Corresponsales en tierra calienteEVARISTO MARÍN

De sus grandes triunfos como reportero gráfico, puedo dar mucha fe. Lo he visto cámara en mano, en medio del ruido y las llamaradas de una explosión petrolera, desafiando el oleaje de un mar de leva y con el agua casi a la cintura, cuando, luego de mucho llover -en aquél aciago 1970- el Neverí se metió de lleno hasta el propio centro Corresponsañes de mil batallasde Barcelona. Los acontecimientos que han pasado por su lente fotográfico son dignos de más de un Pulitzer, el gran premio periodístico de fama mundial: Los alzamientos militares de los años 60, conocidos como el Barcelonazo y el Carupanazo, los episodios cruentos de la guerra de guerrillas, tragedias aéreas de sobrecogedoras magnitudes -como aquella, con 75 muertos protagonizada por un avión de Avensa en Maturín-, el largo episodio de los frecuentes estallidos de oleoductos petroleros por acciones armadas clandestinas contra los gobiernos de Betancourt, Leoni y Carlos Andrés Pérez.

En este oficio de la noticia, el suceso no tiene hora, ni fecha, ni sitio fijo. Eso sintetiza en mucho la vida de Augusto Hernández y su trayectoria en el periodismo. Muchas veces, los dos amanecíamos trasnochados entre los primeros que llegaban con las comisiones de rescate de avionetas caídas en la montaña de Bergantín, en la ensenada del golfo de Santa Fe, o en el más inhóspito lugar de una sábana o de una playa. Hubo una época en que ya parecíamos cronistas de la aviación civil y militar. En un solo año, contabilizamos tres desastrosos siniestros de bombarderos de la base aérea local.

Un DC3, que iba en ruta hacia Colombia –con una extraña carga de juguetes navideños, desde Norteamérica- amaneció un día semienterrado en la arena de las playas de Caño Caimán, luego de haber rondado en la madrugada sobre el aeropuerto, en desesperado intento de aterrizaje. La torre de control no respondió a sus llamados de emergencia. El piloto tenía antecedentes por drogas en Estados Unidos. De repente, en un caso como este hasta nos llamaban desde las agencias internacionales de noticias, en demanda de tomas fotográficas. Eso permite decir que, algunas veces, Augusto Hernández también ha cobrado su trabajo en dólares.

Esas grandes tragedias que han convertido en escenario de dolor y llanto las carreteras de nuestra región oriental, nunca faltaban en el recuento de los años en los cuales anduvimos reporteando juntos para El Nacional, en la extensa geografía del estado Anzoátegui y a veces de otras zonas del oriente del país. Hubo días y semanas en los cuales no parecía haber lugar para el descanso. Cuando llegaba el momento de las vacaciones, estábamos extenuados. Era la comadre Lulú, la que alertaba: “No voy a pasar las vacaciones escolares con estos muchachos en la casa. El ‘Pure’ se va de vacaciones”, reclamaba ella, con justa razón. Además, las palabras de Lulú siempre fueron órdenes. Pregúntenselo al propio Augusto.

Haber trabajado con Augusto Hernández, durante casi medio siglo, me permite retratarlo estupendamente, con muy sobrada experiencia. Tengo el privilegio de conocerlo, de vista y trato, como se decía en los antiguos documentos, desde 1957. En diciembre de ese año, logré mi primer ascenso en El Nacional. Eso significó para mí el traslado hasta la corresponsalía de Barcelona, luego de una primera incursión periodística con el periódico de los Otero, aquel mismo año, primero en Tucupita y luego –por muy pocas semanas- en El Tigre. Cuando me trasladaron a Ciudad Bolívar, en junio del 58, comenzábamos a sentirnos tan hermanados que al momento de la despedida lloramos como un par de muchachos.

Varios premios Pulitzer le deben a Augusto Hernández
Augusto Hernández, 1969

Obviamente, el Augusto Hernández de los grandes acontecimientos fotográficos también recoge vivencias gratas, reconfortantes y pintorescas, en el discurrir contemporáneo de Barcelona y Puerto La Cruz, ciudades que aprendió a querer quizás tanto como a su Puerto Cabello natal, donde, de niño, admiraba el trabajo de Henrique Avril, el genial fotoreportero de El Cojo Ilustrado. En El Nacional y en una sección llamada “La Viñeta” –de la cual fue iniciador– desfilaron hechos y personajes que forman parte de la historia de Barcelona. Me ufano en decir que en el arte de la fotografía he tenido el gran privilegio de ser su alumno.

