«Caracas es mi mujer y Barcelona es mi amante»

ELIZABETH ARAUJO
Acosado por el éxito de Falke, que en 2005 marcó un hito editorial y le exaltó al club de los grandes novelistas, el arquitecto Federico Vegas fija bandera en Barcelona y convive con algunos de los personajes de sus obras, quienes lo persiguen “como espectros”. Cuentista y ensayista, es además un buen conversador, que no deja afuera su preocupación por Venezuela, su país, y cuyo mayor daño se lo ha hecho el chavismo al “pretender quedarse para siempre”
Fue una noche calurosa de finales de septiembre, en la que, se suponía, debíamos recibir los primeros aires del otoño, pero que a causa del calentamiento global y la efervescencia independentista catalana, debimos compartir apretujados, sofocados, en el pequeño y acogedor espacio de la librería Ekaré en Barcelona, con un Federico Vegas abierto, distendido y ocurrente en un conversatorio que terminó en encuentro de amigos, no solo venezolanos, para regalarnos varios minutos y hablar sobre el país que acababa de dejar, pero más que nada de literatura, particularmente de las huellas que esa literatura ha impregnado en este arquitecto que se dio a conocer como escritor con su novela Falke, pero que brilla igual con talento en cuentos donde las personas –como él ahora– viajan al exilio y regresan al país cuando la nostalgia por los lugares que dejó se les aparecen en las noches.
—En reciente conversatorio que sostuvo en la librería Ekaré, en Barcelona, no ocultó el deleite que le profesa esta ciudad. ¿Cómo definir o confesar esa atracción?
—Barcelona atraviesa hoy por un momento, o la culminación de una etapa, o el final de un nuevo episodio de un enrevesado proceso, y los venezolanos que estamos aquí y venimos de un cataclismo nos preguntamos: “¿Será que somos pavosos”. Existen los “pavosos” (quienes traen mala suerte) y los “salaos” (que caen en situaciones que la suerte no favorece). Como no tenemos culpa ni parte en los asuntos de Cataluña, podemos decir que estamos salaos. Y, sin embargo, yo estoy feliz de estar en una ciudad viva, conflictiva, llenan de círculos viciosos que nadie logra desentrañar. Esa capacidad de vida, de dar vida, de sufrir y mantenerse viva, se debe a una cultura que tiene que ver con la historia, con la arquitectura y, sobre todo, con la geografía, con una naturaleza entre el mar y la montaña. No en balde el estilo fundamental de Barcelona, el llamado Modernismo Catalán se nutre tanto de la naturaleza catalana. Le Corbusier le preguntó una vez a Dalí su opinión sobre arquitectura, Dalí respondió: “La arquitectura debe ser blanda y peluda”. Gaudí y sus compañeros de generación tenían alma y tiempo para entender a lo urbano como naturaleza y a la naturaleza como alimento de la arquitectura. Existía un paralelo entre la cresta de los lagartos del zoológico de Barcelona y las cumbreras de la Casa Batlló, entre los picos rocosos de Mont-Saltvage y los campanarios de la Sagrada Familia, entre las hojas de las palmeras mediterráneas y sus rejas y barandas. Hay algo en Gaudí que refleja las fuerzas misteriosas de la naturaleza. Esa presencia que parece colarse por todas las calles y edificios me atrae, me siento identificado, acogido, comprendido en lo malo y en lo bueno, en lo natural y en lo irracional.
—En su charla dijo que intenta pasar varias semanas fuera de Venezuela para después volver ¿Se entiende eso como una necesidad de respirar aire fresco y recargar las pilas o algo de aventura por el hecho de retornar al país donde muchos de los que salen le marcan una cruz?
—No quiero volver porque no soportaría el volver a salir de Caracas, y no quiero llegar y volver a salir de Caracas porque sentiría que, quizás, por fin sería para siempre. Juan Nuño esgrimía dos razones para no irse de Caracas, la primera es que allí estaban sus amigos, la segunda es que “no soportaría añorar una mierda como esta”. Mi caso es más grave, pues algunos de mis amigos se han venido a Barcelona, así que me queda solo la segunda excusa.
