EZIONGEBER CHINO ALVAREZ. Domingo, 6 de octubre. 6:00 a.m. Un día, Cayo se fue a vivir al Gran Electrón. No digo que haya muerto, no. De hecho, esta misma mañana iré a verlo aprovechando el día de visita. Por petición expresa de una de sus hijas que vive afuera, le llevaré al hospital entre otras cosas, sus cigarros y un montón de pepas que llaman Sinogán. Ya vendrá un señor taxista a traérmelas a casa. Y sí, entiendo que determinados pacientes psiquiátricos tienen permiso de fumar contaíto allá en el piso nueve. Me acuerdo de Julián Pacheco y su programa radial. Chuchín, su partner, diría que a Cayo lo agarró el computador:

7:30 a.m
‘Coño, Cayo. Cuarenta años es burda. ¿Hará lo suyo el Sinogán? Eso más bien tiene pinta de ser una misión para Ultramán, pana mío. Mejor, para Supermán’. Yo, aquí. Moliendo el asunto a discreción.

Conozco a Cayo de tiempos universitarios. Y a pesar de que he sabido de él por intermedio de su hija, no nos vemos desde aquella noche en la que nos dimos unos pescozones en la casa de una amiga. Son de esos ramalazos de los años 80, que quedan sembrados por ahí, en algún rincón del entramado neuronal, que llaman.

Íngrimo y solo pervive el Cayo en Venezuela. Ese club aquí es muy grande. Todo mundo se le fue, salvo la hija, que en cualquier momento vuelve para llevarse a su viejo. Pues tocará acercarle a Cayo sus efectos personales y yo no tengo problemas en cumplir con tan augusta misión. Es que el hombre anda haciendo rubiera. Es que ve bichos alados saliendo de las paredes. No sé de honduras, pero imagino que a Cayo se le pegaron los platinos del todo. O fue la fusiblera. Por eso, lo llevaron de urgencia al piso de la gente que no consigue en su mente el camino de regreso.

Aparte del proverbial ventetú de esos tiempos de estudiante, te digo que Cayo y yo nos topábamos frecuentemente en las reuniones de cierta pandilla literaria llamada ‘A un año de Toulouse’. Tratábase de un grupito que procuraba armar jodas respetuosamente y con cierto aire intelectual. En una reunión de ese tipo, venía incluida la caña, lo que ruede y también muy buena música. Tracy Chapman. Mecano. David Bowie. Toquinho cantando Aquarela. En todo caso, y siendo yo un muchacho del interior, el aplique de Cayo era estarse en un eterna vaciladera. Que dónde dejé la lancha, y que:
—¡Compadre, cómpreme un coco! —repetía el condenao.
‘Y qué le pasa a este’, me preguntaba yo. Era que uno allá en el pueblo, se jugaba con los demás al modo de Cumaná y bajo el riguroso esquema de ‘si sigues, con la vaina, te clavo tu carajazo’. Y bueno, los dos cobramos.

8:45 a.m
Trato de ajustar ese recuerdo, de camino al hospital, pero a la vida por vivir no le gusta la nostalgia. Tampoco a la realidad. Arriba nombro un taxista con el que pude llegarme al sitio, pero prefiero que la camionetica me deje en pleno centro, tú sabes. Con el presupuesto del que dispongo, debo comprarle al Cayo: champú, jabón de olor, pasta dental, papel de baño, un paño, y cinco litros de agua potable. Este último rubro es vital, porque si algo hay de sobra en un hospital venezolano, es precisamente, lo que falta. Notable contradicción. El tema es que si me esfuerzo en buscar artículos venezolanos, no alcanzaría el dinero. Queda claro que para sobrevivir aquí, tienes que irte donde el chino, porque solamente un chino vende merca de contrabando, pero con pátina legal. Del Seniat, ni te preocupes, que ellos van en la comparsa. Te digo, nada de lo que recabe el ente tributario va a parar al hospital de mi ciudad. Y ciertamente, a ningún otro. Nada abunda, salvo los afiches ‘delmamagüevoese’, que así llaman al tipo que se robó las elecciones.

9:15 a.m
Ya, a las puertas del hospital. No venía desde que murió papá. El careculismo del portero no juega carro, pero a mí no me impresiona. Es que vino con un strike por el Sinogán y los cigarros, y me costó pararle el trote. Tocó gritarle como si fuera yo He-Man:
¡PorelpoderdeGreijkoooo! —y luego salir huyendo hacia las escaleras.

