ROBERTO GIUSTI –
Según los resultados exhibidos por el CNE con toda impudicia, la mayoría de los venezolanos votó a los candidatos del gobierno por la hambruna que sacude al país, por la falta de medicamentos, por la muerte de miles de recién nacidos, por la propina de Odebretch (unos cuantos centenares de millones de dólares) que recibieron los dos hombres más poderosos del país y por tantas o más plagas que las diez del antiguo Egipto.

 

En un país normal las elecciones garantizan paz y convivencia. En Venezuela, sin embargo, constituyen el reinicio de una dura lucha por imponer  la voluntad popular ante la consumación de un fraude que, por otra parte, estaba previsto en todos los análisis sobre posibles escenarios.

La voluntad de la mayoría ha sido degradada por un gobierno que perdió la vergüenza y prefirió el descrédito mundial ante el objetivo de conservar el poder.

Nadie, entonces, debería sentirse sorprendido con la burda adulteración de los votos. Ahora, si de sorpresas se trata, lo que sí resulta sorpresivo son las dimensiones de una audaz maniobra que le permitió al chavismo “ganar” el mismo número de gobernaciones (diez y ocho en total) que algunas encuestas le atribuían a una oposición a la cual le “dieron” cinco, es decir, cifra que, se suponía, conquistarían los rojos. Una segunda sorpresa, aunque en tono menor, es el cambio de táctica. Si bien el seis de diciembre del 2015 aceptaron la derrota,  luego desconocieron a la Asamblea Nacional, esta vez fueron directo al fraude electoral y así se liberaron del baldón de la derrota, aunque pagando un precio muy alto en cuanto a sus relaciones internacionales porque nadie se cree esos resultados.

Pero van con todo y ya no les importa demasiado que el fraude pueda ser demostrado. Bastaría que la MUD coteje la copia de las actas de todas las mesas del país, en su poder, con las que presentó Tibisay, para constatar si hubo o no lo que se nos presenta como un megafraude que desafía el sentido común y las mediciones de la mayoría de las encuestas. Existen además otros elementos vinculados al sentido común que resultan evidentes.

Una de las tragedias de quienes estamos fuera del país es que, a pesar de ventajas tecnológicas, como la instantaneidad de la noticia y el acercamiento a niveles casi íntimos de sus protagonistas, carecemos del feeling, de la mirada propia, de la captación de detalles que solo pueden percibirse con la presencia in situ. Pero no es necesario disponer de un afinado olfato para constatar, desde la distancia, una realidad que en nada se  compadece con la apabullante e increíble victoria que el chavismo se atribuye, con Tibisay a la cabeza.

El país se hunde, la crisis no se detiene, llegará el momento del colapso y frente a eso no hay Tibisay que valga.

Según los resultados exhibidos con toda impudicia la mayoría de los venezolanos votó a los candidatos del gobierno por la hambruna que sacude al país, por la falta de medicamentos, por la muerte de miles de recién nacidos, por la propina de Odebretch (unos cuantos centenares de millones de dólares) que recibieron los dos hombres más poderosos del país y por tantas o más plagas que las diez del antiguo Egipto. De manera que si esos resultados fueran ciertos el venezolano se convertiría en el único ser del planeta que a mayor cantidad e intensidad de sus penurias mayor grado de  felicidad obtiene. Es decir, el suyo sería el voto de un ciudadano masoquista satisfecho y resignado ante la eficacia del gobierno a la hora de administrar el sufrimiento y democratizar la desgracia.

Lo cierto es que la voluntad de la mayoría ha sido degradada por un gobierno que perdió la vergüenza y prefirió el descrédito mundial ante el objetivo de conservar el poder en las regiones. Es preferible, para ellos, recuperar estados como Miranda que aparecer como perdedores. Pues bien, si ya se sabía que el fraude era una posibilidad cierta y considerando que el totalitarismo se aísla pero también se endurece, también es cierto que si pueden cambiar los números, no pueden hacer lo mismo con la realidad.

El país se hunde, la crisis no se detiene, llegará  el momento del colapso y frente a eso no hay Tibisay que valga. A menos que, pese al falso revés, el venezolano siga de pie ante la adversidad.

Roberto Giusti, periodista venezolano. Escribe desde Oklahoma, EEUU.

 

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