EZIONGEBER ÁLVAREZ
«Fue después de la plegaria, cuando los hombres regresaban a sus chozas para desayunar, que Omoro corrió, excitado y sonriente, para darles la noticia del nacimiento de su primogénito, a quien llamó Kunta Kinte»
Raíces, de Alex Haley.
Sí, hablo de la comic aquella que salía creo que en la revista semanal del diario «Últimas Noticias» hace muchos años aquí en Venezuela. En Latinoamérica, Pancho y Ramona eran también muy conocidos y por eso no abundaré en ponderaciones: Pancho (Trifón en Argentina), un señor de mediopelo como los demás papás del barrio, repentinamente se hizo multimillonario, pero no atendía de ninguna manera la rogante petición de su esposa, Ramona (Sisebuta en Argentina), de mudarse de allí para seguir trepando socialmente. No qué va. Pancho era bebedor y desadaptado y entonces es que uno empezaba a comprender las peripecias de esta familia, que con sus altas y bajas, estuvieron echándole ganas en muchos diarios del mundo desde 1913 hasta el año 2000, que fue cuando cesaron las publicaciones en forma definitiva de «Bringing Up, Father», así llamadas en EEUU y «Pequeñas delicias de la vida conyugal», como fueron conocidas en Argentina. Un día, echaremos el cuento de la importancia de las caricaturas en los periódicos del mundo, pero mientras tanto: «Educando a papá». Un nombre extraño para cualquier comiquita. Importante para mí, destacar este título en referencia a mi viejo.
Lo primero que hay que entender, es que los padres venimos al mundo como hijos, pero tal prodigio no cuenta demasiado ni te garantiza nada. Qué va. Llegamos como hijos y nos vamos como abuelos o como bisabuelos, si es que Dios nos mira con ojos de piedad y nos regala un poco más de tiempo en esta vaina. De ahí en adelante no habría nada más que agregar, de no ser por el hecho de que ¡ey! los padres arribamos desprovistos de Manuales Operativos, y aunque los hubiera, cada hijo precisa de atenciones puntuales que acaso no sean necesarias con su hermano. En una palabra, el oficio de padre es muy raro y no hay reglamento posible. «Nadie se ha tomado la molestia de escribir algo decente en términos de crianza general», decía el Napo, quiero decir, mi papá. «Nadie, salvo el Dr. Benjamin Spock o el señor Freinet», repetía echando fuegos como un águila dragante. Pero no había atisbo de dudas: Mi papá, al igual que Pancho (o Trifón) precisaba de ser educado en muchas cosas, pensábamos nosotros en el fondo de nuestras conversaciones de litera y madrugada. Inconcebible que todo lo que bailara, lo llevara a ritmo de pasodoble. O que siempre escuchara puro Benito Quirós y Francisco Mata. Horrible. También estaban sus brotes coléricos y su afán de que todo en casa marchara perfectamente y en total observancia a las indiscutibles normas emanadas de sí mismo. Aparte, mi papá, de joven, era de los tipos que metía en la cava de la maleta del carro sus angustias semanales y se iba regando flores por todo el camino real al abrigo de un frasco de Buchanan’s, llegando después a la casa bien zarataco. Eso hizo durante algún tiempo, pero ¿me pondré a señalar los tantos errores del viejo? No alcanzarían las palabras. Serían muchos. Tantos, que no he contado con la suerte de desprenderme de algunos que heredé y que todavía me acompañan cual si fueran garrapatas.
