MILAGROS MATA GIL –
I.
Posiblemente, ella necesita un buen corte. La cabellera es gris como el acero y abundante. Se ondula con libertad y cierto silvestrismo. Conocí a esa mujer hace un cuarto de siglo y entonces sus cabellos eran oscuros, su sonrisa, clara. Tengo ante mí dos fotografías: en una aparece al lado de Isabel, su hija, entonces casi una niña, parecido el color de los ojos. Verde-musgo, a mi juicio. Miran las dos a la cámara, sonrientes. La otra foto es esta reciente, ya sin sonrisa. Por el contrario, la boca se curva con una especie de rabia o desdén. La mirada, no obstante, es la misma, provista de una terrible penetración, parece saber lo que vendrá porque sabe lo que ya fue. Ella es Ana Teresa Torres, escritora, psicoanalista (de las personas y de la sociedad), la que ha convertido sus crónicas en historia.
II.
Siempre me impactaron sus juicios en el tema político de los recientes 20 años. Allí donde yo sentía crecer una esperanza de que las cosas mejorarían, ella le ponía un foco cenital que me hacía ver claramente las grietas y las sombras. Yo la llamaba pesimista y ella me corregía llamándose realista. Era el efecto de su mirada diagnostigadora, analítica, perspicaz. Esa mirada se refleja en su obra narrativa, donde viven sus personajes, flotantes caracteres en un espacio casi desértico de sentido reconocible. Por ejemplo, en “Los últimos espectadores del Acorazado Potemkin” o “La escribana del viento”. No importa la especificidad de las descripciones, ellos flotan, anacrónica y anaespacialmente. El asunto es que Ana Teresa Torres obliga a que uno piense, razone y busque más allá de lo emocional y subjetivo. Michaele Ascencio, en una entrevista de 2010 lo señala así: “Pero Ana Teresa no sólo piensa sino que pone a pensar a los que la rodean. No se conforma con opiniones o pareceres, te obliga a pensar, a argumentar, a indagar. Por eso es tan excelente amiga: te saca lo mejor de ti.”
III.
Dos de sus libros me parecen fundamentales para entender (por los momentos) las circunstancias sociales y políticas de Venezuela: “La herencia de la tribu. Del mito de la Independencia a la revolución bolivariana” (2009) y “Diario en ruinas“(2018) Una inteligente reseña de Jhozman Camacho (Revista SIC, marzo 2010) se refiere a “La herencia …” en estos términos: “En “La herencia de la tribu” asistimos a un esclarecido recorrido por la historia de Venezuela para reconocer que un hilo conductor la atraviesa por completo: un relato épico que tiene su origen en la nostalgia por una gloria perdida (la gesta independentista) y en una constante utopía de reencarnarla (una segunda Independencia).” Ese mega-relato repetitivo necesita, en el imaginario colectivo venezolano, de la figura de un héroe liberador, capaz de asumirse como padre de toda la “patria”. Bolívar es el referente primordial, pero se ha venido cumpliendo en otras figuras. Chávez, entre ellas. Cada vez que el sufrimiento nacional es fuerte y evidente, la gente circula buscando un salvador, un jefe heroico, un padre (Estos veinte años hemos tenido varias de esas búsquedas y fallidas: desde Capriles Radonski hasta Ramos Allup y desde Leopoldo López hasta Wilexis).
El problema es que como la épica ha venido siendo sobrevaluada y las leyendas han sido forzadas para que sean mitos originarios, las actuaciones de políticos y pueblo en general se basan en falsedades. La mayor parte de lo que se dice de Bolívar, de su gran estrategia, de su nobleza y desinterés es mentira, pero el público lo acepta como “verdad de fe”. Casi todo lo que se cuenta de grandes guerreros, tropas de mozos impreparados que vencieron a la “Armada Invencible” (que ya no era ni tan armada, ni tan invencible) es ficción. Y lo que nos ha llegado de aquellos generales que fueron personajes importantes en la guerra de independencia es otra falsificación. Y sobre ese carro carnavalesco, tirado por 6 bueyes con las cornamentas pintadas de dorado y decoradas con guirnaldas plásticas se montó Hugo Chávez e instauró esto que vivimos. Y aún escucho gritar a veces: “Chávez vive…” y mi aún cerebro responde: “el desastre sigue”
IV.
