Newton y la gravedad

OMAR PINEDA  Afirmaba no sin razón la poeta Sylvia Plat que la noche esconde espuelas, atesora secretos para el viajero que se aventura a solas hacia rutas insomnes. Una tarde Newton -creo haberles mencionado que en mi barrio hubo un muchacho que extravió el contacto con la realidad tras haber ingerido unas píldoras de LSD- se me acercó en la parada del autobús y me aseguró que había estado unos segundos a mi lado, pero que yo no lo había visto porque sencillamente se había vuelto invisible. “Oye, verdad, con razón yo sentí que estaba alguien aquí pero no lo veía”, le contesté para seguirle la corriente y con evidente actitud de sorna tratando a su vez de aguantar la risa.

No obstante Newton, que así le decíamos debido a su excepcional inteligencia, desenmascaró el tono de mi burla, y en un acto supremo para desafiar mi incredulidad anunció que se pararía delante del próximo autobús que estaba por arribar. Esta vez no supe cómo reaccionar y quedé paralizado por el temor de que fuera yo la persona designada a contarle a sus padres los últimos minutos del chico más inteligente de la calle. Pero el conductor del bus frenó a tiempo y Newton no pudo demostrarme su cualidad especial porque, para mayor afrenta, el hombre descendió de la unidad con tan mal humor que le formó tremendo lío y movido por la indignación casi le da unos golpes.

Así que quedó demstrado y frustrado el plan de la invisibilidad de Newton, subí al bus y dejé al pobre chico mirándome paralizado, triste, algo decepcionado. No supe de él por tres días cuando lo encuentro mallugado, como si hubiese rodado por un barranco, de modo que le pregunté qué carajo le había ocurrido.“Chamo, después que te fuiste me le atravesé a otro autobús y de vaina no me mata”, confesó con más vergüenza que congoja. “¿Qué te demuestra eso, Newton?”, le pregunté yo asumiendo aires de profesor que deja que sea el alumno quien saque sus propias conclusiones de su errónea operación.

Entonces Newton, aún provisto de una invulnerable inocencia, me respondió “Tranquilo, Pineda, que esta vez estoy seguro que puedo vencer la gravedad”, y miró hacia lo alto del bloque tres y se despidió con una sonrisa. Yo me alejé preocupado hacia la casa, y esta vez fui yo quien retó a Dios para que me probara todo su poder y si no podia evitar que ese pobre adolescente de trece años se escoñetara, al menos no fuese yo el mensajero designado para contarle a sus padres que su hijo Gabriel había desafiado sin suerte la inquebrantable ley de la gravedad.

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