VÍCTOR SUÁREZ –
El joven Dimitrios Demu es abordado por un comerciante ruso, quien le propone un negocio promisorio, el negocio que le haría inmensamente rico. Se había graduado en la Escuela de Bellas Artes de Bucarest, en la sección de Escultura. No era comunista, ni procomunista, era más bien apolítico, pero la codicia le iluminó el seso. “El arte pertenece a los bustos”, le dijo un tal “Alexandru Feliescu”. Y poco después se recondujo: “El arte pertenece a los colosos”.
En 1948 se instaló el régimen comunista en Rumanía y se produjeron cambios radicales en todos los campos. En 1948 comenzaron la gloria y el calvario del escultor Dimitrios Demu, nacido en Kumaria (Macedonia, al pie del Olimpo) en 1920, criado y educado en Rumanía, obligado a emigrar a Grecia en 1964 y finalmente asentado (1965) y fallecido en Venezuela (1997).
El realismo socialista, que había comenzado en 1934 con un discurso sobre literatura del entonces miembro del buró político del PCUS, Andrei Zhdamov, yerno de Stalin, se había convertido en doctrina oficial, y extendido a todos los países de la órbita soviética.
A partir de 1948, el Estado rumano es entonces único patrocinador y comprador de arte, al mismo tiempo que monopoliza las exposiciones y la sociabilidad de los artistas. En escultura, el mármol ya era burgués y el acero inoxidable estaba prohibido. Lo real superlativo tendría que hacerse en yeso o en bronce.
El negocio de los bustos que planteaba “Feliescu” se resume así:
En Rumanía existen 18 ministerios, con 3.955 oficinas. Más de 60 tribunales con 3.015 salas. Más de 112 regimientos militares, 20 divisiones, 5 cuerpos del ejército, con aproximadamente 2.850 oficinas. Más de 16.899 aulas escolares, más … más … decenas de miles de otras oficinas públicas, y en cada una debería estar un busto, o varios. Un total de 125.334 lugares, con la probabilidad de vender 125.334 bustos de Marx, Lenin y Stalin, en todos los colores y tamaños.
«¡Y usted, señor Demu, será rico!», propone el funcionario siniestro.
«El futuro, señor Demu, pertenece al busto, solo al busto, pero no a cualquier busto. Solo al maestro, al jefe, el busto al líder. ¿Entiende? Bustos, sus bustos, bustos de todos los tamaños, hasta en dimensiones heroicas…»
Dimitrios no hacía arte figurativo, cuatro veces se había negado a ingresar al Partido Comunista Rumano, su hermano mayor Nicolás había salido ilegalmente del país y se había radicado en Venezuela el año anterior, sus padres estaban viejos y enfermos, su otro hermano, Trajano, tampoco era comunista. Dimitrios, como escultor de broca gorda, era el único que llevaba jabón para lavar en casa. Ante las circunstancias, respondió a la oferta: “Con mucho busto”.
El negocio de los bustos pronto florece y pronto decae. Aunque el mundo socialista estaba cundido de bustos, desde el Báltico hasta Tirana, desde Dresde hasta Sofía, el negociante “Feliescu” y su instrumental Dimitrios se vieron en la ruina. No recibían encargos de ninguna institución pública. “Feliescu” se lo explica: todos los bustos que ves por acá son importados de la Unión Soviética. Rumanía entrega trigo y aceite, y, a cambio, recibe bustos. ¿Pero es que son iguales a los míos?, se inquieta Dimitrios. “Feliescu” informa que la ley de derechos de autor ha sido derogada, considerada reaccionaria. “Se llevaron tus modelos. ¡Mejor que mantengas la boca cerrada, créeme!»
El realismo socialista comenzó a pasar del pectore lenimen a la statuam insignes. Del busto anodino a la estatua imponente. Stalin es ya una deidad. Rumanía también sufre el “síndrome del tãtucului” (el papá-estado comunista). En las ocho páginas de Scanteia, el diario oficial, todos los días se menciona 148 veces a Stalin, en promedio. Allí lee Dimitrios un llamamiento a concurso:
«La expresión del amor del pueblo rumano por la personalidad del ilustre líder del socialismo victorioso, el mariscal Joseph Visarionovich Stalin, el brillante comandante del ejército pacífico de todos los trabajadores del mundo, será un gran monumento erigido en su honor en el centro de la capital. Ansioso por satisfacer esta urgente necesidad cultural, el Comité de Arte y el Comité del Partido han decidido organizar un concurso”.
