SEBASTIÁN DE LA NUEZ –
Una reseña crítica sobre la entrevista (primera parte) emitida el domingo en la noche por la Sexta TV, en España, donde Jordi Évole y Nicolás Maduro se enfrentaron a la hora señalada
La entrevista periodística no es lo que se verbaliza durante el encuentro de dos personajes, sino lo que finalmente aparece en el medio, sea escrito o audiovisual. Esto no es que lo diga yo sino gente como M.A. Bastenier, un referente para los periodistas españoles. La entrevista, género dialógico por excelencia, es una escena donde un personaje será indefectiblemente traicionado por quien le interroga. Pero una entrevista periodística no es, necesariamente, un acorralamiento ni un toma y daca. La tensión provocada puede convertirse en un repelente. El lector, o el espectador, no busca la angustia del conflicto (a menos que sea un redomado morboso); generalmente lo que busca es asomarse a una intimidad. Tan sencillo como eso.
En este caso, a la intimidad del poder.
La mejor actitud, en casos en que el entrevistado es un personaje poderoso y muy cuestionado púbicamente (o sea, un Nicolás Maduro), probablemente será aquella que animaba a Oriana Fallaci cuando en los años setenta llegaba ante el Shá, Kissinger o el general Von Giap: iba tras estos grandes de su tiempo buscando en qué se diferenciaban de ella, es decir, qué tienen o tenían de diferente respecto al común de los mortales.
A Jordi Évole, pendiente de hacer una buena entrevista, se le escapan la intimidad y la personalidad de Nicolás Maduro. Se le escapa el hombre encarcelado en sus propias y bochornosas contradicciones. Se le escapa todo excepto un par de certeros aguijonazos que el otro elude torpemente, tan torpemente como suele ser su talante en cualquier circunstancia. No es reveladora la entrevista. No se acerca al infierno que debe ser la vida cotidiana del presidente de lo que queda de Venezuela (o quizás no sea un infierno para él, pero en todo caso hubiese sido bueno acercarse a ese nivel donde el personaje se va despojando, por su propia cuenta, del guion aprendido junto a Villeguitas o de la mano de cualquiera de los cubanos o españoles que le merodean).
Cierto: a Jordi Évole, pendiente de hacer una buena entrevista tal como él ha aprendido que son las buenas entrevistas, se le escapa el personaje con un par de lugares comunes. Imbuido en su rol de acucioso inquisidor, sigue su propio cuestionario de cien preguntas (según dice Víctor Suárez en otra nota sobre este mismo suceso) y no permite que Maduro se lo salte, siquiera, para entrar en un terreno más cómodo, el de Cataluña. Más cómodo para Maduro, por supuesto. Quizás hubiese sido lo más aconsejable, dejarlo solazarse un rato.
Évole había estado anteriormente en Caracas dentro de su caracterización del “follonero”, papel con el cual comenzó su andadura pública de la mano del productor y comediante Andreu Buenafuente. “El follonero” era eso, una caracterización; atendiendo a la mejor acepción del término castizo, no llegó a armar follón alguno en Miraflores. Todo lo más llamó la atención del presidente Chávez a las puertas de Palacio, por la parte de atrás si mal no recuerdo: debe estar en YouTube. Tuvo el desparpajo de gritarle algo desde una considerable distancia, ya que no pudo saltarse el férreo cerco pretoriano, pero de ahí no pasó. Ahora que ha asumido un rol “serio” lleva el programa Salvados, de buena audiencia y con notable rigor. Un salto cualitativo, desde luego. Va con sus cámaras a lugares donde no van, o no tienen la oportunidad de ir, compañeros de su misma generación. Como Siria. En todo caso, a uno siempre le queda cierta duda acerca del comunicador social a quien no le importó, para darse a conocer, improvisar graciosos sketchs desde el auditorio de un late night show.
Uno no se puede poner en los zapatos de un entrevistador español que viaja a Caracas y debe esperar sopoticientas horas en un sitio bastante lúgubre, presidido por unos retratos que infunden no respeto sino temor. La entrevista, al menos la parte vista la noche del domingo 12, tiene sus méritos. Excelente que Évole le llevara la cuenta de sus chivos expiatorios (instituciones tan incuestionables como Cáritas, Transparencia Internacional y Foro Penal). Todo lo que al espectador le indique que el reportero está escuchando realmente al entrevistado para re-preguntarle o cuestionarlo, abona a favor. Mientras que todo lo que indique que se aferra al cuestionario predeterminado, va en contra.
Lo que funcionó como “previa” fue entretenido. También tiene sus méritos esa preproducción, por haber encontrado a los perfectos parroquianos escaldados. Las ondas hertzianas olían a autenticidad desde ese sitio de San Agustín; por eso a uno le sonó todo tan familiar y tan ingenuo. Tan baladí a estas alturas, incluyendo la frase final del exchavista: “Gobierno que no escuche al pueblo termina fracasando”.
Uno no se puede poner en los zapatos ajenos y de poco pueden servir ya los consejos… Pero ahí van: primero, nunca dejar pasar una ocasión para poner distancia. Maduro, en cierto momento, le dice que puede quedarse en Venezuela el tiempo que quiera, que él lo invita. He allí el meollo: así entiende Nicolás Maduro la libertad de expresión. Es su invitada de honor, con todos los gastos del erario público a disposición, mientras sea eso exactamente, su invitada de honor, y no una intrusa, no un tábano socrático. Évole dejó pasar esa linda oportunidad de pararlo en seco.
Y el otro consejo: es absolutamente lícito el trabajo de postproducción para insertar los bailecitos del Presidente en el momento en que habla de cuánto lamentó la muerte del joven David Vallenilla en La Carlota. Ha debido ocurrírsele justo en ese momento, a Évole, recordarle tales bailecitos. No fue así, cualquiera haya sido la causa (desconocimiento, prisa, nerviosismo o estar pendiente de la siguiente pregunta pautada). Pero para esas lagunas existe la postproducción.
Sebastián de la Nuez, periodista venezolano. Escribe desde Madrid (España)