Entrevistado por la periodista María Teresa Romero, este viejo luchador de la izquierda venezolana cuenta en “La lucha no acaba”, con total honestidad y apego a la realidad política, social y económica del país, lo que significó enfrentar la dictadura perezjimenista y haberse alistado a las guerrillas en los años ´60.
Nacido en una zona campesina del estado Guárico, impulsado por un gran deseo de superación, que le estimulaba su familia y el contexto de una Venezuela que comenzaba a ingresar al concierto de las naciones democráticas del continente americano y del mundo, Rafael Guerra Ramos compartió sus estudios de secundaria con la lucha contra la dictadura de Marcos Pérez Jiménez (1948-1958), hasta que la persecución por parte de la policía política de la tiranía, lo condujo, primero a abandonar sus estudios, y luego a la clandestinidad, la cárcel y el exilio. Frente a todas estas duras realidades el joven Guerra Ramos demostró un gran coraje ante las criminales torturas a que lo sometieron los esbirros de la dictadura. Este es apenas un capítulo de su autobiografía.
La primera prisión, la primera tortura
La noche del 30 de abril de 1952 Rafael Guerra Ramos y un grupo de camaradas salieron tarde, como a las 3 de la madrugada, de la pequeña carpintería y tornería de los hermanos Guía. Se encontraban extenuados después de varios días elaborando carteles, pintando telas, haciendo afiches e imprimiendo las “mariposas” que llevarían a la manifestación del primero de mayo, Día del Trabajador.
Rafael y sus compañeros habían trabajado mucho porque esa celebración del primero de mayo debía ser especial, contundente; venía precedida de una serie de movilizaciones estudiantiles a raíz de la negación gubernamental en septiembre de 1951 a dar un aumento presupuestario a la Universidad Central de Venezuela, lo que dio origen a las renuncias de sus autoridades y a que la dictadura nombrara a un Rector fiel, Julio Spósito Jiménez. De esas actividades organizadas por el Comité de Huelga Unitario ucevista, en el que participaban todos los partidos políticos opositores en conjunto, la Toma de la UCV en su sede de San Francisco en febrero de 1952 fue la más importante. Esa huelga por la autonomía universitaria, de la que numerosos estudiantes y profesores resultaron presos, estaba supuesta a tener otra gran manifestación el Día del Trabajador. La dirigencia estudiantil había decidido incorporar a la lucha a los obreros, al tan aguerrido proletariado. Precisamente por todo lo anterior, ese primero de mayo tenía que ser significativo, debía producir un impacto rotundo en Venezuela y en el exterior.
Pero los jóvenes comunistas del Comité de Zona de la parroquia San José no pudieron participar en la celebración a la que tanto ayudaron a organizar. Rafael no tenía más de una o dos horas dormidos cuando a las 5 am lo despertaron los esbirros de la Seguridad Nacional. “Sentí de pronto que me estremecían violentamente. Dos hombres me apuntaban con pistolas. Estaba amaneciendo, no sentí cuando llegaron y tía María, asustada, les abrió la puerta; la apartaron violentamente y la obligaron a que los llevara a donde yo estaba. No sentí nada, estaba profundamente dormido. Me obligaron a levantarme, registraron todo con violencia; mi tía y mi hermana Martina lloraban. Removieron todo y se llevaron papeles y libros, me esposaron y sacaron de la casa a empujones”.
Cuando salió esposado a la calle, vio a algunos de sus compañeros comunistas retenidos, esposados, en una de las dos camionetas policiales que allí lo esperaban. Logró ver a Luis Navarrete, Manuel y César Guía, a Alcides Pinto. En la otra camioneta había otros que no logró distinguir. Ambos vehículos arrancaron violentamente después de meterlo a empellones en uno de ellos.
También a los demás camaradas les habían allanado sus casas, así como el taller de los hermanos Guía, el cual, según supo después, fue el primero en tomar la policía. Manuel Guía, el talentoso, inteligente y, como si fuera poco, poeta amigo del alma, los había delatado a todos. Se quebró y cantó, como decían y aún dicen en lenguaje popular. Para Rafael, “ese fue un golpe muy duro porque Manuel y yo habíamos construido una relación muy cercana. Yo lo admiraba por su talento y su interés por la poesía, era más que un compañero. Lo consideraba un maestro. Los dos, además, habíamos vivido una infancia similar, pobre y penosa.”
