EVARISTO MARÍN –
El color del Orinoco anda en las colosales esculturas de Pedro Barreto. Esos marrones amarillentos y rojizos, esos amarillos oscuros. Cuando se despide de Tokio, luego de dos años de aprendizaje de técnicas japonesas para arte con materiales de desecho, el escultor deltano sorprende con las espectaculares formas que da a los trozos de madera, enviados por algún familiar. Las maderitas llegan al Japón, por barco, vía Trinidad, desde la muy lejana Tucupita. La madera del Delta Amacuro, convierte la creatividad del artista en pura y total genialidad. Eso maravilla a los profesores.
Pedro Barreto y Gladys Meneses, él escultor, ella pintora y grabadora, sobresalieron como notables artistas, desde la tropical latitud geográfica de Lechería, en las azules costas del oriente venezolano. Premios nacionales en las artes plásticas. Participantes en grandes exposiciones individuales y colectivas. Compartieron juntos muchas afinidades –hasta en matrimonio estuvieron unidos, por largo tiempo– pero ninguna otra los maravilló tanto como la de ser hijos de esos acuáticos territorios deltanos.
Esos colores del Delta del Orinoco, también cabalgan en el tenaz arte pictórico y escultórico de Alirio Palacios, desde su niñez de Volcán y Tucupita, en el Caño Mánamo, hasta la magia deslumbrante de sus caballos de acero, en su taller de Nueva York. Le apasionan el diseño gráfico, las letras de imprenta, el dibujo, la pintura, el grabado, pero la escultura y sus formas diversas es lo que cautiva más su excelsa y recia creatividad. Con sus caballos, Alirio se ve impetuoso, raudo, tan feliz como cuando de niño remaba por los caños del Delta en curiara.
Al abrir una exposición en una de las grandes galerías de Bogotá, el escultor Joaquín Latorraca –hijo del recordado periodista del mismo nombre– puso de relieve su admiración por el Orinoco. No es de extrañar, por tanto, que Latorraca sienta el embeleso de ver navegar sus obras flotantes, de múltiples y originales formas, sobre la furia caudalosa de las aguas del río. Hojarasca de selva, tonos ocres y rojizos, mezclados con verdes, grises y anaranjados. De todo eso hay en la obra de este gran artista abstracto de Ciudad Bolívar.
La magia que ejerce el Orinoco sobre sus artistas, está muy presente en su toda su actividad creadora. El río es inspiración, espacio, color, poesía. “El Orinoco de luz torrencial”, que Lucila Velásquez, dejó como un signo espiritual de lluviosa abundancia, en la letra del himno de la Universidad de Oriente, consigue en ellos la fuerza hermosa y admirable de lo sublime.
Pintando carteles para los cines locales, cuando era apenas un muchacho, Jesús Soto dio en Ciudad Bolívar sus primeros brochazos. Los grandes estrenos de Hollywood estaban con sus llamativas letras en aquellos rústicos carteles de papel de estraza. Soto pintaba sus carteles de cine a pura brocha. Las vaqueras del oeste. Las comedias y musicales norteamericanos que se exhibían en las pantallas del cine América, debajo de los altos pisos de madera del hotel Angostura, en el Paseo Falcón. Azulillos y otros tintes, de rústica fabricación, sustituían a la pintura, por puro ahorro de costo, en un oficio por el cual los cines pagaban muy poco. El muchacho artista que era Soto ponía mucha magia en sus carteles cinematográficos. El gran complemento era poder entrar, gratuitamente, a las funciones. Su destreza para darle vistosidad a esos carteles le ahorraba el valor del boleto de entrada. El nació en un barrio pobre del Orinoco, hace ahora cien años, en 1923.
Soto, se va de Ciudad Bolívar, a los 19 años, a estudiar artes plásticas en Caracas, en 1942. Está becado por el gobierno del Estado Bolívar. Recién egresado, en 1947, se convierte en el muy joven director de la escuela de artes plásticas en Maracaibo y de allí –gracias a otra beca oficial– se va a París, en 1950.
En esos años de su comienzo en Francia, muy lejos aún de la fama que le da el ser un gran genio del arte cinético, con sus espectaculares y multicolores monumentos móviles, Soto embrujó a París con su guitarra. La “Natalia” de Antonio Lauro y otros valses de autores guayaneses están en su repertorio. Aplausos y propinas premian sus actuaciones y lo convierten en una celebridad en los grandes cafés de Montmartre. A veces, el joven y flaco guitarrista, de desordenada cabellera y abundante bigote, se hace acompañar y canta en dúo con Aimée Battistini, escultora de su Ciudad Bolívar, radicada desde mucho antes en París. Ella es su guía, su protectora, su gran apoyo en el aprendizaje del francés. El joven guitarrista es musicalmente muy expresivo en dulce y castizo español. Muy pronto comienza a guturear en rústico francés algunas de las canciones de la famosa Edith Piaf, la alondra de París. Los aplausos premian su tenaz perseverancia.
Para Aimée, no faltan las serenatas. Soto la sorprende, con esos tonos de guitarra que le recuerdan mucho a los de Alejandro Vargas, en la Guayana de su infancia y juventud. Soto el guitarrista, Soto el músico, Soto el cantor, le dan sustento económico al melenudo y bigotudo Soto pintor. En París los cines no improvisan carteles con papel de estraza.
Llegando a Ciudad Bolívar
me dijo una guayanesa
que si comía la zapoara
le botara la cabeza.
Me la comí, que atrocidad,
puse la torta, por mi terquedad.
Esa canción del margariteño Francisco Carreño, surge a veces, cuando ya los vinos, en Montmartre, encienden el corazón de la bohemia.