Por supuesto que no hay ascensores que funcionen, no preguntes más. Dale porái p’arriba. Sí, voy mentando madre. Por el peso de los cinco litros de agua, sobre todo. Pelo a pelo y ya alcanzando el piso cuatro. Subiendo cada peldaño con la prudencia que demanda algún hueso quejumbroso, que ni sé. Pensando, además, que este hospital es como el país, pero en chiquito. Hay gente muy buena y decente. Pero es que sobran abusadores, ladrones, corruptos, hijos de puta en diversas presentaciones, alcabalas, freneros, pajúos, atracadores y cientos de médicos cubanos e iraníes. ¡Tamojecho!. Y la morgue. Ay… La morgue merece unas letras aparte.

La morgue, y también esos hombres que llaman zamuros, que son los que te van a esperar en el tanatorio con aire sobrao y cara de: ‘tranquilo, que yo te agarro en la bajaíta’. El cielo por mí, se puede esperar. Ahora ¿lo que mejor defina a nuestro adolorido centro hospitalario desde hace largos veinticinco años? bueno, que sobrando miserables, nunca hay un coñoelamadre. Esa frase es conmutativa, lapidaria, pero muy sincera. Me sale del corazón. Todo, todo, corre por cuenta del familiar.

Del bolígrafo para llenar la historia médica al yelco. Del yelco a la inyectadora, y de aquí a lo que se les ocurra exigirte, incluyendo par de empanadas con su conlechito. Yo no corro en ese lote. Y será un misterio eterno no saber quién sufre más, si el paciente o la familia, que tiene que dormir entre cartones a las puertas del tinglado. Voy del piso cinco, pal seis. Ni pallá voa miral. Piso siete, piso ocho. Cansado, no. Mamao. Y en aquel oscuro pasillo, como en un film de Jean Cocteau, la bedel de ojos canijos, friega el piso sin propósito, sin agua y sin desinfectante. ¡Qué digo Cocteau!.

9:40 a.m
CAYO, COMO TAL.
De chamos allá en el grupo literario, la voz cantante era la del pana in comento. Ahora que me dan acceso al piso nueve, voy recordando que Cayo, en ese entonces, se disparaba unas charlas bien del carajo. Decía, que la tragedia del venezolano, es que llegamos a la vida sin un piche manual operativo. Que poreeeeso es que nos pasan las vainas. Que debería distribuirse gratiñán una guía procedimental y a domicilio, como hacen los Testigos de Jehová. Claro, para que uno mismo entienda de qué cuernos va el asunto de vivir desde el sí mismo.

Ajá. Con una pequeña separata a full color de la vida de uno mismo que se reparta a cada quien, el uno mismo en cuestión evitaría pasarse la vida misma haciéndose las mismas preguntas acerca de cuál sería su sí mismo particular y personal.

Como consecuencia de lo anterior, quedarían por fuera temas como: 1) ¿Quién será mi mí mismo cuando no estoy?. 2) ¿Cuándo soy? Taclarito. Por otro lado, Cayo advertía que en ese proceso infinito de búsqueda de nosotros mismos, corremos el riesgo de joderle la paciencia al sí mismo de los demás «y allí es que se forma el patuque», agregaba sentencioso. Comentarios de los asistentes:
—Se jodió Tales de Mileto.
—…y Sócrates.
—Senda traba, caballero.

Y chico, aquí estoy. En el ala psiquiátrica que le sirve de contención al Cayo. Sentado en cualquier silla tipo pantry de color verde manzana. ¿Los otros pacientes?. Por ahí andan. Gravitando sobre su propio eje, como el que busca inútilmente la otra media que le falta: «No sé. Me borré. Todo se traspapeló». Entretanto, la enfermera que recibe la encomienda, desliza que el gran problema de Cayo, es que su vida ha sido un solo bonche y que en ese güiro no quedó ni pa amarrá un gallo.

—¿En serio? —inquiero alarmado, como si no hubiera sido yo cooperador inmediato en más de una fechoría.

Héte aquí que llegó el Cayo y su rostro de crucigrama con borrones. Los saludos de rigor no fueron tan profusos, pero yo me lo esperaba. Entre los dos, ahí sentaítos, nos bebimos un minuto de mutismo bien cerrero, pero sin acritud de lado y lado. No había motivo:

—Épale, Cayo ¿talacosachamo? ¿cómo mo te sientes? Traje un encargo de tu hija. Te digo, para que sepas. Un poco e’vainas ahí.