—En muchas de sus novelas, aborda el tema de los conflictos de la relación de pareja. ¿Cómo saber – aprovechando su libro “El buen esposo”– qué es ser un buen escritor?
—Habría que preguntárselo a esa pareja, pasajera o eterna, que es el lector. Para unir ambos polos, el de buen esposo y el de buen escritor, solo puedo decir que todo lo que escribo se lo enseño primero a mi esposa y luego a mi hija, así que puedo presumir de ser un buen padre. Una vez le conté a mi esposa sobre un amigo escritor que no le enseña nunca el manuscrito en proceso a su pareja: “Ella solo lee lo que él ha escrito cuando se publica el libro”. Cuando terminé con mi ejemplo, mi esposa me dijo: “Con razón es tan fastidioso”, como si fuera una forma de infidelidad. Por cierto, lo peor que puede hacer un esposo es tratar de ser un buen esposo. Tiene que ser quien él realmente es. El modelo “bueno” está lleno de patrañas, hipocresías, y graves fastidios.
—¿No siente que su novela Falke parece haberle secuestrado al punto que algunos lectores corran el riesgo de ignorar que usted es escritor de antes y después de este éxito editorial?
—Falke fue escrita bajo un estado de posesión espiritista, de voces que me perseguían, de alucinaciones, de ficciones que terminaban siendo reales. En mi mente primero fue una película y luego una novela. Tuve además la suerte de que el fracaso de Falke se comparara con el fracaso del golpe contra Chávez. Debe haber otras claves de porqué es un éxito que quizás nunca podré repetir, pero más me vale no hurgar demasiado.
—¿En cuál ambiente se encuentra con mayor soltura y gusto: en el cuento, el ensayo o en la novela?
—No soy yo, es el tema, la evocación, el rollo, los sentimientos, la búsqueda, lo que tiene que estar a gusto. También están las circunstancias, los cambios de ambiente. Si uno está de viaje, rodeado de muchas imágenes y situaciones nuevas, el ensayo puede manejar el alud que te cae encima. También si estás obsesionado con la situación política. El cuento va muy bien con los inicios literarios, sobre todo para explorar la adolescencia y desarrollar los músculos, el fuelle. La novela es un largo paseo que se convirtió en una forma de vida. Los cuentos tratan de lo que pasa, la novela de a quién le pasa. Por eso decía Phillip K. Dick que el cuento trata del crimen y la novela del criminal. Cuando te metes en el pellejo de un personaje tienes que dejarte llevar, no puedes hacerle demasiadas imposiciones. Esa lenta observación de un alma inventada se da mejor en ambientes más sedentarios, sin maletas a medio hacer o deshacer.
—¿Asume la literatura como exorcismo, un llamado urgente para expulsar demonios que gravitan alrededor de su vida, o se trata de un mero oficio, siguiendo una metodología de trabajo previa, con notas al margen, borrador y redacción en limpio?
—Ambas cosas se van alternando. De hecho hay demonios muy ordenados que te imponen el infierno de levantarte a las cuatro de la mañana. Tienes mucha suerte si ese demonio madrugador te permite escribir. El ideal es que no existan demasiadas diferencias entre la limpia redacción y la posesión endemoniada. Un momento extraño es cuando estás a punto de dormirte y aparece una idea. Proviene de un mundo fantasmagórico y mientras mejor es la idea más dormido estás. A veces se te ocurre decir, ya dominado por el sueño: “Mañana la escribo, seguro me acuerdo”, y la repites varias veces, como si fuera una oración, hasta quedarte dormido. Al día siguiente solo te queda un sabor, una ausencia, la sensación de algo maravilloso que más nunca volverá.
—Otra faceta que parece disfrutar es la de buen conversador. ¿Lo asume como subgénero literario que cultiva con sigilo, o lo toma como esas reuniones en la esquina que solían hacer los jóvenes venezolanos hasta hace poco en barrios y urbanizaciones?
