El terrible secuestro de la princesa

FRANK CALVIÑO –

– Aparque lo más cerca posible.
– Joder… ¿Esos son los anti-disturbio?
– Si, si, usted no se preocupe. Dele lo más cerca posible.
– Pero joder que están los anti-disturbio… la calle está cortada chaval… me parece que algo grave pasó. Te puedes ir olvidando de lo que venías a hacer. ¿Te llevo a otro lado?
– No, no, usted aparque. Que precisamente vengo a lo que está pasando.
– ¿Y qué está pasando?
– Qué queremos saludar a nuestro embajador.
En ese punto el taxista, un Vallekano de pura cepa, me miró contrariado. Le leí en las pupilas una angustia solapada. ¿En qué follón estaba metido su pasajero? ¿Cómo era posible que un chaval se viniera desde la otra punta de Madrid a las 9 de la noche, a lo que parecía una escena sacada de una película apocalíptica, para saludar a un embajador? No entendió el humor criollo. Me cobró rápidamente, se despidió y arrancó, en reversa porque la calle estaba cortada.
Y es que frente al Centro para la Diversidad Cultural de Venezuela y España no es que había un camión blindado anti-disturbios. Es que había por lo menos cinco. Y más de 30 policías vestidos a modo “robo-cop”. Amén de un río humano tricolor que gritaba, cantaba y vociferaba, trancando las calles Hermosilla y Príncipe de Vergara. Un río de venezolanos arrechos que le exigían a Mario Isea, embajador de la dictadura, que saliera a dar la cara. Los españoles no están acostumbrados a esto. Y si hay un Dios benévolo -y no cometen la torpeza de votar por Podemos- nunca tendrán que acostumbrarse.
Así pues, al descender del taxi me sumergí entre la multitud, comprometido como periodista que soy a descubrir a qué terrible enemigo le tenía tanto miedo Isea. ¿Qué grupo terrorista innombrable obligó a la Policía Nacional española a realizar semejante operativo? Lo que descubrí fue verdaderamente espeluznante.
El valiente Isea, prócer de la patria y gran defensor de la verdad, estaba realmente asediado. A los pies de su blanco castillo, por el que de vez en cuando se asomaba alguno de sus siervos a mirar por la ventana, había una turba salvaje de criminales abuelas, carajitos, padres y madres de familia y lo peor… mujeres venezolanas de esas que están “riquísimas” y que se visten con la bandera tricolor. Un ejército de compatriotas exiliados, que se habían auto-convocado -en su inmensa mayoría- luego de ver el anuncio que el propio Isea había regado por redes sociales llamando al acto. Un turba que él mismo invocó.


En las ventanas de los edificios, para terror de Isea, se produjo la mayor traición. Cuando la tarde caía, y viendo que el ejército de salvajes no se retiraba, los madrileños comenzaron a asomarse. Isea, quizás, esperaba que les lanzaran ollas con agua o aceite hirviendo, o mínimo que les dieran unos “plomazos” al estilo Colectivo. Pero los traidores de los madrileños comenzaron a lanzar gritos a favor y besos. Una señora tuvo hasta la osadía de proveer de armas a los salvajes: preparaba pancartas y las lanzaba desde una ventana a la multitud. ¿Y la policía? ¿Qué de la policía? Ellos seguro tenían que rescatarle. La ley así los obliga. Después de todo, Isea es un dignatario, aunque haya quien diga que por defender a una dictadura asesina, no tenga ya dignidad. Pero para tristeza de Isea, la policía no obedecía sus comandos. No hubo disparos de perdigones. No hubo latas de gas tiradas directamente a la cabeza de los manifestantes. A nadie lo rodearon con motos para molerlo a palazos. ¡Ni siquiera parecía que los Policías Nacionales supieran que hay que meter metras en las escopetas para dispersar, más efectivamente, a la chusma democrática! ¿Qué clase de policía era esta que no sabe reprimir? La frustración del gallardo Isea se disparaba a las nubes. Dicen las fuentes periodísticas que increpó a la Policía Nacional exigiendo que “disolvieran” la protesta. Y dicen las mismas fuentes que, muy educadamente, la Policía Nacional de España le recordó que estaban en España -una perogrullada que seguro por los nervios el otras veces lúcido Isea falló en recordar- que la protesta era pacífica, que ellos no reprimen, que a él ni a ninguno de los que estaban allí le iba a pasar nada -incluidos manifestantes- que ellos están para mantener el orden y la paz, y que, por favor, tuviera a bien dejarles trabajar. Así cuando caía la noche, y mientras la reserva en el restaurante se la asignaban a otro, el valiente Isea se maldijo en su suerte y supo entonces, que estaba secuestrado.
La turba de venezolanos aguantó hasta las 9 y pico. Luego, cuando la Policía Nacional los instruyó, como por arte de magia, los salvajes se retiraron en silencio y sin molestar. Sin duda, Isea pensó, aquí huele a chamusquina. No es normal que semejantes bárbaros sean, de repente, tan abyectos y sumisos ciudadanos.
Camino al Metro los madrileños se preguntaban, no sin razón, ¿De dónde salía tanta gente a esas horas? Y ya en la estación pude constatar las consecuencias del salvaje asedio al escuchar, de refilón, una conversación entre dos chicas ibéricas hasta los huesos: «El escándalo fue atroz… joder los odian… así estará el patio, tía». Esa noche se cortó parcialmente el Paseo de la Castellana. Por completo las calles Príncipe de Vergara y Hermosilla. Los coches reventaron los claxon. Los vecinos de Madrid escucharon como a Mario Isea, sus compatriotas, le llamaban “rata” “ladrón” “cobarde” “narco” -que no Franco como los sordos de Misión Verdad han querido mentir- y sobre todo “ASESINO”.
Este espectáculo, caótico y denigrante para la embajada venezolana, tiene también un alto coste para el Ayuntamiento de Madrid. Movilizar policías, camiones, trancar calles y lidiar, seguramente, con las quejas de los vecinos “que están hasta los huevos de Venezuela”. Quizás Isea no esté contento, pero estoy seguro que Carmena tampoco lo está con sus panas rojos rojitos.

EL «RESCATE» DEL EMBAJADOR

Post: Dispositivo policial y periodístico

El diario El País destacó tres redactores y un fotógrafo para cubrir «el suceso», los cuales escribieron un despacho que salió a las 2:30 de la madrugada en su página web. La Policía Nacional también se desplegó a fondo. Según el oficial que comandaba la operación de resguardo del orden público, estaba permisada una demostración de no más 20 personas, pero con el correr de la tarde en una primavera que tarda en oscurecer el gentío ascendió a doscientos a las siete de la tarde y a 500 a las 9 de la noche. Por supuesto que pidieron refuerzos, tanto en efectivos como en vehículos de menor y mayor calibre. Un helicóptero sobrevolaba la zona. Dice El País que «al menos 14 o 15 furgonetas antidisturbios se han desplegado en torno al edificio».

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