Más allá de la sorpresa de la delación y del miedo natural de ir a la cárcel, la gran preocupación de Rafael en ese momento era dejar solas a Tía y Martina. Por un tiempo temió que a su hermana también la encarcelaran. Ella militaba en la Juventud Comunista en el comité de base de la zona de San Agustín, que también integraban María del Mar Álvarez, la esposa del dirigente Alberto Lovera, y otros compañeros como Alfredo Maneiro y Germán Lairet. Poco después Martina pasó a militar en un movimiento femenino que lideraba Esperanza Vera, la Unión de Muchachas Venezolanas (UMV), una importante cobertura de la Juventud Comunista.
Los llevaron directamente a la sede de la Seguridad Nacional, ubicada cerca del Cuartel de la Guardia Nacional en El Paraíso, cerca de donde vivía Marcos Pérez Jiménez. A Rafael lo subieron al segundo piso y mientras lo registraban, un policía lo presionaba propinándole amenazas, groserías y golpes. Luego entraron dos más, armados con unos rolos de goma macizos con los que lo golpeaban por la cabeza, la espalda, los brazos y piernas para que dijera “todo”. El alegaba que no sabía nada, que no era político, que sólo trabajaba de día y estudiaba de noche, y que no tenía tiempo de nada. Que todo era una calumnia contra él. Un esbirro le interrumpió con un golpe en el estómago que lo tumbó de espalda y lo dejó en el suelo casi inconsciente. Le siguieron pegando e insultando. Cuando se repuso un poco vio que tenía parado ante él a Manuel Guía con un esbirro al lado.
– “Mira, ¿conoces a éste?”, me preguntó desafiante el policía. Dije que no y me dio otro golpe. “Ves, dice que tú eres un c…de m… que lo que quieres es perjudicarlo. ¿Quién dice la verdad?” volvió a preguntar. “¡YO!” respondió Guía. Y repitió: “Yo digo la verdad! Habla, no queda más remedio”, me dijo. Yo estaba asustado, pero en ese momento sentí un corrientazo y le grité: ¡Cobarde! ¡Miserable! De nuevo me dieron golpes y patadas hasta que perdí el conocimiento. Luego entró “Pachequito”, un famoso torturador de la SN, quien ordenó que me sacaran y trasladaran porque había “mucho que hacer en este momento. Después me lo traen pa’ que cante como un pajarito. Al otro bájalo!”.
Durante ese estreno en la SN, Rafael recordó el episodio sucedido en el transcurso del más reciente círculo de estudio que dirigió, apenas unos días antes de ser encarcelado. Allí se analizó el famoso texto de 1945, “Reportaje al pie del patíbulo” del autor checo Julius Fucik, escrito en la cárcel días antes de ser fusilado por los nazis; una lectura infaltable, imprescindible, en esos círculos comunistas para fortalecer el espíritu de los militantes. Tales eran las torturas relatadas en el libro, que en una oportunidad un alumno suyo afirmó espantado: “Camaradas si eso es lo que nos espera, pues yo ¡ni de vaina sigo en esto!”. Empero para Rafael, esos y otros relatos fueron los que precisamente le dieron la necesaria entereza y valentía para resistir el dolor y la humillación de las torturas sin confesar nada.
En la Cárcel Modelo, donde lo llevaron a los pocos días, lo encarcelaron en la Letra F del pabellón de los presos políticos. Allí encontró a varios conocidos: Jorge Santana Fasano, novio entonces y esposo después de su hermana Martina; Faustino Rodríguez Bauza, hermano de Héctor; Gregorio Barreto, periodista recién graduado al que le decían “el bolchevique”; los hermanos Darío, Luis y Ramón Lancini; y Martínez Pozo, dirigente comunista zuliano.
-Faustino y Darío se encargaron de buscarme acomodo en un calabozo. Que compartí primero con el pintor y poeta venezolano Darío Lancini, y luego con el adeco Gumersindo Rodríguez. Una tarde vi con sorpresa que se me acercaba Guillermo García Ponce, Secretario General de la Juventud Comunista, quien al notar mi estupor me hizo señas que me callara. Después me explicó que la semana anterior habían allanado la Asociación Venezolana de Periodistas (AVP) en momentos en que él estaba en una reunión, pero que creía que la policía no sabía quién era él. Así resultó, pues pocos días después lo llamaron -acompañado de “sus corotos”- y lo pusieron en libertad junto con otros de la redada, para alegría de todos sus camaradas. Pero el haberme reunido con Guillermo, el jefe de la JC, me ayudó mucho, me dio ánimo para seguir adelante y mantener firmeza durante el encarcelamiento.