ROBERTO GIUSTI –
Resulta trágico, para quienes creen en la democracia, que la oposición no termine de deponer sus diferencias “metodológicas” y desperdicie su potencial social, sumida en la disputa estéril, cuando el país espera y desespera por la existencia de una referencia clara, sólida y creíble que encauce y le dé forma a un descontento que, por ahora, no encuentra salida
La estupefacción, cuando no la pasividad o, peor aún, la indiferencia y hasta la impotencia, en algunos casos, ha sido la reacción de todo el país ante la convocatoria de unas elecciones chimbas que, lejos de resolver el caos y la miseria imperantes, los agravarán hasta lo indecible.
Ocupada en tareas mucho más terrenales, como la búsqueda de los tres golpes diarios, la gente no tenía tiempo ni ganas de andarse preocupando por los resultados de un diálogo de sordos entre dos lejanas y borrosas facciones del mundo político. Facciones cuyos representantes asistían a interminables y estériles negociaciones con el estómago lleno y aseguradas las dos papas diarias para el control de la tensión, su Mal de Parkinson o cualquiera de esas minucias por cuya carencia los venezolanos están dejando la vida a diario.
EL CIERRE DEL CAMINO ELECTORAL
No obstante, es una realidad palpable que la gente está dispuesta a hacer lo necesario para sacarse de encima tanta fatalidad y ya casi resulta una perogrullada otorgarle la razón a aquellos dirigentes de oposición que advierten sobre la necesidad de construir una mayoría sólida para proceder luego a decidir qué estrategia debe definirse en dirección al cambio político. Esas simplezas, que muchas veces, por lo elemental de su planteamiento, pasan desapercibidas, se convierten en la causa de los desencuentros, estos sí, trágicos, que la realidad le impone a la alternativa democrática venezolana.
Está visto, para citar apenas el ejemplo más reciente, cómo fueron Nicolás Maduro y los hermanitos Rodríguez, quienes, con su anuncio de comicios adelantados, cerraron el camino electoral a los factores democráticos, siendo que estos tienen, con holgura, el apoyo de una sociedad hastiada de sufrir y dispuesta a defender en la calle sus derechos políticos.
LA SALIDA Y LENIN
La diferencia en cuanto al método de lucha, elemento que el caso de los marxistas ha implicado los grandes cismas entre los partidarios de la violencia como herramienta para la toma del poder y aquellos que se acogen a las formas democráticas, la determina el caudal del apoyo popular que se pueda tener y la única forma de pasar por encima de esa realidad política, convertida en dificultad esencial, es acudiendo a un atinado aprovechamiento de la coyuntura y a la existencia de una disciplinada organización de cuadros y agitadores que conviertan en asonada popular lo que en principio era la conjura de un grupo de exaltados. Así procedió Lenin, líder de una facción bolchevique minoritaria, en el abigarrado panorama pre-revolucionario y ya sabemos todo lo que vino después.
La Venezuela agobiada de principios del siglo XXI no calza, para nada, en los moldes de la agonizante Rusia zarista de los inicios del siglo XXI, pero, a veces, los esquemas se reproducen, en medio de sus variantes, con curiosa fidelidad. Así, es posible explicarse el surgimiento de movimientos como La Salida, que se produjo inmediatamente después de una derrota electoral (municipales de diciembre de 2013), es decir, en el momento menos indicado y cuando todo parecía indicar que el chavismo había recuperado parte del terreno electoral que perdió en abril del mismo año 2013.
Una minoría muy combativa intentó calentar la calle y agitar la mayoría para luego, ante una rebelión nacional, incluyendo al estamento militar, forzar los cambios. Luego, en el 2017 y como reacción nacional ante la liquidación del poder legislativo, vinieron las jornadas de protesta nacional, con una participación mucho más nutrida y sostenida desde abril hasta julio, con saldo de 140 muertes, miles de heridos y de presos. No se logró, en ninguno de los dos episodios, ni revocatorio, ni elecciones, ni liberación de todos los presos políticos, sino unas elecciones hechas a la medida de la clase dominante.
NI MINORÍAS, NI MAYORÍAS
Quedó demostrado, entonces, que el cambio político (al menos en nuestro país) no se logra con una minoría, por muy activa que se muestre, ni tampoco con una frágil mayoría, en un país donde un gobierno, igualmente minoritario, actúa como si tuviera el apoyo del 90% de la población, amparado en el uso discrecional de todos los poderes y el apoyo incondicional de las fuerzas armadas. Por eso resulta trágico, para quienes creen en la democracia, que la oposición no termine de deponer sus diferencias “metodológicas” y desperdicie su potencial social, sumida en la disputa estéril, cuando el país espera y desespera por la existencia de una referencia clara, sólida y creíble que encauce y le dé forma a un descontento que, por ahora, no encuentra salida.
Roberto Giusti, periodista venezolano. Escribe desde Oklahoma, EEUU.