MARIO SZICHMAN –
Era una anomalía en el ambiente literario neoyorquino y poseía una virtud que escasea en el mundo de la literatura: todas sus novelas son buenas. Pero Matadero 5 es muy especial, por su trasfondo personal e histórico.
Llegó a la oficina de la editorial Putnam luciendo chaqueta blanca y pantalones de un marrón claro. Era un hombre muy alto, con abundante cabellera blanca, de esos que siempre necesitan inclinar la cabeza antes de atravesar el dintel de una puerta. Recordaba a Mark Twain, aunque era mucho más delgado. Sus dedos estaban manchados de nicotina. Su hábito lo tenía a maltraer luego de que en Estados Unidos se dictaron ordenanzas prohibiendo fumar en sitios públicos. A cada rato alguna señora que pasaba a su lado en la calle agitaba las manos en todas direcciones intentando disipar el humo que surgía de un cigarrillo fumado por el escritor.
Kurt Vonnegut se desplazaba como si a sus zapatos le faltaran los cordones. Un colega amigo, que se dirigió a su vivienda en Upstate New York en busca de ayuda, porque su coche se había accidentado –ignoraba quién era el propietario– me comentó su aspecto desaliñado, su insólita hospitalidad, y también la ausencia de cordones en sus zapatos.
Lo entrevisté el 5 de septiembre de 1990. Y tengo un grato testimonio para recordar la fecha. Vonnegut tomó mi ejemplar de Slaughterhouse 5, que había llevado para que lo dedicara, y en las dos páginas finales me dibujó una caricatura de su perfil, e incluyó la fecha. Vonnegut era una celebridad, de esas que son fáciles de reconocer en la Quinta Avenida. Durante la guerra de Vietnam fue uno de los héroes de los campus universitarios. Era un favorito de los adolescentes. Solo J.D. Salinger y su The Catcher in the Rye lo superaban en popularidad.
La fama era resultado de una de sus novelas: Slaughterhouse-Five (Matadero Cinco). Se trata de una novela de infinita confección: demoró un cuarto de siglo en terminarla. Afortunadamente, la publicación llegó justo a tiempo. Lo trocó en un best-seller, y pudo cancelar sus deudas, pues sus años de labor lo dejaron al borde de la quiebra. Otra ventaja secundaria fue que permitió al público redescubrir sus obras anteriores, entre ellas las formidables Cat´s Cradle, Breakfast of Champions, Welcome to the Monkey House, Hocus Pocus, y especialmente Mother Night (uno de sus personajes ha buscado alojamiento en uno de mis manuscritos).
Nuestra amistad se forjó gracias al escritor francés Louis Ferdinand Celine, aunque hacía décadas de su fallecimiento. No creo que Vonnegut le haya entregado a muchos críticos literarios su número de teléfono. (Siempre respondió a mis llamadas). En el curso de la entrevista que le hice tras su publicación de Hocus Pocus hice un comentario sobre Celine. La mirada de Vonnegut se encendió, y a partir de ese momento desplegó su inteligencia en tecnicolor.
Tenía una gran admiración por el autor de Viaje al fin de la noche, y compartía su horror por la guerra, aunque no sus desagradables convicciones políticas, o su antisemitismo. Me comentó que en cierta ocasión, tras concluir la Segunda Guerra Mundial, y cuando Celine se había convertido en un apestado, luego de una campaña en su contra que tuvo entre sus protagonistas a Jean Paul Sartre, un periodista lo entrevistó. El narrador francés dijo al periodista: “Yo merezco el Premio Nobel de Literatura. Inclusive acepté ponerme vaselina en el trasero para recibirlo”.
UN ELEFANTE EN UN BAZAR
Vonnegut era una anomalía en el ambiente literario neoyorquino. Reclutaba sus amistades entre escritores europeos, y uno de sus predilectos era el alemán Heinrich Böll.
(Cuando se refería a Norman Mailer era siempre bajando el tono de voz. No creo que gozara de sus simpatías. Mailer era un peligroso enemigo, proclive a las trifulcas callejeras).
El curriculum de Vonnegut no era el usual. Había trabajado varios años para General Electric como agente de publicidad, y luego en periódicos, revistas y agencias publicitarias. Tampoco sus novelas y cuentos pueden ingresar en la narrativa tradicional. Mezclan el análisis de la sociedad norteamericana con viajes espaciales, o visitas a remotos lugares del mundo donde ocurren los más peculiares incidentes, a veces animados por feroces dictadores. Por ejemplo, en Cat´s Cradle, el protagonista viaja a la ficticia isla caribeña de San Lorenzo, cuyo hombre fuerte, Papá Monzano, amenaza a cada miembro de la oposición con empalarlo en un gigantesco gancho.
Sus conocimientos de antropología le permitieron a Vonnegut crear una isla muy especial. Sus habitantes practican una religión denominada Bokonism, que predica el amor al prójimo, utiliza rituales que convocan a la paz, entre ellos una abundante actividad sexual y, al mismo tiempo, poseen una idea muy cínica y nihilista acerca de nuestro paso por la tierra.
Vonnegut tenía una virtud que escasea en el mundo de la literatura: todas sus novelas son buenas. (Comparte ese mérito con Mark Twain y Jim Thompson). Pero Slaughterhouse-Five es muy especial, por su trasfondo personal e histórico.
Thomas Meaney dijo en The Times Literary Supplement que, en la primavera de 1945, tres semanas después de la rendición de los nazis en Europa, el soldado (private first class) Kurt Vonnegut, informó a su familia que persistía con vida. Su unidad de infantería había sido destruida en las Ardenas por una división de tanques Panzer en una de las batallas más sangrientas de la segunda guerra mundial. Luego, el tren lleno de prisioneros en el que viajaba rumbo a la ciudad de Dresde, fue atacado por la RAF de Gran Bretaña. (El tren no tenía en el techo de sus vagones marcas que identificaran a sus viajeros).
