Justo cuando se cumplen veinte años del atentado terrorista contra las Torres Gemelas en Nueva York, ofrecemos un capítulo de la novela del fallecido periodista, escritor y colaborador de Actualy, Mario Szichman, cuya trama nos transporta desde los campamentos de guerreros santos en Pakistán, hasta los pasillos de seguridad de la CIA y del FBI. Mario Szichman nos conduce por los terminales donde los piratas aéreos de al-Qaida marchan a consumar su trágico ritual, nos hace viajar en los aviones, convertidos en misiles guiados, y a vivir los 102 minutos en que las incendiadas torres del World Trade Center se convirtieron en el infierno en la tierra. Aunque la violencia y la destrucción son el trasfondo de la novela, a través de ese episodio inaugural del siglo veintiuno, es el ciudadano común quien pasa al primer plano en la narración.
–Necesitamos que cubras una nota. Para ayer– le dijo su jefe.
–Acabo de acostarme– dijo Jeremiah en voz baja. –¿No puede esperar?
–Se estrelló un avión contra una de las torres gemelas. Al principio creímos que era una avioneta. Pero no, es un avión inmenso. En quince minutos te va a pasar a recoger un taxi.
–Puedo quedarme dormido de pie.
–Descansarás en el taxi. ¿Cuántas veces en tu vida cubriste un ataque contra el World Trade Center?
–¿Cómo hago para comunicarme? No tengo celular.
– Un momento. Déjame que consulte– Dos minutos después, el jefe de Jeremiah retomó el auricular –El taxista te llevará una bolsa con un celular, una máquina fotográfica y hasta una máscara antigás. Parece que hay mucho humo. El taxista te llevará por Brooklyn. Es imposible moverse por Manhattan. Los subtes no circulan.
–¿Cómo hago para volver a mi apartamento?
–Menos preguntas, Dios!– dijo su jefe, y colgó.
Cuando Jeremiah subió al vehículo, el taxista tenía encendida la radio en la emisora 1010 Wins. Una avioneta se había estrellado contra la torre norte.
–Parece que es un campo magnético– dijo el taxista. –Dicen que murieron los pilotos. La avioneta no llevaba pasajeros.
Cuando llegaron a Williamsburg empezaron a dudar de lo que decía la radio.
–Una avioneta no pudo haber causado tanta destrucción– le dijo Jeremiah al taxista, y le pidió que parara junto al río, pues quería sacar fotos.
Cerca del puente de Brooklyn vieron que las dos torres ardían por los cuatro costados. Jeremiah calculó que debían ser los treinta o cuarenta pisos superiores. El humo parecía desafiar el viento. En vez de subir iba descendiendo, acrecentándose. En medio del denso humo se observaban súbitas llamaradas, como si relampagueara.
Cuando estaban por ingresar al puente de Brooklyn se acercó un camión de bomberos haciendo sonar la sirena. El taxista hizo gestos de que no tenía para donde moverse, porque del lado contrario había algunos automóviles desplazándose a paso de tortuga, precedidos y seguidos por decenas de personas cubiertas de polvo y ceniza de la cabeza a los pies. Algunos de los peatones estaban lastimados. Otros tenían las ropas rasgadas. Jeremiah contó tres ciclistas. Eran los únicos que iban con sus ropas intactas.
Un bombero se bajó del camión y empezó a dirigir el tráfico para que le dieran paso. Al taxista le resultó más fácil avanzar siguiendo al camión de bomberos.
El taxi frenó en la esquina de las calles Church y Barclay, a unas tres cuadras del World Trade Center.
–Es imposible seguir– le dijo a Jeremiah. –Y no sé cómo haré para volver. Tendré que retroceder.
Jeremiah caminó una cuadra, hacia el hotel Milenium, y empezó a tomar fotos de las incendiadas torres. La torre sur parecía la más dañada. Los incendios abarcaban más cantidad de pisos.
A medida que avanzaba sentía que se iba ensuciando con la ceniza. Una lluvia de papel picado caía de las torres.
Cuando llegó a Fulton y Church, vio a una multitud rodeando a un policía. Se escuchaba el estallido de vidrios. El policía dijo a los curiosos que se alejaran del lugar, y que no miraran para arriba.
