DAVID ANGLÉS –
Ha conseguido atraparme sin que me acabara de gustar. Como el primer sorbo de tu vida a un aperol o la primera vez que miras un Pollock, las ganas de seguir vienen no de una recompensa inmediata, sino de la intuición de estar ante una pequeña puerta que lleva a un universo por conocer.
Entiendo a un crítico, molesto con lo que consideró un exceso de palabrería. Parece que la autora quisiera jugar con tu cerebro, pero en realidad está jugando con el suyo y te invita a participar de la partida. Su relato es un manglar: Una historia que levita, con raíces invisibles. Conecta con el mito, con los arquetipos, con la hermandad de los hombres y mujeres del mar de todas las épocas y lugares. Desde los héroes de las playas de Troya hasta las viudas portuguesas de Simone Weil.
Sainz Borgo, la disciplinada, esconde un volcán. Los vapores la delatan. Y esta isla es un buen lugar para mantener esa energía alejada, controlada, exorcizada. Una cronista que se entrega a notariar imposibles, como el protagonista de Big Fish de Tim Burton, tropieza con el doctor Schubert, un oscuro barón de Münchhausen de mar, retraído y enigmático, en una isla en la que lo absurdo, lo increíble, es cotidiano.
La vida es más verdadera cuando entendemos que mucho de lo fundamental carece de sentido. Y que nuestro supuesto orden (con su certidumbre de todoacién y la búsqueda de una cordura que sólo puede aspirar a ser frágil), suele ser poco más que racionalización a toro pasado. La propia Sainz Borgo lo deja claro con esta advertencia sobre su relato: “Nada de esto es del todo cierto, pero no por ello falso”.
Su isla susurra palabras conocidas a todos los que hemos aprendido a dar valor a una vida en la que añoramos el salitre; escondidos como estuvo en un tiempo (¿pasado, presente, futuro?) su doctor, en una ciudad sin mar.
Sainz Borgo deja salir los perros que mantiene atados en el sótano. Pero no pasean a su aire, el texto es una exhibición de doma. La torre de palabras que parece montarse como un lego sin instrucciones, como un cuento improvisado delante de una hoguera, como la Spinning Song de Nick Cave, es una concatenación de pequeñas piedras preciosas talladas con esmero y engarzadas en una pieza que para nada es fruto de la improvisación. La arquitecto se convierte aquí en orfebre aérea.
Da rienda suelta al mito, a la fábula y, por un momento, casi abandona la prudencia, o al menos juega a que creamos que lo ha hecho. Es posible imaginarla, escogiendo imágenes y cribando palabras, de la misma forma en que ella describe el trabajo de sus personajes: “Tarareando las partituras que un insecto interpreta contra una roca, las extendió sobre un paño de gamuza y las lustró con un trapo. Una por una, las frotó con esmero. Cuando llegó a la gema número cuarenta y nueve, la taladró un deseo profundo e intenso de llevársela a la boca”.
La vida a borbotones, con ensoñación preñada de verdad. Este pequeño libro es una olla exprés, una manera de liberar magma de manera controlada, un peaje, un billete para mantener la cordura. Y es un tributo al rastro de guijarros que dejan las historias que nos contamos, desde Gilgamesh hasta hoy.
NINGÚN LIBRO ES UNA ISLA
Sainz Borgo acierta cuando desconcierta. Y suele hacerlo. Como en su obra anterior, aquí también hay mucho de exilio, de reconversión, de redención. De búsqueda y de epopeya a escala humana, alcanzable, amable.
“Una isla es el naufragio de la ropa sobre un suelo de baldosas, una almohada a la deriva a los pies de la cama. Una isla es el insomnio de quienes nadan dentro de alguien más”.
Pero esta isla tiene más de discontinuidad, de salto, ¿acaso de paréntesis? Es un estriptís del subconsciente, el vapor inesperado de un géiser en medio de un paisaje hasta entonces armónico. La autora ha hecho un zoom-in a una playa de Sorolla, para fijarse en esa zona en la que lo más oscuro de la ola se eriza al imaginar que basta un leve cosquilleo para volver a ser espuma.
Karina trabaja aquí guiada por lo que ella misma describe en el libro como “la ambición de belleza que persiguen los sordos, los ciegos, los ansiosos y los insatisfechos, los amputados y transformados en aquello que jamás sospecharon”. Y añade: “Todos los que desean algo, todos los que buscan lo que no existe, son capaces de crear para otros lo que, por hermoso o temible, no se concederían a sí mismos”.
Su doctor es un Jonás salido de la ballena que decide volver y buscar refugio permanente en ella. Si él había escrito un libro sólo con finales, ella nos ha dejado una espiral sólo de principios, que aspira a la proporción áurea en un juego de espejos de la imaginación que reflejan cicatrices alegres y tristes.
AGUAMALA
Sainz Borgo, como su doctor Schubert, puede ser a la vez prusiana, mediterránea y caribeña. Mestiza de mares de lecturas infinitas. Pero, a diferencia de su personaje, que reniega de la lengua alemana, a la que asocia con recuerdos dolorosos, ella se permite desenterrar palabras de su infancia para deleite de los que casi las habíamos olvidado.
El texto reproduce un trasiego interoceánico en el que todo se mezcla para mantener una pureza elemental, primordial. Las olas de la playa traen el ruido de toros y dibujan los tributos a la diosa blanca, aquella con tantos nombres, a quien seguimos sacrificando, por devoción o por miedo.
David Anglés, periodista venezolano. Reside en Madrid.
Karina Sainz Borgo, periodista y escritora venezolana. Ha publicado las novelas ‘La hija de la española’, ‘El tercer país’, ‘El doctor Schubert’ (Editorial Lumen) y ‘Crónicas barbitúricas’ (Círculo de Tiza).