JOSÉ ALBERTO OLIVAR –

Pudieron ser más de cien o tal vez más de mil los caídos en los enfrentamientos ocurridos durante el último trecho que condujo al desmoronamiento de la dictadura militar, la madrugada del 23 de enero de 1958. Aun si hubiesen sido tan solo siete las víctimas mortales, todas ellas representan la cuota terrible e inevitable que las sociedades se ven obligadas a pagar por el preciado don de la libertad.

Entre las luces y sombras que conforman el pasado venezolano, resalta el funesto historial de hombres y mujeres que perdieron sus vidas, de una u otra forma, en jornadas a veces un tanto olvidadas o, peor aún, usufructuadas por quienes no aportaron casi nada en el ulterior desenlace.

La huida del dictador de turno aquel temprano 1958 así lo refrenda. A simple vista, todo parece reducirse a la manida expresión de la “unión del pueblo y las Fuerzas Armadas” que como suerte de alquimia colectiva hizo posible, lo que hasta entonces parecía imposible, la caída de la dictadura.

Pero en ese lugar común, parece dejarse de lado, el sacrifico individual de los presos políticos, los desaparecidos, los torturados con saña y los combatientes que en la calles y cerros de Caracas arrojaron el miedo a un lado para hacer frente a las fuerzas represivas del régimen que en todo momento de la Historia, actúan de forma inclemente y desproporcionada.

Correspondió a la juventud de la hora, asumir un papel estelar en la faena libertaria. Desde el primer trimestre de 1957, la muchachada de algunos liceos señaló la hoja de ruta que debía seguirse en los meses venideros. Así surgieron los “mítines relámpago” que entre consignas y volantes furtivos, cumplieron la función de aguijonear el letargo en que había caído el resto de población.

Y es que los venezolanos también a su turno, padecieron los rigores del miedo y el inmovilismo inducido por el despotismo. Aquella sensación de crudo pánico, era reforzada por la convicción de que todos eran infidentes. Así lo describe el historiador Alfredo Angulo Rivas: “La desconfianza se extiende hasta dentro de los círculos familiares, los hermanos a menudo temían de sus hermanos y los padres de sus hijos (…) El régimen daba la sensación de tener espías en todas partes, en todos los grupos y en todos los estratos de la sociedad (…) Nadie estaba exento de ser vigilado, acusado o delatado”. Para colmo de males, los funcionarios de la temida Seguridad Nacional (SN), tenían licencia para cometer cualquier tipo de bajezas que infundían mayor aprensión. Todo parecía indicar que la posibilidad de cambio resultaba nula.»

La resistencia clandestina lucía diezmada por los certeros golpes de la policía política. Los asesinatos y torturas estaban a la orden del día. Empero, los meses que antecedieron al 23 de enero de 1958, representaron un punto de inflexión que desencadenó fuerzas hasta ese momento inimaginables, las cuales echarían por tierra la cruenta dictadura.

1957 no solo representó el último año del período fijado por la espuria Constituyente que eligió a espaldas de la voluntad nacional al dictador, sino que además fue un año en el que dentro y fuera de Venezuela se presentaron condiciones particulares, cambios de estrategia que forjaron alianzas hasta entonces inverosímiles, las cuales alteraron un escenario aparentemente inexpugnable.

Con frecuencia la cercanía de la fecha límite de los períodos presidenciales, suelen representar momentos de gran tensión no solo para los aspirantes a la sucesión, sino para quienes detentan el poder y no muestran disposición de apartarse del mismo. La tentación continuista ha sido desde siempre, la piedra de toque que la más de las veces se ha llevado por delante a sus patrocinadores.

Lecciones de aquel lejano 23 de enero de 1958 ¿Qué hacer? Era la pregunta que saltaba en medio del desasosiego y el estupor. Venezuela había sido puesta de rodillas. Entre los aspectos que anota en sus relatos un testigo de la época, Simón Alberto Consalvi, hay uno que nos llama la atención: “en un país de larga tradición de golpes de estado y deposiciones violentas, nunca se había llevado a cabo un golpe de estado utilizando los mecanismos del poder legislativo”. En efecto, el dictador ante la disyuntiva de admitir la convocatoria a elecciones o saltarse su propia Constitución, decidió jugársela e hizo aprobar por su dócil Congreso, una ley electoral que estableció la figura de un PLEBISCITO en que sólo él tendría participación.

