MILAGROS MATA GIL –
I.
Mi padre tenía su dinero en una maleta con cerradura de combinación que guardaba en un escaparate con cerradura. Eran otros tiempos. A los 16, 17 años, yo le llevaba la contabilidad de su negocio de venta de periódicos y revistas. De lunes a sábado, cada noche, él me entregaba el dinero que había hecho y el cuaderno donde anotaba sus operaciones. Cada proveedor tenía su aparte: Cadena Capriles, Bloque de Armas, y así.
Con ese trabajo yo «pagaba» los privilegios de que disfrutaba (casa, comida, vestido, calzado, educación, libros, distracciones).
Pero además me ganaba 2,50 semanal, apartes de la mesada, con lo que pagaba un bolívar de la entrada del cine, un bolívar de un helado y el bus.
II.
Mi padre nunca compró a crédito, ni pidió prestado, ni tenía deudas, ni recibió bonos o subsidios del Estado. En su habitación, pues dormía aparte, tenía tres carteles enmarcados: uno decía: «Yo pago todo». Otro, era el poema «If». En inglés, por supuesto. Mi padre amaba la lengua de su madre. Cuando me dieron una beca de la Gobernación, por los buenos oficios de los adecos amigos de mi tío, quiso rechazarla. No sé cómo mi madre lo convenció de que no lo hiciera.
En algún momento yo sí tuve cuenta bancaria y hasta tarjetas y me endeudé. Mala cosa. Como en el año 2000 decidí que no seguiría por ese camino de los créditos y comencé a regirme estrictamente por un presupuesto. A pesar de lo difícil que es hacer eso hoy día, evito en lo posible comprar bienes o servicios que no puedo pagar. Por eso, por ejemplo, no tengo cable TV. Y aunque me encantaría tenerla, no tengo bombona grande de gas. Y así.
III.
Mi padre se llamaba Jorge Antonio Mata Shelley y era hijo de Jorge Ernesto Mata y Elizabeth Shelley. Nunca dejó que lo olvidáramos. Los papeles de mi abuela, los que pudo rescatar, los guardaba amorosamente. Y tampoco permitió que nos alejáramos de la lectura de Kipling, Byron o Mary Shelley, cuyo parentesco reivindicaba, no sin fundadas razones, pero ésa es otra historia. Eran sus preferidos.
Para ir al trabajo, muy temprano en las mañanas, después de preparar café muy fuerte y sin azúcar, vestía de kaki y con sombrero. Pero en las fiestas: la Semana Santa, la Navidad y alguna que otra, llevaba casimir, camisas de algodón, corbatas de seda y Borsalino. Se perfumaba con Jean Marie Farina que impregnaba en pañuelos de bolsillo.
No era afectuoso, pero sí cortés. Lamento no haberle dicho nunca que lo amaba y lo admiraba.
Fue un hombre trabajador y honrado. Invirtió bien su dinero, aunque lamentablemente, ya en su ancianidad tocada por el Alzheimer, fue despojado por esa gente zafia que nunca falta en este mundo. Hasta dentro del propio entorno familiar.