OMAR PINEDA Tía Marguerite pudo al menos despedirse del año de la pandemia. Solo que en la mañana de un primero de enero gélido y solitario, cuando quiso levantarse para calentar el café, mientras las ramas del árbol de almendro estremecidas por el viento se asomaban a su ventana, acusó un golpe seco como de hachazo que le impidió respirar. Sintió que el aliento se le escapaba. Pensó que se trataba quizás de un espejismo debido a sus ojos cansados pero alrededor suyo todo se tornaba oscuro. Lamentó no haberse puesto la bata azul que le obsequió Claire para navidad, como también haber arreglado su cabello rubio y arracimado, para recibir el 2021. Simplemente cerró los ojos, quedó inmóvil, su sombra se iría detrás. En mayo cumpliría 90 años y desde hacía dos décadas se había acostumbrado a no quejarse de la soledad en la que se sumergió luego de que su Auguste se le ocurrió expirar en medio de la operación de corazón.
De modo que esa mañana su habitación permanecía en impecable quietud. No había razones para que los vecinos del vetusto edificio de la rue Orfila tocaran a la puerta y le saludaran. Mucho menos sospecharan que a partir de ahora no contarían con la anciana que unos días se mostraba silenciosa, otras veces de mal humor y gruñona. Fue, dos días después, cuando Martha, la joven venezolana que cada quince días ingresa al apartamento con la copia de la llave que le entregó Jean Claude, el sobrino de Marguerite, para limpiar, pasar la mopa en el piso y arreglar el caos que se forma en la cocina, que la gente se enteraría que Marguerite Deschamp había pasado a la condición de difunta. Para Martha configuró una sorpresa, mas no fue el gran susto. Desde luego que hallar a la madame en la cama, sus manos juntitas sobre el pecho y en incipiente estado de fetidez, no era nada normal. Pero ella, en tanto que enfermera y empleada que fue en la morgue de Caracas, como ya antes me había contado no sin orgullo, se acostumbró a ver cadáveres con disparos en la frente, de manera que aunque el deceso de la anciana le impactó y le generó tristeza ya que empezaba en surgir una franca complicidad, no se atemorizó.
Solo le preocupó que a partir de ahora obtendría menos ingresos. Tras llamar a Jean Claude, quien vive con su familia en Limoges, y este ordenarle notificar a la Policía y no moverse hasta que llegaran, Martha se sentó en el sofá a esperar el levantamiento del cadáver pero, sin sopesarlo, cayó en un profundo sueño del que despertó cuando la Policía, el SAMU y los bomberos golpearon la puerta repetidas veces. Ya en la noche los vecinos que subían y bajaban por la escalera se detenían unos segundos frente a la puerta y moviendo la cabeza con gesto de resignación, expresaban pesar. Al siguiente día arribó a París el sobrino Jean Claude y aclaró la presencia de Martha, tras lo cual fue liberada de toda sospecha y, una vez en la calle, intentó olvidarse del mal rato que le dejó madame Marguerite en su despedida.
Fue a fines de la siguiente semana, mientras buscaba entre los viejos contactos del móvil ayuda para un empleo, cuando Martha recordó una conversación con Marguerite a la que le dio poca importancia y lo atribuyó al extravío mental de la anciana, quien no pocas veces le preguntaba su nombre y le apremiaba con despedirle porque “no quería gente extraña en su casa”. Recuerda que fue una tarde, después de darte de obligarle a tomar una taza de avena cuando madame Marguerite le susurró algo relacionado con un cofre y joyas que conserva desde finales de la guerra. Antes de que yo sacara conclusiones apresuradas, Martha se adelantó y me subrayó que como ella es testigo de Jehová está alejada de toda codicia. Pero ahora la petite confession de madame Marguerite le acosaba y pensaba en aquel detalle. Recordó que conservaba la llave del apartamento, de modo que se arriesgó a pasar en horas de la mañana. Lo hizo, impulsada más por la necesidad que por la ambición, ya que la petición a sus amigas en whatsaap no obtenía respuesta.
De manera que se aventuró y esperó una hora conveniente en la que no subieran y bajaran los vecinos del edificio, metió la llave, giró sin problemas y al empujar la puerta su sorpresa no podía ser otra: Jean Claude reposaba en el sofá. Fue cómico por un instante porque ambos se preguntaron ¿qué haces aquí? Pero nadie sonrió, y era Martha quien estaba obligada a contestar. Ahora no lo recuerda bien, pero dice que inventó algo tan simple como que venía a recuperar una bufanda que dejó olvidada y, por supuesto, dejar las llaves en la mesita de la sala. Evidentemente Jean Claude no le creyó y, sin perder tiempo, le instó a confesar dónde tía Marguerite había escondido el cofre con joyas del que una vez se lo confesó. Se miraron largamente y el crisol de esa mirada surgía la codicia. Se juraron mutua lealtad y comenzaron a buscar hasta que Martha lo halló. Pero la traición se impuso y Jean Claude se alzó con el botín y, con ayuda de un comisario de la Prefectura, acusó a Martha de intento de robo de la vivienda de tía Marguerite. De nada valieron sus explicaciones. Martha me lo acaba de contar ahora tras haber sido deportada a Caracas y preguntarme por mensaje de whatsaap ¿cómo está eso por allá en Barcelona?