Como en el caso de los bustos, Dimitrios duda. El destino de su familia nuevamente estaría en juego. Significaba traicionar el arduo trabajo de su madre Hrissa, apresurar la muerte de su padre, los estudios de su hermano Trajano. Es escultor, quiere perfeccionarse en su arte. Entonces, ¿por qué no probar suerte en esa competencia? Estaba convencido de que podía hacer el monumento, que podía esculpir al coloso. Finalmente, se inscribe en el certamen, como lo hacen decenas de artistas oficiales. El veredicto es pospuesto una y otra vez, durante casi dos años.
En esos momentos estaban arrasando las estatuas, estaban borrando el pasado.
En todas partes, con el hacha, con el pico, con la fuerza tractora de los tanques, las estatuas estaban siendo demolidas. Una fiebre de profanación soplaba en todo el país. Volaron por los aires la estatua de Pake Protopopescu, el ilustre exalcalde de Bucarest que había prestado los mismos servicios a la ciudad que el barón Haussman en París, y las de Ion Bratianu y Take Ionescu, grandes políticos rumanos. Dimitrios fue testigo de la demolición de la estatua del primer rey de Rumanía, Carlos I, acto en el que fueron asesinados algunos ciudadanos que trataron de preservarla.
Estaban desapareciendo todas las estatuas para implantar luego una sola. Pero tal monumento no sería una simple estatua, sino una creación con múltiples repercusiones políticas, algo fuera de lo común. Sería la más alta de todas las erigidas fuera de Rusia.
Había estudiado al personaje. Sobrio, con encanto militar pero no físicamente imponente, era más bien frágil, de baja estatura, con la mano izquierda inerte por polio infantil. Decían que había asesinado y acosado a millones de personas “con cierto placer”. Pero su Stalin no debía parecerse a las versiones de los escultores soviéticos. Su Stalin debía sonreír, mostrar “una cierta sonrisa”. Y ese rasgo fue lo que más gustó al jurado.
Es entonces admitido en una lista de diez finalistas. La decisión fue adoptada luego de la visita de Nikolai Tomsky, un escultor ruso que había ejecutado varias estatuas de Stalin en la URSS y era asesor del Comité de Arte. Tan pronto vio el Modelo Número 7 sonrió y dijo: “Esto es hermoso… no necesito más». El 23 de marzo de 1950 anunciaron al ganador del concurso.
«El premio al conjunto del monumento pertenecía a un escultor que no se mencionaba hasta ese momento, por razones que se nos escapan: Dumitru Demu. Era muy joven y acababa de terminar sus estudios. Cómo pudo instalarse a la cabeza del temido pelotón (de aspirantes) revelado por M. T. Vlad, subdirector del Comité de Arte, sigue siendo un misterio”, dice el historiador rumano Mihai Pelin, en “La década de los colapsos – 1940-1950”.
La obra tenía que estar lista para el desfile del primero de mayo. Al gran Parque Carlos II, en honor al rey que rigió Rumanía entre 1930 y 1940, lo habían renombrado Parque Hitler al momento de la ocupación nazi, y más tarde Parque Stalin, al momento de la ocupación soviética. La ofrenda al Generalísimo se completaría con la entronización de la gran estatua en la entrada principal. Y la debió construir en yeso, por la premura. Ese día fue invitado especial al gran desfile en plena era del Proletcult, el culto al proletariado como motor de la historia.
Dimitrios Demu solicitó una gran cantidad por su trabajo, 50 millones de lei (moneda rumana), con la esperanza de recibir al menos un tercio de lo pautado. Se sorprendió de que su petición fuera aceptada en su totalidad. Al inicio de la ocupación soviética, la paridad del lei con respecto al rublo era de 100 a 1. Al inicio de la Guerra Fría el valor de la moneda cayó drásticamente, y en 1952 el Banco Nacional emitió un nuevo leu, equivalente a 20.000 de los antiguos. Los 50 millones equivalían entonces al precio de un traje nuevo o de dos o tres comidas en un restaurante. Además, lo ofrecido por copyright se redujo en 90%, gracias al diezmo del partido.
A partir del premio, Dimitrios fue aclamado por el oficialismo y, asimismo, odiado por los artistas liberales. Le invitaron y agasajaron en Moscú, le admitieron en la Unión de Artistas Visuales, recibe el dinero ofrecido, dispone de un gran taller.
