ABEL IBARRA –
Aparte de ser el título de un libro de Alexis de Tocqueville, Democracia en América es un axioma que señala la esencia cultural, es decir, la manera como se existe en Estados Unidos, este país generoso pero competitivo que escogimos para vivir. ¿Por qué? Hay muchas razones, pero nos contentamos por el momento con lo que dijeron próceres y poetas cuando le pusieron pulmón igualitario a este territorio que nació entre sueños que sangran. Los padres fundadores (la lista es larga) se metieron entre pecho y espalda, alma y corazón, el terco argumento del bienestar común y los poetas le pusieron la música de las palabras para que sonara mejor en los oídos de todos.
Aun con la pesadilla de la Guerra Civil sobre sus párpados, Lincoln dijo que el asunto debía ser “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, y, Rubén Darío, nuestro príncipe latinoamericano primero, se le iguala al proverbio cuando celebra la democracia en su “Oda a Roosevelt” con unos versos perennes, para terminar diciendo que “lo demás es tuyo, Walt Whitman”, manera hiperbólica y amable de decir que un hombre es todos los hombres. Sí, cuando el poeta dice “Yo Walt Whitman, un cosmos, el hijo predilecto de Manhattan, me celebro y me canto a mí mismo”, está asumiendo para sí el deseo magnífico de igualarse con cualquier terrícola en un canto que los hace a todos de un mismo “hueso de mis huesos y carne de mi carne”, como lo quería el mejor de nuestros apóstoles, el Cristo permanente.
Mark Twain, quien andaba fatigando estos caminos americanos de Dios con el carnet de identidad de Samuel Langhorne Clemens, se metió hasta el barro en los intersticios del espíritu humano, al contar la historia de dos muchachejos, Huckleberry Finn y Tom Sawyer, quienes andaban por el mar móvil del río Mississippi, jorungándole la paciencia a todas las convenciones del momento. Los puso a navegar en la misma balsa de redención junto a un negro (ahora los llaman afroamericanos, para no ofender, cosa que ofende más) quien se quitó de encima la espalda sumisa de “La cabaña del Tío Tom”, del mismo modo como la secesión terrible rompió el yugo de la esclavitud que hacía pasto en los estados del sur. Mark Twain puso a Huckleberry Finn y a Tom Sawyer (el veedor, el auscultador) a merodear por los lados del futuro, mientras el resto de los americanos hacía cola para entrar en una modernidad en entredicho.
Pero la modernidad llegó más de golpe que de verso y asistimos recientemente al acto de elegir presidente, es decir, escoger al hermano mayor, al ductor, al guía espiritual y carnoso, de un país que respira con el pulmón de gente venida de cualquier latitud. El actual presidente, que debía ser el de todos, escogió sólo una parte de quienes pisan en este territorio, convertido en un hermano mayor díscolo y boca floja que mete baza en los corazones. De allí su éxito y su fracaso. Triunfó adversando la aberración del “political correctnes”, lo políticamente correcto, aserto perverso desde su enunciado, porque lo político, más que correcto, debería ser “justo”, de modo que funcione para todos. Pero va a fracasar, Estados Unidos nació de todas las minorías venidas de cualquier latitud, comenzando por los “Pillgrims” y terminando por el último latinoamericano, los nuevos peregrinos. Es una lástima que tengan que transcurrir años de un mandato arrogante y pendenciero, para que sus seguidores, convertidos en fanáticos de un culto asfixiante, se den cuenta de que perdimos el tiempo. Pero siempre es así, pagan justos por pecadores.