Un llamado a María Katiuska

GREGORIO RIVEROS. Soñar en cruzar un barrio desconocido de una ciudad también desconocida no es fácil de transitar; ni siquiera en la fugacidad del sueño. Hay días de la vida donde puede ocurrir algo parecido a un sueño verdadero; cualquier noche, cualquier sueño que obliga el transitar por empinadas escalinatas mudas, parajes silenciosos y solitarios; misteriosas casas ancladas en tinieblas. El mismo sueño puede ocurrir en una de esas noches donde —al principio descubres que— puedes entrar al barrio sin buscar a una tal María Katiuska (ni buscar a nadie más); y al final, en el mismo final del sueño, terminas deseando con toda la fuerza del corazón que exista una mujer llamada: María Katiuska.

Este sueño ha tocado la puerta: aquí en el barrio se puede andar por un camino pequeño; es un camino distinto a otro grande y ancho que se ubica paralelo. Puedo caminar por el camino más pequeño. En ambos hay escalinatas, pasajes como secretos y caminerías entrecruzadas. Todo dispuesto para transitar el barrio. Por el camino que ando, llego a un terreno explanado en medio del mismo cerro (me refiero a una especie de terreno con caminos planos); no pierdo mi orientación, me dejo llevar por este camino pequeño que ando: es un caminito más alto que el otro camino grande y ancho (ubicado al lado, en paralelo). Tampoco muy alto, es como del tamaño de dos brazos de una persona normal (común); pudiera medir dos metros o algo así.

Son dos caminos del barrio. Ambos están pegados: por donde yo marcho está el terreno más alto, pero, la extensión horizontal (amplitud) es más pequeña; y en el otro extremo está el camino más ancho un poco más bajo (en cuanto a la altitud); y es ahí, abajo, donde puedo ver tres niños. Son niños blancos (más bien amarillos y con el pelo amarillo; pudieran ser catires; o de un color de piel con un matiz rojizo). Los tres me ven llegar al barrio; y me ven entrar.
Tengo una desventaja que no conozco bien al barrio; eso es una dificultad muy peligrosa para transitar la noche. Igual que la misma ciudad en pleno centro: nadie te conoce en la soledad ni en la oscuridad de la noche. Pero, si digo, que es bueno que te conozcan en el barrio y que, si te conocen, eso es una ventaja, es algo razonable porque saben quién eres, y dicen, ahí viene fulanito, y te conocen, te permiten pasar tranquilo. Puede que te pidan algunas monedas y luego pasas tranquilo. Esa es la ventaja que te conozcan; pero nadie me conoce. Y otra de las desventajas que tengo es que voy caminando sin saber por dónde: con la mirada no me ubico para donde voy, y creo que conociendo el barrio, tampoco pudiera ver bien por la oscuridad de la noche.

Los tres niños se me acercan, vienen detrás de mí. Se ubican como a tres metros de distancia. No hablan, no dicen nada; es como si no me hubiesen visto, pero, yo los veo. Yo estoy más adelante del camino; ellos se quedan en actitud sospechosa. Al rato veo que ya no es una actitud tan sospechosa; tratan de abrir (tal vez, violentar) la cerradura de una casa. Intentan forzar una puerta con algo extraño: una aguja, o tal vez, otra llave distinta a la del propietario. La verdad no logro distinguir con qué abren la puerta (son simples presunciones mías): pudiera ser con cualquier cosa que intentan abrir esa puerta.

Uno solo de los tres niños se encargaba de violentar la cerradura; los otros dos niños no sé muy bien donde se ubicaban porque cambiaban indistintamente de lugar (ubicación). Unas veces se alejan del camino ancho y otras se acercan y le hacen compañía al que manipula la cerradura (la verdad, no sé si la violentaba). Los dos niños nunca se mantienen en un lugar fijo: caminaban, iban de un lugar a otro; excepto, cuando acompañaban al que forzaba la puerta.

A mí tampoco me beneficiaba la oscuridad para caminar por el barrio. A ellos, a los tres niños, tal vez si les beneficiaba. Hice el esfuerzo por detallar sus rostros; es un trabajo casi imposible, y también me parece, inútil. Lo digo porque nunca los he visto antes (todo esto es nuevo para mí): son rostros nuevos que desconozco; lo único que puedo lograr saber es que existen o existieron. Sorpresivamente, por la ventana de la casa alguien (una mujer) comienza a mirar; pronuncia algunas voces dirigidas al niño; y el niño desiste de manipular la cerradura. Los tres niños se agrupan y la mujer abre la puerta: los niños entran luego de pedir la bendición a la mamá.