Una reportera de CBS lo estaba entrevistando. El policía informó que había subido a la torre norte, luego de que se estrellara el primer avión, pero apenas pudo llegar al piso veintinueve.
Recién ahí se enteró Jeremiah que un segundo avión se había estrellado contra la torre sur.
–Era imposible seguir subiendo. Había mucho humo– dijo el policía a la reportera. –En el piso veintinueve había una oficina repleta de empleados. Todos estaban trabajando, en medio del humo. Les ordené que abandonaran la oficina, pero se negaron. Dijeron que todo estaba bien. Habían escuchado por los altavoces que la situación estaba volviendo a la normalidad.
El policía dijo a la reportera que no podía seguir hablando, porque tenía que ayudar a evacuar. La reportera hizo un gesto al camarógrafo, para cortar la grabación. Encabezados por el policía y uno de sus compañeros, varios oficinistas enfilaron hacia la calle Broadway, la mayoría portando maletines de tela y mochilas.
–No miren hacia arriba, no miren hacia arriba– insistía el policía que había dado declaraciones a la reportera.
Jeremiah escuchó que el policía le decía a su compañero en voz baja. –¿Qué sentido tiene mirar hacia arriba? Lo único que van a ver es gente lanzándose por la ventana.
–¿Puedo citarlo? – le preguntó Jeremiah al policía.
–No, no puede citarme– dijo el policía. –¿Dónde trabaja?
Jeremiah alzó la credencial de la agencia noticiosa, que colgaba de su cuello.
–Bueno, al menos explíqueme sus razones– le dijo Jeremiah.
–Si la gente mira para arriba, se distrae, frena la marcha y causa aglomeraciones– dijo el policía. –Es como esos automovilistas que frenan en Long Island cuando hay un accidente en el hombrillo contrario. Necesitamos despejar la zona. Así no se puede trabajar.
Jeremiah alzó la vista, vio un hombre estrellándose contra un toldo de plástico transparente, y tomó fotos. El cadáver se fue deslizando hacia el borde del toldo y cayó al suelo, con desmañados gestos.
Cuando estaba en la esquina de Church y Dey, Jeremiah vio colapsar la torre sur. Primero hubo explosiones en cada piso. Mientras volaban vidrios y trozos de metal empezaron a estallar del más alto hasta el más bajo, uno tras otro, de manera sincronizada. La torre sur pareció plegarse como un acordeón. En algunos segundos, su estructura quedó aplastada en la tierra.
Jeremiah empezó a sentir que su cuerpo era invadido por una pegajosa
suciedad. Se acarició la frente y se miró la palma de la mano. Parecía engrasada.
Tras el desplome de la torre sur empezó a aumentar el viento. El aire se iba haciendo irrespirable. Seguían cayendo escombros y cuerpos desde la torre norte, que parecía resistir bastante bien. En determinado momento, la luz del sol se hizo anémica.
Jeremiah depositó su bolso en el suelo, extrajo la máscara de gas y se la ajustó al rostro. Empezaron a ocurrir cosas extrañas. Primero apareció la nube. Era arrastrada por ráfagas de viento que dificultaban el avance. Jeremiah perdió todo sentido de la orientación. No se veía a dos metros de distancia. Siguiendo el contorno de las paredes fue caminando en cámara lenta como si hubiera estado sumergido en una piscina.
Había retornado al sitio del hotel Milenium. Vio que tres personas corrían, una mujer flanqueada por dos hombres. Una nube las perseguía. Todo carecía de sentido. La nube se fue agrandando. Recordaba esos globos que arman quienes mastican chicles. Dentro de la nube circulaban papeles como en una centrifugadora. Jeremiah vio también un sombrero, una cartera de mujer. Luego, cayó algo que debía ser una viga de acero y decapitó a la mujer que corría entre los dos hombres. Jeremiah pensó que su jefe le tacharía el párrafo. Era posible publicar esos detalles en los tabloides, pero no en la agencia, cuyo estilo era inodoro, incoloro e insípido.