Del anecdotario de este genial fotoreportero, también dan fe testimonial unos cuantos de quienes, por casi medio siglo, lo han tenido como vecino de la Barcelona de Venezuela. Cría fama y échate a dormir. Mañico Silva, propietario de la única funeraria que hasta avanzada la década de los 50, tuvo Barcelona, se ufanaba de tener “medido de vista” a todos los principales personajes de la ciudad, para asignarle, a la hora del fallecimiento, el tamaño de la urna. No dejaba eso al azar. Los medía mentalmente y anotaba nombre y talla en lo que llamaba “Cuaderno Nro 2”. En perfecto orden alfabético allí estaban desde el gobernador y todos los funcionarios del gobierno, hasta el jefe de policía, los jueces y el director y los maestros del Grupo Chile. Cierta vez, Mañico observó que al pasar frente a su negocio -cercano por obvias razones estratégicas al antiguo hospital “Luis Razetti”- el reportero gráfico de El Nacional comenzaba a caminar con gestos extraños, tal como si estuviera paralítico de tanto andar con esa cámara al hombro. “Mañico, tengo que hacerlo así, ¡para que no me midas!”, le dijo un día, chistosamente, y el conocido comerciante funerario, le sorprendió, sonriente, con esta contundente y muy reflexiva confesión: “Uff, Augusto, tu medida la tengo en el Cuaderno N° 2, desde hace años. A la gente hay que medirla viva. ¿Tú no sabes que la gente, al morir, se encoge?”.

Todavía, a los 94 años que cumplirá el primero de septiembre, sus problemas de salud no han dado mucho de comer a los médicos. Hasta los 88 años solo le habían intervenido para extraerle la vesícula. Todo un récord.

Varios Puklitzer le deben a Augusto Hernández
En su carnet del periódico, se lee al margen: “Dic 1955 comencé en Barcelona
1º de enero 1956. Mi primer suceso: cuatro alemanes que se mataron en Los
Montones” (zona industrial, en la vía hacia Naricual).

DEVUELVO ESTOS CUBIERTOS O TE MANDO PRESO

Por pura circunstancia nada más, el recordado escritor -y cronista de Barcelona, Salomón de Lima, administrador de la gobernación durante parte del mandato del Dr. R. A. Fernández Padilla, quedó “encargado del despacho”, como se dice en el argot oficial. Eso exactamente fue lo que pasó cuando Fernández Padilla viajó al exterior invitado por el Departamento de Estado norteamericano, y el secretario general de gobierno, Luis Echeverría Alfaro, tuvo que ausentarse a Ciudad Bolívar para una gira con el Presidente Leoni. En esas circunstancias, don Salomón acudió, como Gobernador encargado, a una cena de gala en el Country Club y al llegar a su casa de regreso, poco antes de la medianoche, se encontró una no muy grata sorpresa: Tenía en los bolsillos del paltó un tenedor y un cubierto. No lo pensó dos veces: “Esta vaina solo puede ser una ocurrencia de Augusto Hernández”. Seguro de que era así, despertó a Augusto -de un telefonazo -cerca de la una de la madrugada- y le dijo “Augusto, aquí tengo los cubiertos que me pusiste en el bolsillo y no sé si mandarte preso por mamador de gallo o devolverle estos cubiertos al Country”. Afortunadamente optó por lo último.

El propio Augusto cuenta, entre sus pintorescas historias, las que vivió cuando tenía de vecino a Cristóbal Colón. Obviamente, no al que llegó a Macuro con sus tres famosas carabelas. Al que Augusto y muchos otros conocemos –de vista y trato- es un comerciante nativo de la ciudad capital del estado Anzoátegui, por algún tiempo residente en la planta baja de “Los bloques del Banco Obrero”, en la extensión de la avenida Cajigal, en la salida hacia Puerto La Cruz. Un día, durante uno de esos grandes aguaceros que periódicamente azotan a Barcelona, a Colón se le inundó el apartamento y cuando llamó al Cuerpo de Bomberos y dijo su nombre. La emergencia que vivía con su familia fue tomada como un chiste. “¿Cómo dijo usted que se llamaba?, le preguntaron, y cuando insistió en decir “Cristóbal Colón”, una gran carcajada se apoderó de los bomberos. El fotógrafo de El Nacional tuvo que ir, personalmente, a explicar que el Colón que estaba con su familia, con el agua casi hasta el cuello, no era precisamente el descubridor de América, tan admirado por cinco largos siglos y ahora tan fustigado por grupos que han llevado su furia a los extremos de derribar sus estatuas y de querer desterrar su nombre del paseo que lleva su nombre en Puerto La Cruz.


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