En “Diario en Ruinas” se van recopilando los signos y los síntomas del chavomadurismo, y de cómo la permisividad de la sociedad venezolana (fruto de una mezcla de pereza, indolencia, tolerancia, credulidad y corrupción) coadyuvó al establecimiento de esta realidad. Son recuerdos, artículos periodísticos, narraciones, reflexiones: recortes del tiempo histórico más o menos ordenados cronológicamente, desde 1998 hasta 2017. Son la evidencia de que eso que en su momento nos pareció transitorio e inofensivo estaba minando la estructura social y cultural del país, además de que estaba preparando las bases para el saqueo de las riquezas. Porque llegó un ladrón y fue a lo suyo: a robar, matar y destruir.
¡Y, además, la división! Desde aquellos primeros años, la división se convirtió en el fenómeno más vigoroso de nuestra sociedad. Torres lo escribe así: “Me refiero a que tuvimos que dividirnos sin estar demasiado seguros de los términos de la división. Me refiero a que tenemos la sensación de haber perdido un pasado sin estar seguros de qué tipo de futuro hemos elegido. Me refiero a que, más allá de la momentánea pasión electoral, del sentimiento de haber ganado o perdido, el espejo de nuestra identidad política ha estallado. Haber rellenado uno u otro ovalo no es suficiente para reponerlo. Ser antichavista o ser chavista no es un tipo de identidad política sino apenas una opción electoral, nominal. (Estaba equivocada. Se crearon nuevas identidades políticas. Ser chavista o antichavista terminó por conformar una identidad) En ambos bandos quedaron personas de tan diferente identidad que no se distingue su perfil. Árboles de tan distintas especies, ¿componen un bosque o un montaje?
V.
Torres también recrea cómo fueron implantando desde el discurso del poder las naturalezas perversas y enfermizas (la repetición en este contexto del término “disociación” (los “escuálidos” son, están disociados, vociferaba Chávez) por ejemplo, endilgado por los psiquiatras Edmundo Chirinos –aquel enfermo mental que violaba y asesinaba a sus pacientes- y Jorge Rodríguez –el huérfano siniestro- o los ataques desproporcionados y ruines de un tal Tarek Saab y un mezquino profesorcillo llamado José Pérez contra Manuel Caballero y Hanni Ossot, Rafael Arráiz Lucca y muchos otros más, perpetrados mediante el control de los medios de comunicación y el portal “Aporrea”. Si lo habíamos olvidado, o lo recordábamos a veces con los devaneos de la memoria, el “Diario en Ruinas” nos lo recuerda con cruel insistencia. Leerlo es sentir cómo aún duelen las cicatrices de heridas que nos infringieron. Leerlo es sentir nuevamente el ardor de las quemaduras.
Era noviembre de 1999 cuando, dice Ana Teresa, “comenzó su vida como opositora”: “Una oposición radical e irreversible, que fue considerada como una enfermedad, y así titulé mi último artículo del año, “La oposición como enfermedad del alma”, dedicado a la condena moral que se ejercía sobre los opositores, ahora con nombre y apellido.” También por esas fechas comenzó la mía y durante los siguientes cinco años sufrí los vapuleos derivados de mi oposición, hasta que, desmoronada, tuve que ceder a otros el puesto de primera línea. En ocasiones, lo olvido (o tal vez sólo lo oculto bajo cantidad de experiencias y lecturas más recientes) pero la lectura de este “Diario…” de Ana Teresa Torres me ha hecho recordarlo todo. Y por eso me sangran las heridas de las manos mientras escribo.
ENTRADA DE 2001
“Con el lema ‘con mis hijos no te metas’ se convocó la primera manifestación contra el gobierno de Chávez, el 31 de marzo, en la plaza Brión de Chacaíto. No asistí, pero la vi por televisión y divisé entre los manifestantes algunos líderes de opinión; eso me hizo pensar que el acto había sido más importante de lo que yo había supuesto, aunque la asistencia fue bastante pequeña y tuve la falsa impresión de que había sido un fracaso. No era así. Esa primera concentración opositora fue la semilla de las imponentes manifestaciones que tuvieron lugar el año siguiente”.
