MARIO SZICHMAN –
Ernest Hemingway debe ser la única figura en el mundo literario que podría haber ganado el Premio Nobel simplemente con una media docena de cuentos. Pero su fama ha sufrido múltiples altibajos, especialmente por algunas de sus novelas como El viejo y el mar, o Tener y no tener

 

“Work could cure almost anything,
I believed then, and I believe now. ”
Ernest Hemingway

Una de mis anécdotas favoritas relacionadas con Ernest Hemingway es mencionada en Papa Hemingway: A Personal Memoir, de Aaron Edward Hotchner. En un bar de la Costa Brava, un grupo de aficionados al toreo comentaba las hazañas de algunos matadores famosos, y comparaban virtudes y defectos. Finalmente, uno de los asistentes decía a sus amigos: “Es muy difícil que podamos resolver esta disputa. ¡Ojalá que estuviera aquí Hemingway! Él sí sabe de toros”. En ese momento, del fondo del bar, se alzó una figura, muy sonriente, y dijo: “Yo soy Hemingway; pregunten lo que deseen”.

La fama de Hemingway ha sufrido múltiples altibajos, especialmente por algunas de sus novelas como El viejo y el mar o Tener y no tener (To Have and Have Not, 1937). La primera, por su empalagosa sensibilidad y su sentencioso estilo bíblico. El crítico norteamericano Dwight McDonald la demolió de un plumazo. En cierto momento, el viejo pescador de Hemingway comenta: “Soy un hombre humilde”. Y Dwight McDonald señala: “¡No lo digas, viejo, demuéstralo!”

En cuanto a Tener o no tener, el mismo Hemingway la consideraba su peor novela, aunque la redimió William Faulkner al participar en el guión del film dirigido por Howard Hawks. Algunos dicen que esa versión cinematográfíca compite con Casablanca. O que es la versión de Casablanca para gente pobre.

A nivel de romance, la pareja de Humphrey Bogart y Lauren Bacall incendia la pantalla con más vigor que Bogart e Ingrid Bergmann. Excepto por la excelente Fiesta (The Sun Also Rises, 1926), la primera novela de Hemingway, y por Adiós a las armas, donde el escritor narró sus experiencias en la Gran Guerra, y la inolvidable retirada de Caporetto, su fama se concentra en sus cuentos y en sus reportajes.

Debe ser la única figura en el mundo literario que podría haber ganado el Premio Nobel de Literatura simplemente con una media docena de cuentos como The Killers (los asesinos); Fifty Grand; Cat in the Rain (El gato bajo la lluvia, A Clean, Well-Lighted Place, Un lugar limpio y bien iluminado, The Short Happy Life of Francis Macomber, La corta vida feliz de Francis Macomber, o Las nieves del Kilimanjaro (The Snows of Kilimanjaro).

Por otra parte, su artículo periodístico A Natural History of the Dead (Una historia natural de los muertos), es incomparable como testimonio de la crueldad de la guerra, que Hemingway vivió de primera mano. Así comienza: “Siempre creí que la guerra ha sido omitida del campo de observación del naturalista. Tenemos encantadores y precisos recuentos de la flora y fauna de la Patagonia por W. H. Hudson, el reverendo Gilbert White ha escrito cosas muy interesantes sobre los indios Hoopoe en sus ocasionales y no muy comunes visitas a Selborne, y el obispo Stanley nos ha brindado valiosas, aunque populares, Historias Familiares de los Pájaros. ¿No podríamos proporcionar al lector algunos hechos racionales e interesantes acerca de los muertos? Espero que sí”.

Y Hemingway nos brinda un sórdido recuento, parte de sus experiencias como enfermero en la Gran Guerra. Es asombroso, dice Hemingway, cómo el cuerpo humano “es destruido por un explosivo, que no acata las líneas anatómicas”. O que el color de la raza caucásica va cambiando con la muerte “de amarillo, a un verde amarillento, y luego al negro. Si permanece un tiempo prolongado al calor, la carne recuerda el alquitrán de carbón.

“Los muertos engordan con cada día que pasa, hasta que se hacen demasiado grandes para sus uniformes”. Y su posición final, “antes del entierro, depende de la ubicación de los bolsillos en sus uniformes. En el ejército austríaco, esos bolsillos estaban en la parte posterior de sus pantalones. Y los muertos, luego de un breve tiempo, descansaban sobre sus rostros. Los bolsillos de sus caderas habían sido arrancados”, probablemente, por saqueadores que se habían llevado sus pertenencias.

