OMAR PINEDA. Llegaron de madrugada. Alborotados y gimientes. Arrastraban su dolor por el pasillo. No esperaban recibir consuelo. Eran las 5:38 de la mañana de ese miércoles 6 de marzo que nadie olvidará. Ningún vecino se asomó por la mirilla de la puerta para curiosear. Entre el estupor y el bostezo, nuestra amiga Miriam, la del piso de abajo, les abrió. Habían viajado desde Guanare la noche anterior, luego de haber sido impactados por la noticia de que el Comandante los había abandonado. No durmieron durante el trayecto porque el inconsolable dolor y las curvas peligrosas que tomaba el autobús no eran para pegar el ojo.

 

Tanta era su aflicción que ni siquiera se bajaron para estirar las piernas cuando la unidad paró en la gasolinera y el restaurante de carretera que incita a los pajeros con el olor a café y arepas para mitigar el hambre. Es que el cielo se les había oscurecido por completo desde la tarde anterior cuando Nicolás Maduro transmitió al país la más triste de las noticias de la revolución. Llorando y abrazados a Miriam entraron en el apartamento. Todos en fila. Zoila, su marido Carlos y las hijas Laura y Liz. De última, Mamá Carmen, perdida entre sus pasos lentos de abuela y la memoria desgastada. Miriam escenificó un falso pésame para la prima, aunque estuvo a punto de gritarles que dejaran de gimotear, que este país se había jodido más de lo que ya estaba desde el día en que ese ahora cadáver llegó al poder. Pero se tragó las palabras, fingió también pesadumbre, les calentó café y les sirvió arepas con queso amarillo.

Zoila no comió. Se bañaron, vistieron de luto y de rojo. El marido de Zoila preguntó cómo llegar a Los Próceres y le adelantó a la prima Miriam que para evitarle molestias desde los mismos Próceres regresarían a Guanare. Cuando Miriam vio que eran las 8:36 de la mañana les informó que a esa hora ya pasan los taxis. Se puso un mono deportivo y les acompañó hasta la parada. Se subieron a un taxi pirata, un Caprice del 89, algo destartalado. Todos adentro y sin dejar de llorar porque el conductor también lloraba. Llevaba colgada una foto de Chávez en el espejo retrovisor.

Le dieron las gracias a Miriam y se largaron. Una sonrisa amarga le heló el cuerpo. El hombre que recibirá ahora los más altos honores fue quien ordenó la detención de su marido, acusándolo de una conspiración de la cual no lograron mostrar prueba alguna. Tras las torturas y el sufrimiento, Luis Eduardo moriría de un infarto tres semanas después de salir de la cárcel. A ella le tocó su parte: fue despedida de su cargo de contable en el Seniat y jamás le cancelaron completas sus prestaciones. Miriam los vio alejarse y exhaló un suspiro. Volvió al edificio, apretó el botón del ascensor, recorrió el pasillo, entró al apartamento y lloró sin poderse contener al cerrar la puerta. Cuando se calmó dijo para sus adentros “¡Ahora sí es verdad, púdrete!” y de inmediato se persignó. Han pasado ya diez años y su prima Zoila y toda la familia no viven en Venezuela. Residen en Arequipa. Miriam vendió el apartamento para mudarse a casa de su hermana en Medellín. Cuando se escriben y Miriam le menciona aquella madrugada del miércoles 6 de marzo de 2013, su prima Zoila le pide que no se lo recuerde más, por favor. Entonces, ese día, si se llaman, hablarán sobre otras cosas.

Omar Pineda, periodista venezolana. Reside en Barcelona, España

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