—…

—¿No me recuerdas? ¿del grupo literario? el Chino Alvarez… de Cumaná… nos reuníamos en El Cafetal en casa de…

—Ah, sí. La coñaza aquella. Es que tú ibas aullando por la vida, como el perro que recuerda malos tratos.

—Coño, perdón, your highness…

—Te estoy jodiendo. Un millonsote por mis cosas, Chino. Te digo, ya estaba aburrido con los mismos monstruos de siempre. No sugiero que seas otro, por favor.

—… ajá.

Fiel a su cháchara imposible, el Cayo comenzó a desgranarme su opinión, que siempre va del timbo al tambo. Entre otras cosas, la emprendió contra todo ese asunto ecológico que a mí me parece tan preocupante. Pero Cayo critica el bendito afán de salvar a las toninas. A las marmotas. A las conchitas marinas. Y lo más arrecho, según él: incontables personas quieren salvar al planeta, siendo que este tiene 4.5 millones de años de edad y la revolución industrial no llega a 200 años. Mijito… Queremos salvar al planeta —insiste— pero este seguirá su curso a pesar de nosotros, que no somos más que unos bichitos molestosos. Miles de millones de piojitos quieren salvar a un gigante autolimpiante, que debe estar pensando si mejor nos envía otro gran virus mortal, un meteorito o cuarenta terremotos, ‘y salgo deso’, dirá, harto de nosotros.

—Chino: recoge tu mierda pa que loj vamos pal coño, pal Gran Electrón.

—Seguro, querido amigo. Pero no me hablas de tu problema con la curda. A ver … ¿cuarenta años en ese plan para luego reventar en el alcohol absoluto? mi héroe. Absolutamente. Dime, Cayo, mi hermanito, cómo fue que empezó todo.

—Bueno, que la azotea me quedó filtrando. El cableado se me pegó hace poquito, y una noche de resaca, al tratar de despertar, noté que por el ombligo me empezaba a desinflar.

—Qué pasó, vale. Esa es letra de Mecano. Ponte serio.

—Ok, ok. Es que para llegar al Gran Electrón, tienes que pasarte al estado gaseoso, tú sabes, oxígeno, nitrógeno y arcón, sin forma definida. Ya mi mente picó los cabos, Chino. Y mi cuerpo aquí no pinta nada. Sólo debo llenar un formulario que me piden los zamuros, y listo. ¿Tú sabes qué tiene que decir el certificado que mandan pal visto bueno? “Muérete que chao». Agárrate, Chino. Son literales los carajos y sin eso no puedo llegarme al Gran Electrón. Qué vaina.

—Se la dan de jodedores. Chacales…malnacidos…¡cobardes!

11:30 a.m.
La hora de la visita terminó. No obstante, a Cayo le dio tiempo de extenderse un poco con ese asunto del Gran Electrón, una gran cápsula azul que late lento, como el corazón de un elefante. En ella pueden caber diez mil millones de soles y sobra espacio, porque al espacio lo controla el Gran Electrón, afirma Cayo de manera inapelable.

—Ahí tienes, jabón pa que laves, Chino. Nos vemos en el espejo.
Un abrazo fraterno y un chaoquetemejoresamigomio. Allá va Cayo: como un cronopio, tirando manotones y hablando cosas raras. Yo continúo aquí, sentado en una silla tipo pantry de color verde manzana. Pensando cual vigía, en los incontables avatares que nos impone el vivir, y entonces la vida podrá torcer por lo frágil o lo fuerte, según se vaya viendo, pero siempre será hermosa:

—Epale, señor. Se quedó lelo —me dice la enfermera.

—Si, disculpe. Ya es hora.

—Espéreseme allá, que ya le abro el portón. Y mire, una pregunta: ¿para qué le dio tanta cuerda al señor Cayo? Ahora, usted se va y nos dejará al paciente alterado y gritando que el plástico es hijo putativo del planeta, porque del planeta viene… ¿No le dije que Cayo está listo pa la parrilla?

—¿Y para qué es el Sinogán?

Eziongeber Chino Álvarez. Escritor venezolano. Reside en Caracas, Venezuela.

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