VI.
Es preciso destacar aquí cómo la labor de dos damas intelectuales como Yolanda Pantín y Ana Teresa Torres (y que en la historia futura no les sea escamoteado ese mérito) contribuyeron a la visualización de la resistencia de los intelectuales venezolanos ante el abrumador poder del chavismo vociferante que ya emulaba aquello de sacar la pistola si oía la palabra cultura. Por supuesto, no ha sido total esa resistencia: hay nombres de intelectuales que fueron manchados y siguen ese camino, aferrados a un sino que destiñe su obra pasada y simplemente ahoga la obra actual (pues nada han producido) Me refiero a Luis Britto García, Laura Antillano, Gustavo Pereira, José Canache La Rosa, Miguel Márquez, Luis Alberto Crespo, Ana Enriqueta Terán, Ramón Palomares, Celso Medina, Earle Herrera, y otros de cuyo nombre, en verdad, no puedo acordarme. Los nombro porque deseo incluirlos para siempre en el memorial de la infamia. Los nombro y me huelen a cadaverina.
Una gran parte de este “Diario…” se refiere a las luchas de intelectuales y artistas (escritores específicamente) por resistirse a las imposiciones de un régimen que se encaminaba día tras día hacia lo tiránico, lo dictatorial. El nombre de un personaje gris como lo es Gonzalo Ramírez, defensor de los soviets y adorador de Stalin, es frecuente, pero explica cómo se ha consolidado esa forma de desmantelar pero a la vez mantener el funcionamiento (la burocracia) de los ministerios e instituciones culturales bajo la égida del chavismo. En la actualidad, con el madurismo rampante, no hay siquiera instituciones culturales en contiendas ideológicas: no las hay. No las hay. Aunque quizás soy injusta, porque sé por lo menos de una que, estando con el proceso en cuerpo y alma, acaba de entregar sus instalaciones y sus objetivos a las milicias bolivarianas: taller de arte transformado en cuartel por un solo acto administrativo.
VII.
No me siento capaz de reseñar este libro. Hay demasiados eventos que me tocan. Demasiadas pérdidas personales y está la descripción descarnada de cómo fuimos involucionando como Estado, como Nación y hasta como personas hasta convertirnos en esto: emigrantes desesperados, eunucos de ideas, aspirantes y deseantes de dádivas del gobierno que permitan sobrevivir una semana, quince días más. No protestamos ya por la falta de gas, de agua, de electricidad, de comida suficiente, de medicamentos, de salarios dignos. Vivimos en una especie de gigantesco campo de concentración donde nos van exterminando lentamente para que algún día vengan chinos o rusos o bielorrusos o iraníes a repoblar las tierras ya abandonadas y esterilizadas. Si los dejan. Y esto lo agrava la pandemia.
Y este libro nos va diciendo cómo sucedieron las cosas: cómo, entre 1998 y 2017 nos fuimos transformando en lo que somos hoy. Este libro es una memoria, un recordatorio, como ya lo he dicho. Pero es, además, un documento histórico. Un legado para llamar la atención de nuestros descendientes acerca de lo que no debe, no puede ser admitido en un futuro que seguramente vendrá. Y creo percibir aquí la mirada verde-musgo de Ana Teresa: la duda, ése ¿tú crees? que arroja iluminaciones sobre mi esperanza. Pero la historia ha demostrado que, como dice la canción, “todo tiene su final/ nada dura para siempre”. Seguramente, yo no lo veré. Ni lo verá Ana Teresa Torres. Pero alguien lo verá y será el momento entonces de rescatar todos estos testimonios y decir, como dicen los judíos después de la Shoá: “Nunca más”
VIII.
Recientemente, el equipo Torres y Pantín abordaron estos asuntos en un libro de eventos futuribles, Viaje al poscomunismo. Este libro, publicado por Eclepsidra, será mi próxima lectura.
Milagros Mata Gil, narradora y periodista venezolana. Reside en El Tigre (Anzoátegui).