SEBASTIÁN DE LA NUEZ –
Este lunes 6 se celebraron en Casa de América los cincuenta años del premio «Rómulo Gallegos» concedido a Mario Vargas Llosa en Caracas en 1967 por La casa verde. Se habló del significado y repercusión de aquellas obras latinoamericanas del boom que han trascendido y dejado huella en las nuevas generaciones literarias

 

Estaba Mario Vargas Llosa presente, y uno no sabe si parte del público fue por lo que se hablaría o porque estaba allí este protagonista actual de las revistas del corazón españolas. En todo caso, no dijo una palabra durante el acto pero los fotógrafos, que los había a granel, le cayeron encima.

Fue un coloquio o diálogo sostenido entre cuatro personas durante más de una hora. Una de ellas, J. J. Armas Marcelo, a quien todos llaman “Juancho”, fue el moderador. Otras dos, profesores de literatura. El otro, un crítico literario.

Sobre las cabezas de los cuatro estaba una gran foto de aquel acto de premiación con dos protagonistas: un Mario Vargas Llosa de 31 años, elegante y de pelo muy negro, y Rómulo Gallegos, el autor venezolano más importante del siglo XX. Era 1967, plena época de la democracia representativa. El premio “Rómulo Gallegos” alcanzaba un gran prestigio mundial de la mano de una literatura que rompía moldes. Pero también significaba el vigor y la pujanza de una democracia que sabía reconocer el talento sin mirar ideologías. Sin embargo, ninguno de los ponentes, todos españoles, se refirió a ese punto que enlaza democracia y cultura en auge. Nunca puede haber dictadura y cultura en auge (en todo caso, la cultura sobrevive en una dictadura).

Tampoco se refirieron los ponentes a Rómulo Gallegos como figura literaria. Sí se refirieron, y con gran conocimiento, a la condición de clásico de La casa verde, y al impacto del boom en suelo hispano a partir de los años sesenta, en comparación con una mustia literatura española en época franquista. Fue una bocanada de aire fresco.

Hablaron, pues, Carmen Ruiz Barrionuevo, catedrática de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Salamanca; Fernando Rodríguez Lafuente, crítico literario, y Eduardo Becerra, profesor de Literatura Hispanoamericana en la Universidad Autónoma de Madrid. Juancho, canario de origen, acicateó la conversación introduciendo temas y “maldades”, como él las llamó, como la relación entre Vargas Llosa y Gabriel García Márquez (aunque la invitación a ese delicado episodio no cuajó entre los oradores).

NOVELAS QUE HAN DEJADO HUELLA

La casa verde sí puede ser considerada un clásico ya que su estructura múltiple, su riesgo narrativo, su vigencia como retrato social y el hecho de que los estudiantes —según comentó, en especial, la profesora Barrionuevo— la perciban y la valoren implica su puesto asegurado en la narrativa hispanoamericana.

Se habló de varias claves para entender el contexto en que se publica y se hace popular, se habló de esa búsqueda de la llamada novela total. De su estructura casi matemática. Se habló del   boom como ese oleaje que llegaba a España y que fue recibido por muchos, con soberbia, como quien pregunta “y qué tendrán estos indios que enseñarnos a nosotros en materia de literatura”. De todo eso se habló.

Eduardo Becerra confesó asombro desde su edad adolescente ante los nuevos planteamientos que venían desde el otro lado del océano. Eso lo empujó a estudiar la narrativa en la que destacaban Carlos Fuentes, Vargas Llosa, Cortázar y García Márquez. Los cuatro principales.

Los 50 del “Rómulo Gallegos”
Fernando Rodríguez Lafuente y Eduardo Becerra. Foto/ SdelaN.

Barrionuevo y Rodríguez Lafuente hablaron de los antecedentes de esa pléyade, y deben nombrarse Joyce, Faulkner, Kafka, Dos Passos, Proust. La casa verde es la escritura que exprime una determinada realidad, reflejando la conflictividad histórica en la cual se da tal realidad… y va hasta las últimas consecuencias. No es la ambición totalizadora de Terra Nostra o Cien años de soledad.

Dar una vuelta de tuerca a la escritura, tener en cuenta la relatividad del tiempo, atender a la tradición de la cual vienen los del boom, tener cuidado con la relectura porque nunca leemos el mismo libro dos veces o más en la vida: “No somos el mismo que leyó el otro libro”, dijo uno de los ponentes. Becerra dijo que había leído Rayuela con 18 años y luego, por un curso, a los cincuenta, por segunda vez: se encontró con unas notas subrayadas y se preguntó qué clase de “gilipollas” las había hecho (él mismo).

El crítico Rodríguez Lafuente consignó una opinión: “Visto el momento tan condenadamente conservador por el cual pasa la narrativa actual, resulta que hemos retornado a fórmulas decimonónicas. La narrativa se está convirtiendo en un espectáculo; se puede convertir en un entretenimiento inocuo. Con La casa verde descubres que hay otra literatura”.

Y aprovechó para criticar la Generación del 27, que se reseñaba y se elogiaba a sí misma con afán ombliguista. Y no. Las cosas no deben ser así. Se necesitan lectores cómplices, no lectores a secas. “O hablamos de lectores o hablamos de consumidores”, dijo.

Mario Vargas Llosa, de riguroso traje oscuro, estuvo todo el tiempo sentado en primera fila. Cierto: no dijo una palabra pero, al final, se mezcló entre los panelistas y estuvo firmando libros a varios jóvenes que tenían todo el aspecto de ser estudiantes de Letras. Se prodigó un poquito, y es que ese muchacho de 31 años que recibió el “Rómulo Gallegos” hace cincuenta ya nunca sería el mismo. Se hizo una estrella de las de verdad. Y un país latinoamericano que no era el suyo supo reconocerlo porque en él había una democracia. Esa democracia mandó una señal sobre un fenómeno nuevo y vital, un universo literario espléndido, al mundo. Cincuenta años después, la imaginación echada al vuelo, desde Perú o desde Venezuela (pero también desde otros puntos del continente americano), sigue dando de qué hablar.

Sebastián de la Nuez, periodista venezolano. Escribe desde Madrid.

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