Los tiburones siempre llegan a las cinco

Los tiburones siempre llegan a las cinco

 

EZIONGEBER ÁLVAREZ ARIAS –

Claro, la madrugada te la pone de bombita. Cada noche tiene su propio nido. Y sus propias alas. He ido y venido sobre los mismos libros que, aunque viejos, no dejan de convocarme desde los entrepaños. El mundo sigue su curso demencial pero siempre hay nuevos autores y propuestas y, qué bueno. Nueva poesía que baila conforme a los avatares del que enlaza la letra pero por ejemplo, Hanni Ossot afirma desde su Cómo leer poesía, que no es necesario tener un estudio ahíto de autores. Con unos cuantos basta para acometer las consabidas reflexiones en reposo. Ella dice eso pero la verdad, para un lector, no hay ensoñación más hermosa que tener apilados miles y miles de autores y escoger el que -con perdón- te salga del forro escrutar cualquier noche. Pero, a lo que vamos: los libros en los estantes se apoltronan uno al lado del otro como silentes estatuas acaso esperando el terrible día en llegue un ejército de polillas y acabe con toda vaina. Lo peor -si cabe un banal comentario-, es que tengo dos libros de Og Mandino. Confieso. Y uno de Leverence sobre Irwing Wallace llamado Perfil de un escritor, que narra las peripecias vividas por Wallace antes de vender libros como si fueran churros. Todos son producto de la afiebrada manía juvenil que nos acometió a algunos de comprar compulsivamente cualquier vaina que llegara a la Librería «Cervantes», tú sabes, para dárnosla de cultos y poder salir de una buena vez de los suplementos de «Archie» y de los morochitos aquellos de «Sal y Pimienta». Chico, que el punto es que los libros de Mandino ahí están como recién salidos del horno, mientras que los Veinticinco ensayos de Uslar, si los veo, se desmigajan solitos. Oprobio total.

Por supuesto, no puedes comparar una edición tejida de letra ampulosa y bonita como las de Grijalba, a los libros de bolsillo que yo podía comprar como estudiante pelabolas recién llegado a Caracas. Ni qué decir que tenía a monte a los libreros a plain air de esos que pululaban debajo del puente de la avenida Urdaneta. ¿Ediciones de lujo? No, pana. Para empezar, todos eran usados y bien traquetiaos. Todos habrían pasado por cientos de manos antes de poder comprarlos yo en dos bolos «per cápita». Si adquiría cinco de un sólo mamonazo, me regalaban una que otra novela rosa de Bárbara Cartland o tres novelitas de vaqueros de Marcial La Fuente Estefanía. Y va que chuta. En términos literarios, los años han hecho de mí un tipo exigente desde que arribé a ese delta que ni es dulce ni salao y que llaman «mediana edad». Pero no es por nada sino porque el reloj biológico te impele a no perder más tiempo. Focus. ¿El ventrudo texto de las Profecías de Nostradamus? No que no. Desentrañarlo me llevaría dos vidas y sin embargo hay textos a los que uno le da varias vueltas conforme pasan los años.