“Y la última cosa que se descubre de los muertos”, dice Hemingway, “es que mueren como animales. Algunos con rapidez, de una pequeña herida que uno cree no mataría a un conejo. Otros mueren como gatos, con el cráneo fracturado y un trozo de hierro en el cerebro. Pero lo cierto es que la mayoría de los hombres mueren como animales, no como seres humanos”.

Hemingway se sentía más cómodo en el territorio del cuento y del ensayo corto. Además, fue periodista durante muchos años. Y descubrió en sus despachos para el Toronto Star de Canadá, que cada palabra valía literalmente su peso en oro. Le habían asignado un cierto número de palabras para enviar por teletipo. En una ocasión se excedió en el número. El periódico le quitó de su paga un dólar, por cada palabra que sobraba.

HEMINGWAY VERSUS SCOTT FITZGERALD
La amistad, admiración, y celos literarios entre Hemingway y su principal rival Francis Scott Fitzgerald, está baldada por la falta de contrapeso. Scott Fitzgerald prácticamente no escribió nada acerca de esa amistad. Pero Hemingway le dedicó bastante espacio a esa rivalidad. Primero, en su ensayo Scott Fitzgerald, y luego, en A Moveable Feast, traducido a veces como “París era una fiesta”.

El comienzo del texto Scott Fitzgerald es un gran homenaje brindado por Hemingway al autor de The Great Gatsby: “Su talento era tan natural como el diseño que crea el polvo en las alas de una mariposa … Más tarde, adquirió conciencia de sus dañadas alas, y de su construcción, y aprendió a pensar. Pero no pudo seguir volando. El amor a volar había desaparecido, y solo podía recordar la época en que lo había hecho sin esfuerzo alguno”.

Hemingway dijo que en su primera reunión con Scott Fitzgerald, “ocurrió algo muy extraño”. El escritor había ingresado al bar Dingo, en la calle Delambre. “Scott era un hombre que parecía un jovencito. Su rostro oscilaba entre lo guapo y lo lindo”. Y de repente, “la piel de Scott pareció ajustarse a su rostro y adquirió el aspecto de una calavera … No fue mi imaginación. Su rostro se convirtió en una verdadera calavera, o en una máscara mortuoria, frente a mis ojos”.

Tal vez Hemingway pronosticó en ese encuentro la vida de alcoholismo en que se hundiría Scott Fitzgerald, junto con su bella y talentosa esposa Zelda, o la tragedia que viviría a medida que Zelda se iba hundiendo en la esquizofrenia. O quizás, fue un recuerdo de sus últimos años de vida, cuando ambos miembros de la pareja ya estaban muertos.

De todas maneras, fue una relación de amor y odio, en la cual Scott Fitzgerald llevó la peor parte, pese a que siempre se mostró muy generoso con su amigo. Al parecer, Fitzgerald era muy directo en sus preguntas. Apenas conoció a Hemingway, le explicó que se disponía a escribir una novela, y estaba haciendo una research sobre parejas. ¿Se había acostado con su esposa antes de casarse? Hemingway alegó falta de memoria. Pero Fitzgerald insistió hasta que Hemingway, despojado de excusas, abandonó la reunión.

En raras ocasiones Hemingway elogió a su rival, aunque reconoció que The Great Gatsby era una gran novela. “El quería que leyera su nuevo libro, The Great Gatsby, tan pronto como pudiese obtener la última y única copia de alguien al cual se lo había prestado”, indicó. “Cuando uno lo oía mencionar al libro, ignoraba lo bueno que era, excepto que Fitzgerald tenía la timidez de todo escritor que además de no ser fatuo, había logrado algo excepcional”.

Hemingway se mostró escandalizado cuando Scott Fitzgerald le confesó que algunas de las que consideraba sus mejores historias las había “degradado” para poder venderlas en la revista The Saturday Post, la más famosa de su época. Inclusive le explicó al alarmado Hemingway sus trucos para que fuesen negociables. Cuando Hemingway le dijo que de esa manera estaba “prostituyendo” su talento, Fitzgerald lo admitió. Pero, dijo, era la única manera de obtener bastante dinero “a fin de escribir libros decentes”.