Dresde, una ciudad abierta, una de las escasas intactas en la devastada Alemania durante buena parte de la guerra, fue atacada por la aviación aliada con bombarderos pesados norteamericanos e ingleses. Vonnegut explicó a su familia que “la tarea combinada” de los bombarderos “causó la muerte de 250.000 personas en veinticuatro horas y destruyó a la que era, posiblemente, la ciudad más bella del mundo. Destruyó todo, pero no pudo destruirme a mí”. Vonnegut y algunos de sus compañeros lograron sobrevivir a la devastación buscando refugio en el frigorífico del matadero donde habían sido encerrados por sus captores, el “matadero cinco”.
La experiencia cambió su vida, y su idea del mundo. Era un curioso pacifista. Estaba contra toda guerra. Pero había una excepción: estaba de acuerdo con el bombardeo atómico a Hiroshima y a Nagasaki. Me dijo en la entrevista que de no haber sido por esos ataques a Japón, la guerra podría haberse prolongado varios años, y la cifra de muertos hubiera sido mucho más grande.
LA MEMORIA DEL TRAUMA
La trama de Slaughterhouse Five es muy curiosa. Nunca se sabe dónde termina la ficción, y comienzan a intervenir los recuerdos personales del narrador. Vonnegut solía informar que en tal o cual episodio protagonizado por su pasivo héroe Billy Pilgrim, no había ficción alguna. Era lo que recordaba de su estadía en Dresde.
Al mismo tiempo, la técnica de la ciencia ficción le permitía un feroz distanciamiento de la tragedia. Está, por ejemplo, la famosa escena en que Pilgrim explica el bombardeo de Dresde al revés: “Los aviones abrieron las puertas donde estaban las bombas. Ejerciendo un milagroso magnetismo, redujeron los incendios, se concentraron en contenedores cilíndricos de acero, y alzaron los contenedores para guardarlos en las bodegas de los aviones”.
Más tarde, Vonnegut nos hace descender a la realidad. He aquí su descripción al día siguiente del bombardeo a Dresde: “Había centenares de cadáveres. Al principio no echaban mal olor. Eran como figuras de cera en un museo. Pero luego, los cadáveres se pudrieron y comenzaron a licuarse. Olían a rosas y a gas mostaza”.
Aunque todas las novelas de Vonnegut son buenas, Slaughterhouse Five es excepcional. Fue escrita en una prosa tan sencilla, que brilla “como guijarros en una playa”, según hubiera aseverado Hemingway. Tiene humor, inclusive ese producto casi exclusivo del mundo anglosajón: the gallows humor, que suele traducirse como humor negro, aunque es el humor que merodea a escasos pasos del patíbulo. Y describe el extraño peregrinaje de Billy Pilgrim, otro andariego, por el caótico mundo de la segunda guerra mundial, y de la posguerra.
Vonnegut es producto del trauma de Dresde. Nunca pudo liberarse de él. Su peculiar humanismo, su ironía, su original prosa, la descripción de seres humanos que la habitan, todo está condensado en Slaughterhouse Five. Tuvo la virtud de usar a un viajero del tiempo sin cualidades especiales o extrañas máquinas volantes, para escribir una gran tragedia encubierta en una comedia humana. Inclusive la técnica de colocar a Billy Pilgrim en discordantes situaciones luego de atravesar una puerta, o despertar de una pesadilla, ha tenido fuerte influencia en la manera de contar.
¿UN PERSONAJE PASIVO?
Algunos han criticado la inercia de Billy Pilgrim. Pues como viajero del tiempo, y del futuro, sabe lo que va a ocurrir, y nada hace por impedirlo. Pero convertirlo en un personaje activo hubiera acabado con la novela. Pilgrim es apenas un testigo, el alter ego del novelista.
Su misión es registrar la desdicha y la locura humana, exhibir sus consecuencias. Evita el juicio, se niega a dictar cátedras de moral. Ni siquiera confió mucho en la condición humana, aunque me citó durante la entrevista una frase de Proust: “Lo milagroso en el mundo no es que exista tanta gente mala. Lo milagroso es que pueda existir tanta gente buena, entre tanta gente mala”.
Siempre mostró gran paciencia con el prójimo, lo aceptó como era, soñó con otros mundos, otras experiencias humanas, capaces de ofrecer distintas respuestas a nuestra eterna angustia, nuestra persistente desesperación. Sabía, además, que preferimos las máscaras a la verdad.
Una de sus frases más famosas, que usa en Mother Night es la siguiente: “We are what we pretend to be, so we must be careful what we pretend to be. (”Somos aquello que pretendemos ser. Por lo tanto, debemos ser muy cuidadosos con aquello que pretendemos ser»). Como filosofía nihilista, es incomparable.
[1] Vonnegut siempre insistió, y también cuando le hice el reportaje, que en Dresde murieron más personas que en Hiroshima. Pero excelentes historiadores como Richard Evans señalan que la cifra de muertos oscila entre algo menos de 25.000 y algunos millares por encima de 35.000. La fuente básica de Evans es el trabajo del historiador alemán Götz Bergander, y su ensayo de 1977 Dresden im Luftkrieg: Vorgeschichte-Zerstörung-Folgen. Bergander calcula que una cifra superior a los 35.000 alemanes perecieron en Dresde, la mayoría, incinerados en gigantescos incendios.
Mario Szichman, periodista y escritor argentino. Escribe desde Nueva York.
https://marioszichman.blogspot.com.es @mszichman