Otras personas corrían. La nube adquirió el aspecto de una espiral. Lo confirmó uno de los que huían, quien dijo que venía un tornado. En la huida, varios hombres golpearon a otras personas, las hicieron caer al suelo. De repente Jeremiah sintió que el miedo era reemplazado por una angustia inmensa. Había visto antes esa escena, pero sólo en las películas. Una mujer estaba empujando un carrito de bebé, haciendo esfuerzos para no correr, mientras gritaba “¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme!” Jeremiah se fue acercando a la mujer intentando ayudarla. El torbellino aumentó, sintió que el viento lo golpeaba en el estómago, y cayó al suelo tratando de recuperar el aire. Cuando logró finalmente levantarse, la nube se había alejado y todos habían desaparecido, inclusive la mujer que empujaba el carrito de bebé.
En ese momento escuchó el gemido de otra mujer, aunque no la veía por ninguna parte. Caminó tratando de orientarse por los gemidos, finalmente descubrió a la mujer sentada en un zaguán. Tenía las piernas manchadas de sangre. Jeremiah le tendió la mano y consiguió que se pusiera de pie.
En ese momento vieron avanzar a varias personas encabezadas por un bombero que daba instrucciones mientras lloraba. Una de las personas le explicó a Jeremiah que el bombero lloraba porque había perdido a ocho de sus compañeros.
–Ahí hay un restaurante– dijo el bombero a las personas que escoltaba. –Yo tengo que reportarme a mi unidad.
El piso del restaurante estaba cubierto de cristales rotos. Un hombre se dirigió a una nevera muy grande, la abrió, y extrajo varias botellas de agua mineral que fue repartiendo entre las personas que ingresaron al local.
Jeremiah se quitó la máscara, bebió un poco de agua, y luego la dejó caer en su cabeza y en los ojos. Enseguida tomó el teléfono celular y llamó a la oficina. Uno de sus compañeros le dijo que le contara todo lo que se le ocurriera. Él tomaría el dictado. Los detalles centrales ya los tenían. Necesitaban notas de color.
Jeremiah contó lo que había visto. Podía escuchar como telón de fondo el repicar de los teletipos, voces demasiado estructuradas que debían provenir de los televisores encendidos.
Cuando terminó de dictar preguntó a su compañero si se sabía algo de lo ocurrido.
–El primer avión se estrelló a las 8:46 de la mañana – informó el periodista a Jeremiah. –Era un avión de American Airlines. El segundo se estrelló a las 9:03.
–Recién cuando llegué al hotel Milenium me enteré que el segundo avión se había estrellado – dijo Jeremiah.En ese momento pensó en Ana Luisa. En tres horas más llegaría a Los Angeles.
–Fueron secuestros aéreos. Los aviones tenían como destino original Los Angeles– dijo su compañero.
Jeremiah tuvo una desagradable corazonada. –¿De donde salieron? –preguntó.
–Del aeropuerto Logan, en Boston.
Jeremiah sacó de un bolsillo del pantalón la información que le había enviado Ana Luisa. El avión debía partir del Logan a las 7:59 de la mañana. El número del vuelo era el 11. El vuelo 11 en el día 11. Revisó el número de habitación del hotel donde Ana Luisa había hecho las reservas. Si todo iba bien, Ana Luisa llegaría a Los Angeles después del mediodía. Jeremiah llegaría cerca de las 8:00 de la noche. Ana Luisa había prometido esperarlo en el aeropuerto.
Logan era uno de los aeropuertos más activos de Estados Unidos. Cada cinco minutos partía un avión, pensó Jeremiah. Tal vez Ana Luisa había tomado otro avión. Ni por un momento creyó en sus consuelos. Su compañero le preguntó si había concluido.
–Por ahora sí. Haré otra recorrida y volveré a llamar.
Jeremiah volvió a guardar el celular en el bolso y tomó más agua. En el local, un hombre joven sujetaba la mano a una niña muy pequeña, debía tener dos, tres años de edad. La niña lloraba. Un anciano competía en llanto con la niña, lloraba de manera incontrolable. Dos hombres se acercaron al anciano y lo calmaron. La niña dejó de llorar.