes de escribir La condición humana. Pero eso no es tan importante. Edgar Rice Burroughs creó una excelente saga sobre Marte sin haber visitado jamás el planeta rojo.
LUCHANDO POR LA REPÚBLICA
Por supuesto, Malraux estuvo en España durante la guerra civil. También lideró una pequeña fuerza aérea de los republicanos. Esa vivencia le permitió escribir otra gran novela, L’Espoir, que algunos críticos consideran inclusive superior a La condición humana. Por cierto, el biógrafo Todd, en ocasiones abandona la crítica y elige la admiración cuando se trata de analizar al personaje. Quizás las hazañas de esa fuerza aérea creada por Malraux no fueron tan espectaculares. Inclusive circularon rumores de que su uniforme de combate fue diseñado especialmente para él por la casa de haute couture Lanvin, de París.
Aunque la empresa de proteger a Madrid desde el aire fue absurda, al mismo tiempo resultó heroica. Los aviones obtenidos por Malraux, dice Todd, eran una especie de ataúdes volantes, piloteados por mercenarios inescrupulosos o por idealistas dementes.
Malraux dijo haber sufrido una honorable herida durante la guerra civil. Todd descubrió que la herida fue causada cuando el avión que piloteaba el novelista se estrelló poco después del despegue.
¿Estuvo Malraux en la Resistencia? Claro que sí. Pero recién al final. La mayor parte de la guerra la pasó de manera muy cómoda con su amante en el sur de Francia. Poco le interesaron las peripecias sufridas por su esposa judía y por su hija. Solo en 1944, luego de que sus dos hermanastros, activos participantes en la resistencia antinazi, fueron asesinados, Malraux decidió pasar a la acción. Se autodesignó comandante de una región con el seudónimo de coronel Berger, fue arrestado por los alemanes, logró huir, y se hizo cargo nuevamente de un grupo de partisanos en la región de Alsacia Lorena.
Tras la guerra, Malraux inició una amistad con el general Charles de Gaulle que perduró un cuarto de siglo. Durante sus diez años como ministro de Cultura de Francia –un cargo creado especialmente para él– inició una amistad con Jacqueline Bouvier Kennedy, y dio un golpe de relaciones públicas enviando la Mona Lisa a los Estados Unidos.
Si bien De Gaulle creó un ministerio para Malraux, el intelectual se sintió decepcionado. Anhelaba un ministerio realmente importante. Pero, como dijo Todd, “El general sabía que no se puede permitir a los intelectuales jugar con fósforos”.
El filósofo Raymond Aron dijo que Malraux estaba dividido en tres partes. Una parte correspondía a un genio, otra parte a un personaje falso, y la última, a un ser profundamente enigmático. Nadie duda de su grandeza, pero es difícil entender por qué contaba tantas mentiras, o estaba tan obsesionado con transmutarse en una figura mítica.
No era cobarde, por el contrario, algunas de sus aventuras lo muestran como un ser valiente y muy audaz. Su mente podía combinar la racionalidad, la pasión, y la compasión. Tuvo, como hubieran dicho en la Argentina, algunas “agachadas”. Defendió, por ejemplo, los burdos juicios ordenados por Stalin contra sus ex camaradas y contra la crema de la intelligentsia soviética. Pero supo rectificar, y su récord sigue siendo memorable. Defendió más causas justas que injustas.
Según Todd, su biografiado comenzó inventando historias, y terminó creyendo en ellas. “Cuando retornó de Rusia en 1934 y dijo que había conversado con Stalin”, señaló el biógrafo en una entrevista, “sabía que estaba diciendo una mentira. Pero en 1975, al ser convocado por una comisión parlamentaria, aseguró haber discutido con Stalin cuestiones metafísicas. En ese momento, ya creía en esa falsedad. Los mitómanos siempre terminan creyendo en sus propias historias”.
Con cierta piedad, Todd dice que “la mente de André Malraux solía mantener una gran autonomía en relación a los hechos reales”.
Christopher Hitchens recordó que el símbolo favorito de Malraux era el gato. Inclusive muchas de sus cartas personales concluían con un dibujo del felino. “El hombre”, dijo el ensayista, “realmente tenía nueve vidas, y casi siempre aterrizaba sobre sus pies”.
Malraux murió en noviembre de 1976, luego de sufrir varios años de intensos episodios de depresión, agravados por el alcoholismo y la dependencia de fármacos. En su mesa de noche, dejó anotada en un borrador la siguiente frase: “Tendría que haber sido diferente”. ¿Tal vez para que fuera grabada en su tumba? Hitchens dijo que un epitafio mejor hubiera sido otra frase que puede localizarse en La condición humana: “No es verdadero o falso, es apenas todo aquello de lo cual me he percatado”.
Mario Szichman, periodista y escritor argentino. Escribe desde Nueva York.
https://marioszichman.blogspot.com.es.