ELIZABETH ARAUJO
Aunque las autoridades del país y las asociaciones civiles de defensa de los derechos humanos le dan vuelta al tema para llamarlo de otra manera, el testimonio de una joven periodista que ha logrado sobrellevar mantener una vida profesional en Perú al menos ofrece pistas para que episodios como el que ella tuvo que soportar no se repita

 

Lo primero que debo advertir que estas líneas no serán nunca un texto contra Perú y mucho menos contra los peruanos, muchos de los cuales fueron mis vecinos en Caracas, y a quienes jamás le increpé por su nacionalidad. Voy a intentar a limitarme a un hecho –que ahora observo se ha vuelto frecuente– y del relato real porque tengo grabada la conversación y el video que sostuve con la persona afectada. Todo empezó cuando la semana pasada Julia, como lo hizo con sus amigos, me escribió desesperada para ver qué podíamos hacer a fin de evitar que Martha, su hija de 25 años, periodista como su mamá y dedicada al marketing on line, no terminara violentada por la ola de xenofobia que se ha desatado contra los venezolanos, por suerte focalizada en ciertas ciudades. Julia quiere que el nombre de Martha no aparezca asociada a una tragedia. Es fácil de comprender la angustia de Julia porque es su única hija y fue doloroso para ella verla partir. Por suerte Martha triunfó y forma parte importante de una firma de publicidad que le ha reconocido su aporte. Pero hace dos semanas lo que ha sido una residencia legal y tranquila acabó para Martha en una pesadilla. ¿Qué pasó?

“Entramos, mi amiga peruana y yo, a una tienda de ropa en Juliaca (provincia de la región de Puno), para preguntar por el precio de un vestido y al salir dos policías en civil nos preguntaron si trabajábamos allí, pero al escuchar mi respuesta, con claro acento venezolano cambiaron de expresión y uno de ellos nos ordenó que les acompañáramos a una unidad policial. Mi amiga peruana los enfrentó y les exige que nos digan las razones para obligarlas a montarse en una patrulla. El que aparentaba ser el jefe se molestó y respondió que debíamos acompañarles a la comisaría porque estaban censando a los extranjeros. Mi amiga le aclara que ella es tan peruana como ellos, pero los agentes no le creyeron, empezaron a violentarse y nos advirtieron que si no nos subíamos a la unidad lo harían a la fuerza”. Puede que el relato de Martha sea verdad o inventado, y es obvio que yo no tengo elementos para comprobarlo. Pero sí le di crédito al tono de su conversación cuando hablamos: entrecortada, asustada, con cierta actitud paranoica, con la idea de que podían estar grabándola.

Este capítulo de supuesto atropello no paró ahí. El relato de la hija de mi amiga se hacía cada vez más tenso y a ratos doloroso, porque lo que más quería era olvidarlo. Apenas le permitieron que ella llamara a la oficina para notificar lo que le estaba ocurriendo. Ambas jóvenes se quedaron sin opciones y, dada la actitud violenta de los policía, terminaron por e obedecer con la idea de que al llegar a la comisaría se aclararía la situación. La confusión era tal que la misma desconsideración que tuvieron con ella la mostraron con la peruana, al suponer que la chica era también venezolana y que, peor aún, se estaba haciendo pasar por peruana, por más que les mostró su documentación más de cinco veces. Martha observó que el nivel de xenofobia de los policías llegó a tal límite que dieron por falsa la documentación de su amiga, hasta que lograron comprobar la veracidad de lo que decía y la dejaron libre. Pero entonces comenzó la pesadilla para ella. “Me exigieron que hiciera una cola interminable de venezolanos apresados en la redada que habían hecho ese día. Mi situación se complicó porque me pidieron la documentación y no lo cargaba encima ya que yo trato de no llevarla en la calle por temor q que me la roben, pero le suministré los datos a una funcionaria que se negó a confirmarlo y ordenó a otros policías que me tomaran las huellas y me fotografiaran, como hacen con los criminales, con fotos de frente y de perfil y el respectivo número. Ante mi protesta de que denunciaría esta vulneración de mis derechos, me amenazaron de que habían llamado a Interpol. Eran las 4 de la tarde cuando nos hicieron pasar a otra cola, siempre con agentes tomando fotos y videos. A las 6 de la tarde llegó el personal de Interpol, verificó mis datos, mi número de documento y constatan que efectivamente comprobaba mi situación legal en el país, pero aún así me llevaron a una habitación donde había mujeres venezolanas: jóvenes, madres con sus hijas y hasta venezolanas casadas con peruanos. Hasta las 9:30 de la noche, cuando nos llevan a una sala donde un alto funcionario policial ofreció conferencia de prensa y fuimos objetos de fotos y videos de periodistas que ni siquiera se acercaron para verificar lo que decían”.

Martha me confía que salió de esa comisaría con la moral en el piso, asqueda por el trato recibido y con el temor de que este episodio se vuelva a repetir, ya que se está haciendo cada vez más frecuente esa exhibición de xenofobia en parte de la población de algunas ciudades. Por fortuna la joven periodista posee audios y videos que respaldan el trato vejatorio que recibió. Por ahora se niega a divulgarlo por temor a represalias pero lo hará en su cuenta de Instagram cuando la reabra porque la posibilidad de que en ese lugar inhóspito fuera maltratada física y hasta sexualmente la ha obligado a cerrar sus cuentas en las redes sociales. “Lo que más me duele es que yo amo a Perú, me encanta su gente y la mayoría de mis amigos son peruanos, pero todavía me pregunto por qué la gente del trabajo y mis amigos peruanos permanecen callados”, lo expresa algo dolida, y a la pregunta de por qué no se va de Perú, me responde con otra pregunta “¿Para dónde y con qué dinero, si lo que gano aquí al menos me da para vivir y enviarle algo a mi mamá?”.

Elizabeth Araujo. Periodista venezolana. Reside en Barcelona, España

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