EDILIO PEÑA –
El confinamiento transforma la vida en una costumbre. Inclusive, hasta para el propio desamparado. Aquél que no es rodeado por los barrotes de la jaula, pero sí por la carencia de cielo. Entonces, en el confinamiento particular la individualidad desaparece del ser al no poseer nada, ni siquiera la luz de sí mismo.
La necesidad agota lo vital. La identidad es arrugada como una fotografía que quiere huir del tiempo. Ese lento río donde transcurre la breve existencia que será olvidada hasta por el propio olvido. La memoria aúlla por conservar lo más preciado del recuerdo y la burla es la carcajada de un fantasma.
En el confinamiento las necesidades del cuerpo se apoderan de todo y el pensamiento obsesiona en la estrechez agobiante del tormento. El confinamiento aviva resentimiento, rabia y pesar. La mente excreta un gusano. El más cercano es nuestro enemigo después de un tiempo de estar juntos en la misma jaula. Ese que desconoceremos.
En la jaula, el sueño es convertido en la pesadilla de una araña. En sus predios, la araña suelta a una jauría para que devore a dentelladas al hijo predilecto de Dios. Es la esclavitud absoluta que impone un poder deseoso por apoderarse del mundo, sobre todo, del corazón que se obstina en seguir latiendo más allá de las ciénagas de la muerte.
El confinado de la jaula quiere regresar al ideal porque ignora la fuerza del poder imperial que lo ha confinado. Se beatifica para que se viva en la paz de los sepulcros. El Papa ofrece un santo a cambio de la perpetuidad de un dictador. La nostalgia muta mórbida al creer que la vida es una eternidad.
El confinamiento es un cementerio de un campo de concentración total que supera cualquier historia. En la jaula, cada confinado ha muerto antes de convertirse en cadáver o ceniza de crematorio. Pero éste no lo sabe desde su inexistencia. Por ahora deambula por entre sus pasos repetitivos, jugueteando con un celular como si fuera un simio secuestrado por un circo.
Sólo existimos mientras más virtuales seamos. La presencia no es necesaria, menos la carne. Nada está lejos, pero nada es asible ni en la distancia ni en lo cercano. La ceremonia ha sido extirpada al separar el alma del cuerpo con el filoso bisturí. Se amaestra el azar y las sorpresas desaparecen.
El ritual de la existencia ha muerto y la cara ha sido mutilada con un tapaboca. La sonrisa andará oculta. El hastío expande en la reducción del espacio de la jaula y en la ilusión de su multiplicación. El confinamiento nos recuerda el hacinamiento de las cárceles, a los desahuciados de los hospitales y aquellos cadáveres que se acumulan sin nombre en el helado espacio de la morgue donde nadie los reclama.
Edilio Peña, narrador venezolano, residente en Mérida, Venezuela.