OMAR PINEDA. Entonces él tendría nueve años y luego de que la chica que los cuidaba –a él y a su hermana– salía disparada a las cinco de la tarde para llegar a su casa en Mamera antes de la noche, mi hijo nos telefoneaba para que le dejáramos bajar a la bodega del señor Durán, un yaracuyano amable, de unos 67 años, en plena esquina de Junín. Hablo de San Agustín del Norte, un sector en apariencia tranquilo y con aires de vecindad acrisolada por los años. De vez en cuando nos inquietaban noticias de atracos y peleas entre bandas que nos llegaban como rumores, dada su cercanía con el terminal del Nuevo Circo y la avenida Lecuna. Elizabeth reporteaba para El Nacional y yo era editor en El Globo, de modo que tras recogerlos del colegio y almorzar juntos, ellos se quedaban en casa con Judy el resto de la tarde y nosotros corríamos al trabajo.

Nadie ignoraba que San Agustín estaba incluida en la lista de parroquias inseguras de la capital, calificación que se multiplicó después del Caracazo. Tampoco era una sorpresa que los choros de Hornos de Cal o La Charneca atravesaran el puente La Yerbera para ocuparse de lo suyo: robar a transeúntes distraídos, llevarse lo poco que había en la caja registradora de la licorería de los hermanos Tavares e incluso arrasar con el dinero de El Chapulín Colorado, sin importar lo abarrotado que solía estar ese restaurante a cualquier hora. Aún así, en San Agustín del Norte se podía vivir en paz. Fue así como Oliver me llamó para que le dejara salir a comprar chucherías. El dinero que les dejábamos para la merienda les alcanzaba para dos potecitos de leche condensada, dos panqué Once Once y una malta. Con el retumbar de su llamaba yo doblaba las piernas por el temor paterno a que le ocurriera algo, así que remitía la petición a su mamá, hasta que Elizabeth y yo acordábamos dejarle salir con la condición de que volviera lo más pronto, que no se distrajera en la calle y nos llamara al llegar. Pero nada indicaba que ese jueves sería un día particular, salvo que el señor Durán atendía solo, ya que José, su acompañante, un tipo moreno, alto y espigado, cercano a los treinta años, que vivía con la hija menor de Durán, lograba espantar a los malos debido a su imagen de portero de discoteca. Solo que esa tarde José había salido a realizar una diligencia. Así que Oliver era el único cliente en la bodega. Bastaron unos segundos para agacharse en la despensa del fondo y observar los nuevos juguetes que habían llegado, cuyos precios invitaban a sacrificar al menos una latica de leche condensada, cuando su inocencia cambió.

En esa profunda cavilación se hallaba sumergido hasta que oyó un ¡pum! que lo sacó de la meditación y el evanescente grito del señor Durán le asustó. Luego nos diría que se plegó al estante de los juguetes casi como si formara parte de él y oyó con miedo de niño las pisadas de uno de los ladrones que recorría los pasillos. Al cerciorarse que no había nadie el hombre regresó al grupo que ya había sacado los billetes de la registradora y huyeron. Paralizado por el miedo, mi hijo no se movió hasta que algunos vecinos acudieron en ayuda del señor Durán. Está demás explicar que Oliver no compró nada. La chuchería se quedó en el mostrador y nadie percibió cuando pasó a un lado de la gente y corrió hasta la casa. Para no causarnos inquietud en el trabajo contó lo sucedido en la noche cuando nos sentamos a cenar. Eran las siete y cuarenta, y aún así me acerqué al abasto para recabar datos de los vecinos. En esa misma esquina quedan las residencias Pichincha, donde vivió durante años Jesús Eduardo Brando, entonces reportero de sucesos de El Nacional. Semanas después coincidimos en la panadería justo debajo de su edificio, y cuando le pregunté acerca del atraco al señor Durán (casi estuve tentado a revelarle que mi hijo fue testigo ocasional del suceso), Brando, con ese tamaño de gigante que le permitía ver a sus interlocutores de arriba hacia abajo, me contestó “Eran tres y los están cosiendo ahorita en la morgue”.

El señor Durán sobrevivió porque la bala apenas le rozó una pierna, y porque los choros en realidad no tenían en sus planes dispararle. Solo que se desmayó por el impacto del fogonazo y los sujetos lo dieron por muerto. Pasados los días nos dejamos arrastrar por la atmósfera de alegría y alivio de los vecinos cuando vimos sus rostros sin vida publicados en Crónica Policial, pasquín que exhibía con crudeza y sin rubor las fotos de los cadáveres, fuesen víctimas o victimarios, y que ya Últimas Noticias, el diario 2001 o El Mundo no se atrevían a mostrar. Ello no impidió, desde luego, que siguieran otros asaltos o que de vez en cuando hallaran un cadáver en el basurero el edificio Uno de La Yerbera o en una esquina, y que por ellos viejas matronas de San Agustín del Norte elevaran sus brazos al cielo implorando al Señor que protegiera un lugar de aquella Caracas vieja cuando las familias salían de sus casas y dejaban la puerta abierta para ofrendarles el abrazo a sus vecinos en la noche de año nuevo.

Dos años más tarde Hugo Chávez falló en el golpe de estado del 4 de febrero y un año después el Centro Simón Bolívar nos asignó el apartamento en Juan Pablo II para volver a vivir en carne propia otras experiencias siempre vinculadas a la inseguridad y el crimen. Pero es ahora, aquí, recostado en la placidez que nos brinda una conversación por wahtsaap cuando José con más años y luchando por conservar su imagen de portero de discoteca me escribe desde Lima para confiarme que a esos tipos los mataron él y su cuñado Juan. “Pero ya eso es pasado, men”, concluye. Ahora tiene dos hijas y un nieto, y se ríe solo porque entre tantas cosas que arrastra de aquellos días me pregunta si yo conocía al Cabezón. Le envío un emoticón que expresa no saber de quién habla y cuando se lo explico José no puede contener la carcajada. Me habla del chamo de La Yerbera que estaba dañao y que se aparecía en la bodeguita para joder al viejo cantando Ordinary World, uno de los hits del grupo Duran Duran, “hasta que yo salía y le decía está bueno, men, y lo amenazaba con darle una patada por el culo”. Dejamos el tema y pasamos a la pregunta mutua de ¿desde cuándo estás por alláí?, y José revela que lleva cinco años fuera del país: cuatro años en Lima y uno en Ecuador. Arrancó con la mujer y su hija. La otra se quedó en Caracas. “Pero ¿quiere que te diga una cosa, men? Me hace falta esa maldita ciudad”, en referencia a Caracas. Entonces yo, sin mala intención sonrío y me doy cuenta que, sin quererlo, José está recreando una estrofa de la famosa canción de Durán Durán, que me sirve de título para este recuerdo.

Omar Pineda, periodista venezolano residenciado en Barcelona (España)

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.