VÍCTOR SUÁREZ –
Un opulento señor italiano salía de noche en televisión con un fajo de papeles en mano. Sin pausas, nombraba a Francesco, que ubicaba en Montesano (La Guaira), a Matteo, que labraba en Turén, a Lucca, aparejador en el paseo de Los Próceres, a Isabella, que tendía las camas en el hotel Flora. Durante dos semanas mencionó a miles de sus paisanos. Tutti voi mi deve portare il cartellino rosso, ordenaba, con aura de patrón absoluto. ¿Quién es ese? Mi padre explicaba que se llamaba Filippo Gagliardi, el gran constructor de los tiempos de Pérez Jiménez que intimidaba a la inmigración italiana para que votara en el plebiscito que había sido convocado para el domingo 15 de diciembre de 1957.
Los empleados públicos también estaban aterrados. Se les exigía que al volver al trabajo el lunes debían entregar el sobre con la tarjeta roja, en señal de que efectivamente habían sufragado por la tarjeta azul, la que concedía al dictador cinco años más de mandato presidencial (1958-1963). La empresa privada, que chupaba de lo lindo, acudía al mismo expediente con sus trabajadores. La Seguridad Nacional vigilaba a los renuentes, que en sordina eran mayoría.
El mayor del ejército Marcos Pérez Jiménez había dirigido el golpe militar que en octubre de 1945 derrocó a Isaías Medina Angarita, y en el 48 lo volvió a hacer con el Maestro Gallegos. En 1952 desconoció la voluntad popular en las elecciones de una Asamblea Constituyente que él mismo había convocado y se declaró dictador, en nombre de las Fuerzas Armadas. En la víspera de nuevas elecciones presidenciales, encuadradas en la Constitución Nacional, en 1957 cambió las reglas de juego. En lugar de elecciones libres, directas, secretas y universales, en noviembre hizo aprobar un proyecto de Ley de Elecciones que instauraba un plebiscito para determinar si se estaba de acuerdo con las ejecutorias del régimen y, por consiguiente, si la población consideraba que la persona que estaba ejerciendo la Presidencia de la República en ese momento, debía ser reelegida.
Como sucede a veces en la historia de los pueblos, lo que fue aborrecido alguna vez, en otro momento, sin pudores, podría ser asumido como pieza valiosa en la estrategia política. La oposición al régimen no estuvo de acuerdo con la Constitución de 1953, la cual regularizó la situación del coronel Pérez Jiménez, que pasó así de Presidente Provisional a Presidente Constitucional. Tampoco estuvo de acuerdo con el Estatuto Electoral que rigió las elecciones fraudulentas de 1952.
Pero para entonces la oposición (clandestina, encarcelada o en el exilio) enarboló y defendió esa Constitución por cuanto ella establecía que la renovación de los poderes públicos debía hacerse cada cinco años mediante elecciones. Y el mandato presidencial culminaba en diciembre. A partir de la pastoral de monseñor Arias Blanco, el primero de mayo, los partidos políticos salieron del letargo en que los había sumido la bestial represión. Los estudiantes se alborotaron y en noviembre las huelgas y las movilizaciones conocieron su clímax. Los trabajadores y los gremios profesionales también. Una Junta Patriótica había surgido de los sanedrines.
Los ideólogos del Nuevo Ideal Nacional habían cometido un error, señala el historiador José Alberto Olivar Pérez. «A diferencia de otros gobernantes que se perpetuaron en el poder a lo largo del siglo XIX y principios del XX -dice en un análisis del plebiscito del 57-, en esta ocasión los partidarios del régimen no previnieron a tiempo el desenlace de un período constitucional iniciado bajo la mascarada de unas elecciones fraudulentas. Por el contrario, se mantuvo el voto universal, directo y secreto para escoger al Presidente de la República, logro reivindicativo que los desplazados por el golpe militar habían establecido en la Constitución de 1947».
De manera que «pese a las insidiosas reglamentaciones establecidas en el Estatuto Electoral, que limitaba el derecho al voto sólo a los mayores de 21 años, regulaba la libertad de expresión y de asociación en partidos políticos e impedía la representación de estos últimos en los organismos electorales, la oposición organizada en torno a la Junta Patriótica estaba dispuesta a participar en una justa electoral en donde la mayoría del electorado tendría la última palabra».
Ante la perspectiva de la reedición de una derrota electoral, el cambio de las reglas fue decidido en volandas. Su Constitución se convirtió en letra muerta. Su plebiscito no permitiría la participación de partidos, las manifestaciones estaban prohibidas, las universidades clausuradas, no existía debate democrático, los medios de comunicación seguirían a merced de la Comisión de Examen de la Prensa y de la Comisión Nacional Supervisora de la Radio, el Consejo Supremo Electoral dictaría las medidas más convenientes al régimen y los organismos represivos aumentarían sus esfuerzos para acallar y apresar a la disidencia, incluyendo esta vez tanto a los curas alebrestados como a los titubeantes socialcristianos.
La organización de la sociedad en sindicatos, ligas campesinas, gremios profesionales por rama de industria o saber, partidos políticos, logias intelectuales, etc., era considerada factor de disgregación social que no concordaba con la doctrina hegemónica oficial. El general de división Pérez Jiménez pensaba que «la presencia en el poder de partidos políticos era perjudicial por cuanto ellos no conocen a fondo los problemas nacionales, ni sus soluciones, no constituyen fuerza política y son factores de desunión». «Llevarlos al poder equivaldría a que la conducción del país quedaría a cargo de los menos capaces», sentenciaba.
El ministro de Relaciones Interiores, Laureano Vallenilla Planchart, super yo de la dictadura, decía que «el gobierno prefiere auspiciar una consulta popular apartidista antes de estimular a las facciones y organizar artificiosamente desde el poder una agrupación política para torcer opiniones y comprar conciencias con fondos que no pueden destinarse sino a los fines propios del Estado».
El hegemón no soportaba a los partidos pero funcionaba una agrupación llamada Frente Electoral Independiente (FEI) que aupaba y subvencionaba el régimen. No quería facciones, pero manipulaba sin desmayo a las colonias de inmigrantes españoles, portugueses e italianos, que para entonces ya eran casi medio millón en el país. El estatuto electoral estableció que los extranjeros tendrían derecho a voto con apenas dos años de permanencia en el país.
El plebiscito no solo permitiría reelegir a Pérez Jiménez sino que de paso aprobaría a ciegas las listas presentadas por el gobierno para designar a todos los diputados al Congreso Nacional para el período 58-63.
Llegó el domingo 15 de diciembre y el plebiscito se realizó. El escrutinio oficial estableció que 72,71% de los votantes habían dicho sí al continuismo.
Sin embargo, dice el historiador Olivar Pérez, «ante el evidente estado de insurgencia popular en las calles, el malestar en los cuarteles y la incorporación a última hora de sectores económicos, la caída de la dictadura se hizo inevitable».
Ello ocurrió apenas 39 días después de esa «clamorosa» victoria del Nuevo Ideal Nacional.
Oiga usted, cómo suena la clave…