JOSE ALBERTO OLIVAR –
Lo que comúnmente se conoce como la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, no fue otra cosa que la primera experiencia de gobierno corporativo asumido por las Fuerzas Armadas en Venezuela, durante el decenio 1948-1958. De acuerdo a los preceptos teóricos del historiador Amos Perlmutter, el espíritu de cuerpo que da cohesión a los integrantes de la institución militar está fundamentado en la percepción que tienen los oficiales profesionales de sí mismos sobre el elevado papel a cumplir dentro de la sociedad.
Ese actuar corporativista en la que los jefes militares de la década de los cincuenta se asumían como primus inter pares, en su propósito de gobernar en común acuerdo y poner en práctica su versión en torno al proyecto de modernización requerido para Venezuela, comenzó a ser desestimado por Pérez Jiménez a medida que sus acólitos le hicieron creer que él era el único jefe del país, tal como había sido bajo la dictadura del general Juan Vicente Gómez (1908-1935).
Llegado el año 1957, último del período prescrito en la Constitución de bolsillo, elaborada por una espuria Asamblea Nacional Constituyente en 1953, todo indicaba que la dictadura militar las tenía todas consigo para prolongar su hegemonía. El miedo y el inmovilismo social inducido por los esbirros del régimen así lo confirmaban.
No obstante, aquel estado de postración en la que parecía sumido el país se vio alterado, cuando un conjunto de condiciones de orden interno y externo conmovieron aquel impertérrito escenario. La vocación de libertad de los venezolanos se puso a prueba, al darse a conocer la decisión del dictador en turno de saltarse su propia constitución y establecer la figura de un PLEBISCITO en que sólo él tendría participación.
Aquello no solo fue una burla para la sociedad venezolana, sino un desaire para sus camaradas de armas que veían como el supuesto gobierno de las Fuerzas Armadas devenía en un régimen policíaco que irrespetaba la preponderancia de sus principales sostenedores. De manera que la unidad militar de los cuadros altos y medios se fracturó de forma insalvable, pese a que Pérez Jiménez logró consumar su maniobra, recurriendo al fraude electoral el 15 de diciembre de 1957. A las pocas semanas se exteriorizaron las contradicciones internas, azuzada por la rebelión ciudadana contra la dictadura que condujo al 23 de enero de 1958, el cual fue la puntillada final que buscó lavar el honor de la institución castrense y abrir las puertas a una transición política negociada con las principales fuerzas vivas del país.
Sesenta años después los venezolanos nos encontramos en una nueva encrucijada, donde si bien no hay lugar a la manida tendencia de ver repeticiones históricas inverosímiles, si podemos establecer algunas similitudes que nos pueden servir de parámetro para guiar nuestra actuación en el presente y futuro inmediato.
La tentación continuista ha sido, desde siempre, la piedra de toque que la más de las veces se ha llevado por los cachos a sus patrocinadores. En 1957 los dirigentes de la oposición clandestina han debido preguntarse ¿Qué hacer? Venezuela había sido puesta de rodillas. Para salir de ese laberinto, lo medular fue entender que la lucha debía regirse bajo el signo de la UNIDAD.
2017 quedará inscrito en los anales de la Historia como el año en que los venezolanos libraron una heroica jornada, no contra un hombre o una camarilla en el poder, sino contra un proyecto hegemónico en el que se entrelazan el pretorianismo inmanente en un sector de la oficialidad militar y la vocación totalitaria de rezagos políticos de inspiración marxista-leninista, a los cuales se les adhieren poderosas mafias delictivas.
La Asamblea Nacional Constituyente convocada por Nicolás Maduro en mayo pasado, no es más que un capítulo más en el largo proceso de destrucción institucional que comenzó desde 1999. Los acontecimientos desatados por las sentencias golpistas 155 y 156 de la sala constitucional del TSJ, que resultaron “corregidas” tan ilegalmente como fueron emitidas en su versión original, sirvió de impulso para que la sociedad venezolana saliese del letargo en que había caído luego del infructuoso diálogo entre el gobierno y representantes de la oposición en noviembre de 2016.
Durante más de cien días de protesta nacional, animada por el ímpetu de una juventud negada a que le arrebaten su futuro, la dictadura se ha mostrado tal cual es, un régimen forajido que cubre con sangre sus pérfidos negocios. Tal Asamblea Constituyente guarda en sus entrañas el vil propósito de disolver la Asamblea Nacional, destituir a la Fiscal General de la República y a todo aquel “chavista dudoso” que les venga en gana acusar. De igual modo, remover gobernadores y alcaldes opositores, intervenir aquellas Universidades Nacionales de donde ha surgido el indómito movimiento estudiantil que enfrenta al régimen.
Pero además de lo anterior, esa Asamblea Nacional Constituyente busca blindar la suscripción de contratos de interés público que el régimen celebre con entidades extranjeras, los cuales en condiciones normales debería pasar por consideración de la Asamblea Nacional.
El precedente existe, puesto que la Constituyente de 1999 hizo y deshizo con una mayoría aplastante. Pero eran otros tiempos. Por entonces había “amor y frenesí” en torno a una figura carismática, además de una oposición en desbandada. Ahora hay hambre y sed de justicia, nuevas frustraciones y poco que repartir. Aun así, la dictadura juega sus cartas, convencido de que a sangre y fuego impondrá a los venezolanos su perverso plan de perpetuación en el tiempo.
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José Alberto Olivar es doctor en Historia, profesor de la Universidad Simón Bolívar, Caracas.