—Varía mucho. Hay veces que me siento como un stand up comedian, otras como una soberana ladilla. Una vez leí un cuento en público y la gente se río tanto que me sentí mal, pues se suponía que el cuento fuera dramático. Cuando llegué al tramo más triste, más conmovedor, la gente no paraba de reír. Tuve que poner orden.
—Alguien como usted, que domina con igual soltura el cuento como la novela, debe atesorar secretos para compartir con quien se inicia en este oficio ¿Qué consejo le daría al chico de 18 años que le preguntara por lo primero que debe hacer para convertirse en escritor?
—Que hable de un tema que nadie conoce mejor que él: su ombligo, y que utilice como herramienta un espejo pequeño y mucha luz. El ombligo es un buen punto de partida y una conexión que toma su tiempo cortar. Me refiero a que nadie sabe más sobre uno mismo, sobre ese punto de vista que llevamos a cuestas.
—Tiene usted no sé si el arrojo o la suerte de salir y entrar a Venezuela ¿Qué diferencias percibe entre ese país que observa desde el exterior al que vive a diario con sus condicionantes políticos, escasez y riesgos?
—En Venezuela hago las cosas más sencillas en mi casa, en Barcelona hago las cosas más sencillas en la calle. Me refiero a sentarme en una silla cualquiera de una calle cualquiera, a tomarme un café en el que mojo un pan con queso, y un jugo de naranja con hielo, y a leer un periódico que no me haga sentir humillado. Para no hablar de caminar tarde en la noche por calles desiertas. Tener que caminar entre los muebles de mi apartamento no me hace gracia.
—¿Cuál es el sentimiento de Federico Vegas ante una Venezuela incapaz de garantizar a la población elementos mínimos de seguridad y subsistencia?
—Ya la palabra sentimiento no nos sirve, pues suena a “siento que miento”, o a “ya no puedo mentirme más”. Ante una Venezuela que te hace esas cosas tan malucas crees que la culpa la tiene el país, y terminas culpándolo de lo que le hemos hecho. Tú misma hablas de una “Venezuela incapaz”. ¡Por Dios! Incapaz es el gobierno, incapaces somos los venezolanos, no Venezuela.
—Escribe a menudo sobre Caracas y las relaciones íntimas. ¿Será que Caracas es la novia oculta del arquitecto Federico Vegas y a la que ahora le rehúye por su desolación?
—Caracas es mi esposa y Barcelona mi amante. De una cosa estoy seguro, Caracas no es el lugar donde ahora quiero vivir pero sí donde quiero morir. No podría decir “donde quiero que me entierren” porque creo en la alternativa de las cenizas que se arrojan al viento y hacen estornudar a la familia. Un buen estornudo puede ser un exorcismo. Mi fantasía es que meten las cenizas en un jarrón y luego no se acuerden donde lo dejaron. Los chinos dicen que la manera más fácil de que un jarrón se parta es colocarlo en un sitio más seguro. A lo mejor este proverbio se aplica a nosotros, los que pretendemos vivir en un sitio más seguro.
—Por cierto, ¿cuál ha sido la peor afrenta que le ha hecho esta “revolución” a la capital?
—Pretender quedarse para siempre. Van dejando una pátina de mierda en cobija mientras vamos pasando cada vez más frío, un frío que nos sofoca. Este largo gobierno de 18 años con sus taras: inseguridad (personal, jurídica, escasa inversión, de oportunidad de trabajo) ha obligado a marcharse a una generación, en su mayoría profesionales ¿Es un capital perdido para siempre o está del lado de los optimistas que creen que Venezuela tendrá un futuro mejor y que estos compatriotas regresarán?—Venezuela será el país del retorno. El ideal, en mi caso, es que no fuera por Maiquetía sino por Porlamar, pues ese eterno retorno conviene que sea gradual. Vendría bien meterse en las playas de Pampatar, adentrarse en el mar y nadar hacia la orilla como si fuéramos los sobrevivientes de un naufragio.

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