ALICIA HERNÁNDEZ (The New York Times en español) –

El comercio ilegal de combustible se ha convertido en una vía de escape a la pobreza y el hambre en esta árida zona fronteriza con Colombia, donde el clima extremo hace casi imposible la agricultura y la ganadería, y la deserción escolar supera el 30 por ciento.

LOS FILÚOS, La Guajira — En este centro poblado de Paraguaipoa, la capital de La Guajira venezolana, todo huele a gasolina. Eso es Los Filúos: un enclave de tierra árida a menos de 20 kilómetros de la frontera con Colombia y a dos horas de viaje de las torres de extracción de petróleo del Lago de Maracaibo.

Para los 4.000 habitantes de Los Filúos, donde el calor extremo y la falta de lluvias hacen casi imposible la agricultura y la ganadería, el contrabando de gasolina es una alternativa de subsistencia. Y también un problema para el futuro.

En una esquina del pueblo, al lado de varias garrafas amarillentas, Álvaro agitaba con la mano un embudo hecho con el pico de una botella de plástico y un tubo de goma para llamar a los clientes. Viste un pantalón gastado de color indefinible, arremangado, que deja ver unas piernas demasiado flaquitas para sus 13 años, y una camiseta raída con manchones negros. Lleva otra de manga larga debajo y una amarrada en la cabeza que lo protegen del sol de La Guajira, donde las temperaturas llegan a los 40 grados. Allí, de 8:00 a. m. a 6:00 p. m. Álvaro y otros muchachos como él se ganan la vida llenando o sacando combustible de cuanto carro consigan.

PDVSA, la empresa petrolera estatal, ha calculado que del país salen 100.000 barriles de gasolina de manera ilegal. En la frontera con Colombia, y especialmente en la parte que comparten el departamento de La Guajira con el estado Zulia, se hace evidente el paso de combustible, así como la venta ilegal dentro del mismo territorio venezolano. A pesar del aumento anunciado por el presidente Nicolás Maduro en febrero de 2016, la gasolina sigue siendo la más barata del mundo. Llenar un tanque en Venezuela cuesta 1,20 dólares. Del lado colombiano sale alrededor de 28 dólares.

Una fila de taxis junto a la vía principal a la altura de Paraguaipoa, Venezuela. Esta localidad venezolana, el último punto antes de cruzar la frontera con Colombia, es desde hace años un lugar dedicado íntegramente al comercio y flujo de personas entre los dos países. (Foto/Santi Donaire para The New York Times en Español)

Maduro anunció en diciembre la decisión de vender gasolina a precios internacionales en la frontera para evitar el contrabando; pero sigue siendo un negocio lucrativo en esa tierra donde no hay muchas opciones para salir adelante.

El salario mínimo en Venezuela es de 40.638 bolívares (unos 58,81 dólares si se calcula al cambio controlado por el gobierno; 11,16 si se hace con el valor del dólar en el mercado negro). Un dinero que se vuelve sal y agua con especial rudeza en la frontera, donde todo es más caro. Un kilo de arroz, por ejemplo, alcanza los 3000 bolívares, más del siete por ciento del salario mínimo.

El gobierno mantiene el control cambiario desde 2003 para evitar la fuga de divisas. Desde entonces, es el único que puede conceder dólares de modo legal para todo: desde importar cualquier mercancía hasta para viajar al extranjero. La tasa de cambio, a 690,98 bolívares por dólar, la fija el gobierno. En paralelo, surgió un mercado ilegal cuya tasa cambia diariamente y que se ha disparado en los últimos dos años (al momento de escribir esta nota el cambio en el mercado negro es de 3640,29 bolívares por dólar).

El contrabando de gasolina es un negocio de doble vía. Por un lado están los usuarios que llenan el tanque de su vehículo en estaciones legales, donde pagan por un tanque de 50 litros unos 250 bolívares (menos de diez centavos de dólar al precio del mercado negro). Al vender ese combustible en los puestos irregulares, ganan entre 8000 y 12.500 bolívares (entre dos y tres dólares y medio al precio del mercado negro). Esa misma gasolina es la que compran después quienes llenan el tanque en los puestos ilegales, ya sea para evitar las largas colas que se forman en las estaciones o, en el caso de los colombianos, para beneficiarse de la diferencia de precio. Llenar un tanque de contrabando puede costar entre 17.000 y 25.000 bolívares (entre cuatro y siete dólares aproximadamente).

En un día de trabajo como pimpinero —el que saca o carga gasolina de los coches— se puede ganar hasta 12.000 bolívares. Es la escala más baja de un negocio diversificado: está quien llama a los carros para que vacíen el tanque, quienes la sacan, los que almacenan, quienes cuidan el camión cargado de bidones y quienes lo llevan hasta Maicao, en Colombia. Todos tienen su puesto en el negocio. Incluso los niños, que suelen trabajar para sus familiares o para conocidos que participan en el negocio. En cada puesto puede haber de tres a cinco niños. Solo en Los Filúos, la cantidad de adolescentes y preadolescentes que trabajan con el contrabando de gasolina se cuenta por docenas.

Un niño saca gasolina con una manguera de un carro y la almacena en bidones en Paraguaipoa, Venezuela. El contrabando de gasolina se ha convertido en una actividad tan masiva que se realiza diariamente a plena luz del día. (Foto/ Santi Donaire para The New York Times en Español)

‘SAL, NOS ESTAMOS MURIENDO DE HAMBRE’

“La primera vez que tuve que chupar de la goma para sacarla de un carro fue horrible, se me quedó todo el sabor en la boca. Daba igual lo que comiera, todo me sabía a eso. Ya me estoy acostumbrando. Como cornflei y se me quita el sabor”, cuenta Álvaro, que lleva muy poco en el negocio.