De manera que ante un resultado cantado de antemano y avalado por la institucionalidad del Estado controlada desde Miraflores, los venezolanos lucían atrapados en un laberinto sin salida.

Sin embargo, a nuestro modo de ver, la clave del éxito para la dirigencia política que le hacía frente a la dictadura, lo constituyó entender que la lucha debía regirse bajo el signo unitario, sin apetitos personalistas o de grupo, atrayendo a importantes factores disconformes con la situación e incrementando la capacidad de combate de los cuadros de estudiantes y trabajadores sumados a la causa.

Si bien, el resto de la población podía mostrarte timorata o apática, lo importante era quebrar el miedo colectivo, desconcertar al régimen y minar sus bases de apoyo. Las dictaduras suelen alardear de la consecución de una paz social y política que le es irrealizable por otros medios que no sean el terror y el crimen. Pues, justamente se trata de arrebatarle esa presea, sacudiendo la alfombra del inmovilismo. No hay duda que tamaña osadía luce arriesgada y suicida pero insalvable.

Así quedó patente en la historia, la audaz decisión de conformar la Junta Patriótica que vino a convertirse en el catalizador de uno de los grandes temores que embarga a los personeros del oprobio, la organización de un núcleo duro de oposición con clara vocación de poder.

Y esto es importante subrayarlo, cuando no hay verdadera vocación de poder, simplemente se transita por la senda inexcusable del yerro y aún peor de la connivencia. Desear el poder, ejercer el poder, es el móvil de todo político que se precie de tal, pero no se trata del poder en su acepción individualista, sino como medio para alcanzar los fines de la sociedad. Y en el caso de Venezuela, los políticos de verdaderas convicciones democráticas están obligados a erigirse en líderes aptos y competentes para el ejercicio democrático, de manera de ofrecer un referente válido a la sociedad que aspiran conducir. De ahí que sea oportuno recordar a James Bryce cuando afirmó: “Tal vez ninguna forma de gobierno necesite de grandes líderes tanto como la democracia”.

Esas son parte de las lecciones que podemos extraer en este nuevo aniversario de la gesta del 23 de enero de 1958. Asimilarlos a cabalidad puede constituirse en poderoso aliciente para la dura jornada ciudadana por la que transitamos en esta nueva lucha por la democracia. Una nueva página se está escribiendo en nuestra historia y el colofón de este episodio dependerá de que tan dispuestos estemos de impedir a que nos arrebaten el futuro.

Imprescindible es volver a consustanciar a los venezolanos con un proyecto democrático, de profundo contenido social y económico, sin que ello signifique insistir en las prácticas populistas que tanto daño ha hecho a la sociedad. Se trata de actuar con la coherencia debida, en sintonía con las necesidades verdaderamente sentidas por la población.

Enero de 1958 representó eso que justamente se hace urgente rescatar, la esperanza en que no todo está perdido, la fe en la Democracia como el mejor instrumento para vivir en armonía y sentirnos dueños de nuestro propio destino. Al respecto, Giovanni Sartori, escribió: “La democracia es el más atrevido experimento que sobre la fe del hombre se haya intentado o pueda intentarse jamás”.

Dura tarea la que se viene por delante, pero no menor fue la que asumieron con entereza los hombres y mujeres del ‘58. A ellos, sobre todo a los caídos por las balas del esbirro de ayer, vaya este modesto homenaje.

Hoy cuando la Democracia en Venezuela es por decir lo menos una ficción, cuando lo que impera es un Estado Cuartel con prácticas totalitarias de descarnado propósito genocida, el desafío se torna en epopeya. Y por más obstáculos o riesgos que haya que sortear, ahí está la historia, no solo para rememorar estos pasajes añejos, sino para enseñarnos que esas maquinarias de odio, por más poder que ostenten, siempre tienen sus días contados.


Discurso con motivo de la conmemoración del 60° aniversario del 23 de enero de 1958, en el acto organizado por la Comisión Puntofijo 60 años después, en el auditorio del Colegio de Ingenieros de Venezuela, Caracas, 23 de enero de 2018.


José Alberto Olivar, historiador venezolano. Escribe desde Caracas.

 

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