Yo sigo por mi camino pequeño —repito— que iba paralelo al otro camino ancho. Iba por la orilla de la carretera de tierra del barrio, iba cuesta arriba. Mi camino me hacía subir más hacia la cima; en algo me beneficiaba, por lógica, más favorable para mi visión y saber lo que pasaba en la parte de abajo (en la otra carretera o camino). Yo podía huir o esconderme en algún lugar hasta el amanecer y así esperar la claridad de la mañana. Pero estaba impedido por el sueño; los sueños no permiten hacer lo que nos da la gana.

Era como un personaje de alguna ficción: un simple personaje de un cuento. Y ese cuento tiene un escritor (un autor): es como el dueño de nuestros actos, dueño de los personajes del cuento. En este caso era el mismo sueño el que hacía conmigo lo que le diera la gana. Total, que no podía huir, no podía esconderme; debía seguir caminando cuesta arriba contra mi voluntad; haciendo lo que quería el sueño, era como un barco en la mar lanzado a la deriva.

Así fue como vi desde arriba hacia abajo, desde mi camino hasta el otro camino; vi que abajo venían siete muchachos (muy jóvenes) de una edad entre 15 a 18 años: los vi y creo que me miraron desde que entré al barrio. Al tenerlos en una vista común —hice un gesto muy tonto de mi parte—; metí mi mano derecha en la cintura como para simular sacar una pistola (eso fue una torpeza instantánea que me impuso el sueño) como una burda intimidación para asustar a los muchachos. Y los muchachos (las sombras de los muchachos) todos se metieron las manos en las cinturas (parodiando lo que yo hice) para sacar también sus pistolas.

No pude engañar a nadie haciendo creer que yo cargaba una pistola en la cintura. Ahora el asustado era yo; los siete muchachos tenían las manos metidas en la cintura (dispuestos) para sacar quizás armas verdaderas: si todo se hubiese consumado (esos muchachos empistolados me hubiesen disparado) mi cuerpo tendría más huecos que un colador de cocina porque me hubiesen caído a plomo limpio. Pero resulta que, los muchachos eran buenas personas; se echaron todos a reír de mí. Se fueron cantando, parrandeando; siguieron su camino. Yo sentí un alivio que me duró un instante.

Ahí más adelante, pude bajar al camino más ancho; me bajé del camino angosto. Pisando ese nuevo camino (de abajo), el más ancho, exactamente, en un punto que llaman cuatro bocas (donde se encuentran las esquinas de cuatro calles), ahí mismo comienzo a cruzar una curva hacia una de las calles, y enseguida me topo violentamente con una persona; pero, logro mirar bien su cara porque lo tuve muy cerca (no lo conozco; jamás lo he visto): su rostro es de piel blanca (catire); pude ver ese color del lado izquierdo de su rostro cuando nos topamos y la luna se reflejó en su piel. Y al virar, la otra parte de su rostro (disfrazado), era de color negro como pintado con carbón.

En ese momento sentí que mi corazón se movía brincando como alguien que se ahoga en su propia sangre. Pero, me salió como del mismo corazón —lo impuso el mismo sueño—, soltar un llamado como de auxilio frente a una de las oscuras casas que estaban en las cuatro esquinas; y grité: ¡María; soy yo! ¡Gregorio! Pero ese tipo no se dejó convencer. No creía que (yo) había llegado al paradero: un destino en el barrio. Por eso se quedó firme parado a mi lado.
Yo simulaba con mi llamado; intentaba disuadirlo para que comprendiera que alguien me esperaba en la casa. Pero no logré alejarlo; se quedó cerca, mirando mi rostro; dispuesto a cometer cualquier vileza.
Y, nuevamente, volví a soltar otro llamado que me salió como del alma: ¡María; soy yo! ¡Gregorio!»

En ese instante, se asomó —por la ventana de la casa— una mujer alta, robusta, vestida con un camisón estampado; su rostro, sus labios y sus palabras, aliviaron mi sueño: ¡Soy María Katiuska! ¡Pase adelante, Gregorio!

Gregorio Riveros. Escritor. Reside en Pampanito, estado Trujillo, Venezuela.

@gregorio riveros.

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