¿El título de estas jerigonzas? Está en el Relato de un náufrago de García Márquez. Sí. Compré el libro de segunda mano, por supuesto, y cada vez que lo repaso la cosa es un evento porque sus páginas se desprenden al mínimo roce pero por más que la razón me lo indique, no boto libros. Más bien, a menudo pienso en qué va a pasar con ellos cuando me toque picar los cabos. Qué angustia, mi compa. Cuando me da por ahí me pongo más triste que Tito Rodríguez cantando Ya son las doce. So, los libros no son inmutables porque no somos inmutables. Y para cada edad y para cada circunstancia, el mismo libro te trae un mensaje diferente. Por ejemplo el mensaje del señor Luis Alejandro Velasco, el mítico náufrago que entrevistó El Gabo en 1955. A modo de prólogo, García Márquez te cuenta las razones que motivaron al diario El Espectador, del que era reportero, a publicar en catorce entregas las vainas que tuvo que padecer el fulano, que llegó a la fama más encumbrada para luego desaparecer en esa comarca enmarañada que llaman anonimato. «El relato…» pertenece a esa casta de libros neoepopéyicos con que uno se topa de cuando en vez y aborda la insólita historia de ocho marinos que cayeron al mar desde el puente del destructor Caldas a tan sólo 200 millas náuticas de su destino. De esos ocho marineros siete murieron, y pudo salvar la vida in extremis nuestro héroe, el señor don Luis Velasco. Habida cuenta el mar furioso, también se fueron por la borda todos los enseres y una pequeña balsa, que es donde se desarrolla buena parte de la historia. Para llegar a la barquita de lona, un suplicio. Para tratar de ayudar a sus compañeros, otro. Para… espérate un momentico… la historia, a fuer de mi propia vida, me recuerda a los venezolanos y probablemente pienses que son vainas mías. Bueno, que son mis pistoladas, ya lo he reconocido. Oye, Luis, como diría Juan Gabriel: ¿Qué me cuentas a mí que sé tu historia? El tipo se las vio negras, eso sí. Sin agua y sin comida, anduvo diez días perdido en alta mar, como quien dice, llevando coñazos. Ya te digo, lo que pasa en Venezuela es también un libro que los náufragos criollos hemos aprendido a leer en lo oscuro. Veintidós años en ese plan.

Siguiendo con Luis, sin saber qué hacer, un buen día un punto negro se le apareció en el horizonte. Era un avión que siguió de largo y no le paró bolas. Ajá. Otra noche, se le apareció un fantasma con el que cotorreaba de cuando en cuando. Unos cuantos días después se llenó la balsa de gaviotas. Del filo tan arrecho, despescuezó a una pero no tuvo las agallas de desplumarla y comérsela. Cualquiera diría en Caracas que eso de naufragar es «parte de la mala leche». Nojó… Por donde hemos sacado la cabeza, un palazo. Miles de muertos. Cientos de miles de detenidos. El Informe de la ONU revela que muchos presos entre hombres y mujeres han sido víctimas de violaciones llevadas a cabo sistemáticamente por Guardias Nacionales y policías y eso es patente desde los días de la Jueza Afiuni. Mi mirada se pierde en los ojos de una estrella.

Vuelvo a la lectura… ay… acechan los tiburones. Una tarde, quién sabe de dónde, cayó en la balsa de Luis un pez mediano y ¡Aleluyaa! ¡A papiarrr! Como pudo, el náufrago pudo abrirle la panza y tratar de limpiarle el tripero en el mar ¿y a que no adivinas? Eso: Los tiburones siempre llegan a las cinco. Vio la hora en su reloj en el preciso momento en que un tiburón le arrebató el pescaíto de la mano. ¿Tiburones en Venezuela? Como arroz picao. Acá hemos arañado los cielos de la gloria. A puntico hemos estado de ser libres. Finalmente el náufrago llega a nado a la orilla y por alláaaaa ve un hermoso coco verde llenito de agua… que no pudo abrir. Después de muchos años, siendo ya un señor mayor, el náufrago todavía tenía que convencer a sus paisanos de que lo que él vivió no fue mentira.

Si todo era falso, ¿qué pasó en esos diez días con el náufrago? Si es mentira, ¿dónde están nuestros muertos? ¿Dónde están nuestros veintidós años de injusticia y de vergüenza? Cuando seamos libres nos costará, tal como nos cuesta ahora, tratar de explicar la noticia más reciente dada por el periodista Omar Pineda: Los presos de la cárcel de Cabimas, salieron a protestar por falta de agua, alimentos y medicinas… y volvieron a sus celdas. Somos millones de náufragos en una chalana gorda, como grande es la abominación de quienes gozan con nuestro sufrimiento… pero seremos libres. Allá se ven los cocoteros. Largos como varas de puyar locos.

De una sentada releí el Relato de un náufrago. Ahora, a por una de mis poetas. ¿Qué tal María Isabel Novillo? Su libro parece cantarme la de Tito: «Cariño santo… vidita mía… no sufras tanto… ya estoy aquí…».

Esos tiburones son predecibles. Siempre llegan a las cinco. Y no me asustan.

Eziongeber Álvarez Arias, abogado y humorista venezolano. Reside en Caracas.

 

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.