Sus compañeros —Yoel, de 17 años, y Ronaldo, de 16 (los nombres reales de los niños y adolescentes que dieron su testimonio han sido cambiados para proteger su identidad)— ya tienen casi diez años en esto, lo suficiente como para restarle importancia a esa primera vez. “Eso es normal, uno mete la manguera en el carro, agarra y normal… Uno no siente nada. Bueno, a veces, depende del tanque que carga el carro. Si viene muy caliente, ahí uno sí siente el olor”, dice Ronaldo.

A veces, es inevitable que la gasolina les caiga en el cuerpo. O en la boca. “No nos da miedo”, dice Ronaldo, respondiendo a una pregunta que no se le ha hecho, y se justifica: “Uno no piensa en si le hace daño o no a la salud, en qué le puede pasar en la garganta, boca, estómago. Algunos van al médico. Yo no he ido a nada, uno ya está acostumbrado. Uno piensa en vender y agarrar los cobres (dinero)”.

Yoel y Ronaldo dudan unos segundos cuando se les pregunta por qué empezaron en el negocio. El primero en reaccionar es el mayor, Yoel, que lanza un argumento de peso al que el resto se une: “Comprar ropa”. Sus prendas gastadas y sus sandalias con agujeros lo contradicen, pero antes de que entren nuevas dudas, Yoel vuelve a hablar. “Para comprar lo que uno necesita, ropa, zapatos… Quería los cobres míos. Y sí se hace plata, y ahora más, ojo. Un día bueno se ganan doce mil, quince mil bolívares diarios, aparte de los gastos. La cosa es vender, vender, vender”.

Ronaldo, que se ha quedado pensativo sobre sus motivos, matiza: “Y para la casa, que también hay que ayudar y colaborar con el almuerzo”. Álvaro cuenta sus verdaderas razones cuando los otros compañeros se alejan. Su madre, con la que no vive, lo sacó de la escuela porque no tenía suficiente dinero para comprar los útiles ni la ropa. “Estoy con mi abuela, ella no trabaja. Depende de mí el dinero de la casa. Llevo seis mil, cuatro mil al día. Mi abuela me regañaba porque cuando me sacaron de la escuela no iba a la calle. “Vete, sal, nos estamos muriendo de hambre”, me decía. Empecé en esto porque pasaba mucha hambre y no tenía nada de comer”.

LAS AULAS VACÍAS

Un aula vacía en la escuela de Los Filúos, en La Guajira venezolana. Desde hace años no existen cifras oficiales de deserción escolar en Venezuela. Los últimos datos publicados por el Instituto Nacional de Estadística (INE) son del curso 2011/2012. (Foto/Santi Donaire para The New York Times en Español)

En Venezuela no hay cifras oficiales de deserción desde hace unos años. Los últimos datos publicados por el Instituto Nacional de Estadística (INE) son del curso 2011/2012 y muestran que 27.778 niños entre educación primaria y media dejaron de estudiar en el estado Zulia. No desglosan los motivos, ni cuál es la proporción en que afecta a la comunidad indígena.

El Sindicato Unitario de Magisterio del Estado Zulia (SUMA) estima que para el curso 2016/2017 la deserción llegó al 60 por ciento. Para Neida González, responsable de la Escuela Bolivariana Luis E. Palmar de Los Filúos, las cifras son mucho más exactas: hay 178 alumnos registrados en su centro y solo acuden entre 90 y 120; es decir: el ausentismo escolar es de entre el 32 y el 50 por ciento.

De los que van a clase, muchos lo hacen de modo puntual por los beneficios, “llegan el día que saben que se va a repartir, por ejemplo, los morrales (mochilas que da el gobierno)”, dice González. Otros, por algo mucho más simple: “Vienen más para comer que para aprender”. Todos los días, alrededor de las 9:00 a. m. reparten una merienda. Hoy toca bollitos de harina de maíz partidos en trozos con margarina encima y jugo de sandía. Los niños comen en sus pupitres mientras la maestra habla de lo importante que es una alimentación saludable, con frutas y verduras.

Ir a la escuela para echarle algo al estómago ha pasado siempre, pero en el último año aumentó por la escasez que impera en el país. “Hay niños que se desmayan, que lloran porque tienen hambre”, explica González. El ausentismo también es algo que se ha visto siempre, “pero desde hace cuatro años para acá, el fenómeno es muy fuerte”.

En el curso anterior fue tan marcado, cuenta la docente, que la policía tuvo que ir por los niños casa por casa. Muchos niños abandonan las aulas porque sus padres no pueden costear cuadernos, ni camisetas. “La mayoría que se va lo hacen para vender gasolina, aunque ahora se han diversificado y venden arroz, harina, lo que sea”.

Ahora, una tarde de noviembre de 2016, en una esquina de Los Filúos, Álvaro, Yoel y Ronaldo hablan sobre su futuro. Todos dudan sobre si quieren seguir como pimpineros. “Para toda la vida, no sé. Me gustaría pasarme a otro trabajo, así igualito, pero tener más dinero, dentro de lo mismo. Comerciante o algo así”, dice Yoel. Álvaro lo tiene claro: “Quiero estudiar, quiero hacer casas”.

Los tres se alejan, sus embudos artesanales en la mano, las sandalias roídas, los pantalones manchados, el paso apurado hacia su puesto de trabajo entre garrafas bajo el sol de La Guajira, donde todo, incluso ellos mismos, huelen y piensan en gasolina.

Publicado el 9 de febrero 2017 en The New York Times en español

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