Una vez, la primera que conversamos «de hombre a hombre», papá me confesó que no sabía cómo ser papá, porque él perdió al suyo a los tres años de edad. ¡Vergación! La tal revelación conmovió cimientos y desde mis ojos de niño, comencé a entender lo inentendible: después de todo y allende los temores y demonios que se guardaba en el alma, mi viejo era un tipo corajudo que se imponía por encima de sus limitaciones y era capaz de amar. Una proeza. Y más que eso que llaman proveedor palacasa, El Napo llegó a ser mi mejor amigo. Lo mismo me enseñó en qué consiste un chubasco, que a cuadrarme con el palo de escoba en el torneo de chapitas de la cuadra. Su presencia en mi vida la veo en mi propio caminar y en el de mis hijos y también la veo en ese sentarme a escribir por el simple hecho de disfrutarlo. Compartimos muchos años en incompleta armonía. Nuestras disputas fueron legendarias. Tuvimos problemas, muchas veces propiciados por mí, pero al final de sus días, ambos nos vimos precisados a reacomodar nuestros dolores y a seguir en esa extraña aventura de amarnos en la bulla del silencio de dos manos entrelazadas, la de él y la mía. Y aunque es muy cierto que no existe la sopa de pollo para el alma, coño mano, extraño la sonrisa de mi padre. Y sus chistes malos. Y su perpetuo olor a Jean-Marie Farina. Y sus maneras de darle la vuelta al «Cantar de los Cantares», al que consideraba un libro erótico de muy alta factura. Échale bolas. La última vez que nos vimos en franca conversación «de hombre a hombre» mi papá, un venezolano orgulloso y hecho a sí mismo, ya no estaba. Vamos, que un cáncer más la diabetes, lo mantenían amarrado a los más íntimos pliegues de la inconciencia y aún así y a pesar de la tragedia tuvo arrestos para pedirme que buscara la Biblia, de forma y manera, que me tocó precisamente a mí, leer jipeando en voz alta y ya de camino al hospital donde murió, aquello de 1ra de Corintios 13-13: «El Amor, todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta».
Después de todo y a pesar de la misma vida, si te enseñan que amar y amarte es lo más grande, hay que concluir que hay gentes que no necesitan de manuales para aclarar secretos de esos que después de muchos años se revelan cualquier madrugada como esta, en que aparte de saberme orgulloso hijo de mi padre, también me reconozco como orgulloso padre de mis hijos. Vivencias distintas. Personas distintas. Amores distintos, pero que al propio tiempo son muy parecidos y eso ya es un misterio muy grande.
Mi aventura como padre se inició, como es costumbre en mi familia, a los coñazos. Y cometiendo pifias. Cagándola, porque celebrar los miaos me llevó par de semanas. Uno se imagina muchas cosas antes de ser padre, pero nadie te prepara para el gran momento: tu primer hijo. Aquí va agarrando forma el epígrafe con Kunta. Le dije al panadero. Al señor de la quincalla. A la mujer barrendera, que me regaló su más hermosa sonrisa:
-Ay, mijo, lo que te espera es Enea- seguramente pensó. Bah.
El mundo tenía que saber que me convertí en padre, uno bien asustado por cierto. Uno sin bitácora y lleno de inconsistencias y otras pendejadas. Uno que aún no entiende del todo de qué van estos misterios que comportan el vivir, pero que se afirma no en lo que sabe, sino en lo que va sintiendo, porque llenarse de información puede esperar, pero el amor que quita el frío y las angustias, ése no tiene paciencia. Lo que uno tiene que entender es que lo más grande en esta vida es el amor, porque a través de él llega la comprensión y la empatía. Y el respeto por el otro. Tengo un varón. Es abogado como yo. Tiene ideas y un proyecto muy suyo al que seguramente le echará bolas como ya lo hizo su abuelo y como he venido haciendo yo. Y tengo una hija preciosa. Brillante. Y se parece tanto a mí que me asusta. Un día sucederá. Les pediré a mis hijos que busquen la Biblia. Les exigiré a duras penas, que me lean 1ra. de Corintios 13, para que agarren el pulso de lo que en trance de irme, ya puedo ir asegurando. Y muchos años después, en medio de la madrugada, uno de ellos se levantará con su bebé en los brazos y me verá en la lluvia a través de la ventana. Y entenderá por sí mismo y con todas sus letras el gran asunto: «El amor todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, y todo lo soporta». Sí, sí. Somos ineducables. No tenemos remedio. Pero lo que dejamos sembrado es mucho más importante.
Eziongeber Álvarez, narrador venezolano. Reside en Caracas.