La respuesta de Hemingway fue que “nadie puede escribir, excepto lo mejor. De lo contrario, destruye su talento”. Scott Fitzgerald le dijo que no se preocupara. Él se había puesto a salvo. Primero escribía un relato muy bueno, y lo guardaba. Luego, lo cambiaba para peor, a fin de poder venderlo. Pero, como conservaba el original, eso no le causaba mucho daño.

El único claro homenaje que Hemingway le rindió a Fitzgerald fue cuando reconoció el aporte de su amigo a la mejora de su cuento Fifty Grand, la historia de un boxeador en declive que decide entregar una pelea, a cambio de recibir una recompensa de 25.000 dólares. Como todos los héroes de Hemingway, al final el boxeador decide vender cara su derrota, y afrontar a su poderoso rival hasta que termina destruido. Fitzgerald le dijo a Hemingway que el cuento era muy bueno, “Pero sería mejor si eliminaba la primera página y comenzaba por la segunda … De esa manera, la historia tendría más vigor”. Hemingway aceptó agradecido el consejo.

LA DAMA DE PARÍS
Uno de los monstruos sagrados que gobernaban el ambiente literario de los expatriados norteamericanos en París era Gertrude Stein. Ella emplazaba y destruía escritores. «No recuerdo que Gertrude Stein haya hablado bien de escritor alguno que no haya mencionado sus textos de manera favorable”, dijo Hemingway. “O que haya hecho algo para avanzar su carrera, excepto por Ronald Firbank, y más tarde, por Scott Fitzgerald”.

Stein tenía bien fundamentadas ideas sobre la sexualidad que no se anima a decir su nombre. “El acto sexual que cometen los hombres entre sí es feo, repugnante, y tras el orgasmo se sienten disgustados consigo mismos”, le explicaba a Hemingway. “En cambio, en las mujeres es lo opuesto. Ellas no hacen nada que cause disgusto, o sea repulsivo. Y luego se sienten felices y logran compartir vidas felices”.

La amistad de Hemingway con Stein duró tres, cuatro años. Stein era terriblemente arrogante, y sus compañías femeninas, como dijo Hemingway, tenían un solo objetivo: atender a las esposas de escritores. Como parte de su amistad con Stein, Hemingway tuvo la fastidiosa tarea de corregir sus larguísimos manuscritos. El escritor decía que los trabajos de Stein comenzaban bien, pero luego se hacían repetitivos, y terminaban siendo una forma prestigiosa del aburrimiento. Por alguna razón, Stein consideraba que su tarea se limitaba a escribir, nunca a corregir.

Finalmente, un día, llegó la catástrofe, y se acabó la amistad. Hemingway fue a visitar a Stein. Lo recibió la criada de la escritora, y le pidió que esperara un momento. La señora Stein estaba ocupada. ¿Deseaba alguna bebida? Hemingway aceptó un eau de vie. “Y de repente”, dijo el escritor, “escuché que alguien le hablaba a la señora Stein como nunca antes había escuchado que una persona hablara con otra, nunca, en ninguna parte, jamás». “Luego, la voz de la señora Stein emergió suplicando y rogando. Decía:´No, por favor, no lo hagas. Haré todo lo que quieras, mi gatita, pero por favor, no lo hagas. Por favor, no lo hagas, gatita”.

Hemingway dejó el vaso con eau de vie en una mesa, y caminó hacia la puerta. Y entre tanto, la discusión seguía. “Era malo oír lo que una mujer decía”, señaló. “Aunque eran peores las respuestas”.

Revisar los escritos de Hemingway en una antología completa es todo un hallazgo. Existió un escritor obsesionado por escribir. Pero también existió el otro Hemingway, muy obsesionado por los problemas políticos de su época. Tuvo experiencias de dos guerras, la primera y la segunda guerra mundial, conoció a muchos políticos de ese tiempo tormentoso, estuvo en España durante la guerra civil –su pasión por España nunca decayó– y fue un testigo muy inteligente de una época como la humanidad nunca antes conoció. Amaba el peligro, y en su cuerpo quedó el testimonio de heridas y de accidentes. Sus numerosos trabajos se alzan como un enorme rompecabezas de su era. No todos son ejemplares, pero, nadie lo superó en perspicacia y en su precisa escritura. Y en sus mejores momentos logró que cada palabra de sus textos brillara con la insistencia “de guijarros en una playa”.

Mario Szichman, periodista y escritor argentino. Escribe desde Nueva York.
https://marioszichman.blogspot.com.es
@mszichman

 

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