Omar Pineda
Toda la noche de anoche la pasé con papá, o sería que mi padre apareció justo en ese sueño cuando yo iba a tomar la buseta en la avenida México, de regreso a mi casa donde crecí, luego de haber arreglado por fin en una oficina del ministerio de educación esa confusión permanente generada por un empleado del grupo escolar Miguel Villavicencio cuando elaboró la lista de los alumnos de cuarto grado B y me registró oficialmente no como Omar Alfonso Pineda Boscán, sino como Omar Alfredo Pineda Boscán, hasta que descubrí que en esa lista me antecedían por orden alfabético los hermanos Luis Alfredo Pérez Castillo y Néstor Luis Pérez Castillo, y que cuando descubrí el error, al cual no le concedí importancia porque era apenas un niño, me dio por pensar sin embargo que ese secretario de la escuela se distrajo porque en ese instante pasaba Suleima, la negrita que trabajaba en la Dirección, con la falda ceñida a las caderas, esas caderas que sólo se cincelan con pasión de orfebrería en Caucagua o en Barlovento -según lo supe a los 19 años- y acabó por asignarme el nombre de Omar Alfredo y a los Pérez Castillo los dejó como si nada. Entonces caigo en cuenta que esa aparición repentina significa que en cierto modo he sido mezquino con papá, porque lo he mencionado poco en esta práctica habitual de perder el tiempo contando cosas sobre mi vida y que ahora por un acto casual del subconsciente se me planta para recordármelo, con ese tono amable y cariñoso que empleó conmigo porque he sido el menor de la familia y porque ambos hemos llegado a la misma edad. Es decir, la edad en la que él falleció y la mía en la que sigo respirando pero algo asustado, si les voy a ser sincero, porque además de ser hipocondríaco soy burda de aprensivo y me da por hiperventilar cuando pienso demasiado en calamidades que están por acercarse.
Entonces, como les digo, me subo a la buseta que dice San Martín-Antímano y me enredo para pagar ya que tengo siete años sin pisar mi país, por culpa de la rata Diosdado Cabello, quien en su demanda judicial contra el periódico en el que yo trabajaba, me involucró sin razón alguna en el pleito, por lo cual Elizabeth y yo nos vimos obligados a abandonar el país con una maleta y el libro de las obras completas de Jorge Luis Borges. Por suerte, el conductor entendió mi apuro y dijo “móntate, viejo, que tengo gente esperando para subir y está lloviendo que jode”. Ya sentado, papá me dice, con el acento zuliano que usaba para decir comonié (algo así como “sí, ponte a creer”) me recuerda las veces que me aconsejó arreglar ese lío del nombre equivocado porque a la larga tendría problemas legales, y en verdad que los tuve cuando me gradué de bachiller y luego al salir de la Universidad. Pero el bendito sueño no acaba ahí porque al mirar por la ventana y observar cómo la lluvia va detrás de la gente sin paraguas desaparece mi papá, y ahora a quien tengo al lado es a Néstor Pérez Castillo, quien se casó con la hermana de Virgilio, mi mejor amigo. No debía sorprenderme porque Néstor y yo coincidiríamos luego en el liceo Luis Razetti, y todavía más: se mudó años más tarde al mismo edificio donde residimos en Montalban. Así, cada vez que nos veíamos en el ascensor se quejaba porque era visitador médico y la última empresa en la que trabajó lo despidió y le pagaron solo la mitad de sus prestaciones.
Por esa queja permanente en el ascensor, preguntándome si yo conocía un buen abogado, fue que Elizabeth le puso el mote de Negativo, que yo ignoro cómo les llegó a los vigilantes del edificio quienes, ante cualquier expresión que dirigiera el pana Néstor, así fuera en tono optimista, tanto Mijares como Darío o el Maracucho le llamaban -sin que él lo supiera- Mr Negativo. Y me pregunta Néstor ¿y ese que estaba sentado aquí, al lado tuyo y se acaba de bajar no era tu papá? Yo lo miro, con acritud y le respondo “de bolas, pendejo, te atravesaste como pasó con el nombre de tu hermano y ahora se ha esfumado”. Pero, cálmate, chamo, me responde sonriendo, ¿no te das cuenta que tu papá murió hace ya tantos años? Me lo dice cuando el bus pasa por la avenida San Martín, cerca de la antigua casa de URD, y caigo en cuenta que estoy navegando en un sueño. De manera que le doy un abrazo a Néstor, le pregunto por Hileny, su mujer y hermana menor de Virgilio, y por sus dos hijos. A la chica, por cierto, Elizabeth le daría después clases de periodismo en la UCAB. Y cuando Néstor empieza a contarme que por fin le pagaron la otra parte de sus prestaciones, Elizabeth me sacude para que me despierte porque voy a llegar tarde a la cita que tengo con el oftalmólogo a las 7:55 de la mañana en el centro médico de Sant Andreu, aquí en Barcelona. Entonces sonrío y le digo “Carajo… tuve un sueño loco como los tuyos”. Elizabeth me mira, sonríe, me informa que ya hizo café, que me apure y que se lo cuente después cuando regrese del doctor.
Omar Pineda. Periodista venezolano. Reside en Barcelona, España

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.