ABEL IBARRA –
Sólo cuando viví la furia del huracán “Irma” entendí la justa potencia de la metáfora creada por García Lorca para medir el arrojo genital del torero Ignacio Sánchez Mejía. Empujado por el estado de alarma general, llené de cuanto comestible de emergencia cupiera en mi camioneta (el avituallamiento, que diría un cubano cabal) y de todo aparato que sirviera para paliar una eventual falta de energía, o cualquier otro inconveniente que ocurriera etcéteramente. Mi hermana había salido de viaje dos días antes (“overseas”, dice sin acento) y me quedé a cargo de los sobrinos y de una pareja joven que decidió acompañarlos a pasar el susto. Todos son unos tarajallos que más bien podían cuidarme a mí, pero la sangre llama (Corín Tellado dixit) y allí estaba yo dispuesto a mitigar con mi susto los embates de la señorita Irma.
Los informes meteorológicos de los noticieros televisivos fueron aterradores. Irma era más peligrosa que el legendario Andrew que devastó Miami en agosto de 1992. La señorita huracanada era del mismo tamaño de Francia o de Ohio y amenazaba con atravesar el estado de la Florida por la justa espina vertebral del miedo: desde Los Cayos hasta Atlanta, en el estado de “Georgia on my mind”, que canta Ray Charles con melancolía infinita. El gobernador, todos los alcaldes, todos los comisionados de todos los condados de este lugar que descubrió Ponce de León el “Día de la Pascua Florida” de 1513, daban instrucciones anglo-españolas a la población para resguardarnos del peligro inminente. Y éstas fueron cumplidas al pie de la letra con el mismo espíritu de Fuenteovejuna, es decir, de colectivo pujante, ergo, de país organizado que vela por la seguridad de su gente.
Fue ordenada la evacuación de varias ciudades y las autopistas del norte se atascaron con 5,6 millones de almas en busca de refugio. Los noticieros de todas las televisoras difundieron minuciosas explicaciones meteorológicas que llenaron de pavor cada centímetro de nuestra geografía. No era para menos, un huracán de tales dimensiones, de categoría 5, con un ojo de 70 millas, vientos de 200 ídem por hora y 16 de velocidad de desplazamiento, vaticinaban una destrucción sin precedentes.
Quedamos hipnotizados frente al televisor siguiéndole la pista al malhadado fenómeno hasta que una de esas interrupciones del “zapping” que salta de canal en canal, hizo que el optimismo emergiera como las esperanzadoras hojas de hierba de nuestro democrático Walt Whitman. John Morales, de la cadena NBC 6, pronosticaba que la temperamental Irma se desviaría hacía el Golfo de México, disminuiría la velocidad de los vientos a 155 millas y el ojo del huracán se reduciría a 40. Al final de la noche sin tiempo y con las lluvias apremiando sobre el condado de Miami-Dade, apagamos el televisor con la buena nueva de que Irma ya no nos golpearía directamente. Nos fuimos a dormir con la palabra huracán sobre la piel de gallina.
Fue un sueño leve que me remontó a la noche de los orígenes, cuando en el Popol Vuh, Tepeu y Gucumatz, los creadores, configuraban el mundo Maya auscultando las tinieblas, el Corazón del Cielo, que en quiché es nombrado como Huracán Caculhá, Chipi Caculhá y Raxa Caculhá. “Tierra dijeron, y al instante fue hecha” y, con ella, después de tres intentos fallidos, finalmente crearon al hombre de maíz que conforma esta historia de veces y reveses que llamamos América; el mismo maíz de la mazorca tembleque en que nos convertimos durante esos días terribles. Tres y media de la madrugada del domingo 10 de septiembre y suena la alarma del Messenger femenino que me sacó del ensueño precolombino y, luego de agradecer el gesto y de explicar hasta el detalle los efectos de Irma, volví a caer en duermevela. Fue un episodio pasmoso por el ruido unánime y aterrador de los vientos en torno a la casa, el golpeteo de la lluvia sobre las contraventanas y el crujir del techo que amenazaba con desclavarse y cobrar vida propia.
Un pito como de Juicio Final estalló en la casa en señal de que se había ido la luz. Nos levantamos todos, el más alto se empinó sobre una silla y desconectó las baterías de los sensores que nos aturdían, sólo para seguir aturdiéndonos con el ruido del huracán. Mi sobrina Mariana trató de mitigar el pasmo metiéndose en un habitáculo que está debajo de la escalera y vimos correr el tiempo con la lluvia y el viento azotando nuestros temores. Habíamos tenido suerte, el ojo de la Irma tormentosa pasó a 100 millas de Kendall y, sin embargo, cuando traté de explicarle a mi pana Alexis Ortiz cómo había sido aquello, sólo atiné a escuchar la voz de Federico García Lorca: era “como un río de leones”.
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Muy buena crónica sobre la terrible Irma, sobre todo para los que vivimos el frenesí durante esa semana aterradora antes de su llegada. Nos reflejamos en tu angustia. A mi me queda la certeza de que estoy en un país donde las instituciones funcionan y el ciudadano importa. Gracias Abel, tu descripción quedará para esta historia de venezolanos en Miami que un día habrá que escribir.
Gracias Elisa, si lo dices tú que eres una esritora formidable… un abrazo
Excelente querido Abel. Inmejorable la forma de narrar
Una abrazo grande querida y recordada Marlene desde los tiempos del liceo, te recuerdo clarito con tu «jumper» blanco y la camisa (blouse) decimos los gringos. Un abrazo grande
Muy bueno. Gracias!
Vaya manera de convertir a un huracan y al miedo en un abanico de poesía. Este texto es estupendo, felicitaciones mi querido Abel!!!!
Gracias Teresita, besos
Gracias Elisa, si lo dices tú que eres una esritora formidable… un abrazo
Debo de ser una desgraciada, porque mi experiencia fue absolutamente infeliz por lo que no sufrí bastante. Al día siguiente saqué a pasear al perro ajeno y no se mostró nada contento con los árboles caídos en Doral. Disfruté mucho de tu lección literaria adobada con terror y escrita magistralmente. Estás pintado ahí…
Gracias Mariahe, un abrazo