Su busto más premiado, al poeta ruso Alexander Pushkin, fue exhibido en el Museo de Leningrado (L´Hermitage, San Petersburgo). Expuso en Rusia, Finlandia, Grecia y Polonia. Le otorgaron el Gran Premio del Estado Rumano. Una maqueta de la estatua sonriente había sido enviada al Kremlin, donde su propio modelo la admiraba desde su trono. La versión en bronce finalmente fue implantada en su lugar en 1951, con un pedestal mucho más alto.
Igor Gyalakuthy, profesor emérito de la Universidad Nacional de Arte en Bucarest, señala: “Algunos dicen que fue el leve indicio de una sonrisa que Demu trazó en la cara de Stalin, otros dicen que fue el tamaño imponente de la escultura, lo que tanto conmocionó y ofendió a la comunidad artística liberal. Cualquiera sea el caso, el bronce fue mal recibido, especialmente por aquellos artistas a quienes Demu deseaba complacer más. Fue demonizado por esos mismos pares casi de inmediato. Pero el desprecio estaba indudablemente dotado con la misma profundidad del resentimiento que resonaba en la obra “El Trabajador y la Koljosiana”, de Vera Mukhina (exhibida en la Exposición Internacional de París en 1937), desprecio que seguiría a Demu por el resto de su vida y más allá.”
Una noche fue golpeado hasta quedar inconsciente mientras paseaba por el parque alrededor de su obra. Los agresores dejaron una nota: “La próxima vez te colgaremos de la mano del Stalin que hiciste sonreír”.
La «desestalinización» dirigida por Nikita Khrushchev en la URSS a partir de 1956, tuvo su reflejo en Rumanía. El autor del Stalin Sonriente se convirtió en la oveja negra de los funcionarios del arte. La Orden del Trabajo en primera clase fue su sello de sumisión al estalinismo. Ya no recibe encargos o premios, sus ingresos disminuyen, en una sociedad donde todo dependía del Estado. Tuvo que vender su casa en el mercado de las pulgas de Bucarest.
Un día, un excolega de la universidad le informó que en la cúpula del partido habían decidido demoler la estatua. Una semana después, el artista fue llamado para que informara sobre la ubicación exacta de los puntos de soldadura de la mole broncínea, y luego cuatro tanques y dos excavadoras limpiaron el lugar en su presencia.
La estatua más alta de Stalin (24 metros) estuvo en Stalingrado (Volgogrado). Fuera de Rusia, la de mayor altura fue la de Dimitrios Demu en Bucarest (16 metros), seguida por la de Praga (15.5 metros). Las tres fueron derribadas en 1962.
El llamado patriarca de la escultura rumana Ion Irimescu (1903-2005) contó que, durante una reunión con el dictador Nicolae Ceauşescu en febrero de 1975, le expresó su intención de esculpir una estatua de bronce de tamaño natural de Mihail Sadoveanu, uno de los escritores rumanos más importantes de la primera mitad del siglo XX y Premio Lenin de la Paz en 1961. Pero no tenía suficiente material para terminar su trabajo. Para su sorpresa, Ceauşescu le envió como regalo la estatua del Stalin Sonriente, que había estado languideciendo en un sótano de la Casa de la República. De esa manera la obra de Dimitrios Demu fue derretida y transformada en otra historia.
Antes de partir a Grecia, el 3 de abril de 1964 (a instancias del embajador venezolano en la ONU Carlos Sosa Rodríguez, entonces presidente de la Asamblea General), firmó una declaración oficial estándar en la que se comprometía a no revelar nada de lo que pudo ver o escuchar durante su pasado rumano. Le exigieron que devolviera las condecoraciones. En primer lugar, la otorgada por la sonrisa de Stalin.
“Creo que esa cierta sonrisa, enigmática y siniestra, de Stalin, me hizo ganador. El propio dictador aprobó el proyecto. Nunca lo conocí, pero sí me hizo llegar un saludo de felicitación”, le confió a su gran amigo el periodista venezolano Evaristo Marín.
Entre 1965 y 1997, Demu desarrolló una obra escultórica impresionante en Venezuela (Barcelona, Lechería y Puerto La Cruz). Se construyó su propio museo, financiado por su hermano Nicolás. Durante 30 años, sus relaciones con los círculos artísticos locales siempre fueron tirantes. Le odiaban. Y él les correspondía con igual acritud.
En 1977 publicó sus memorias rumanas: Le sourire de Staline (Editions Universitaires, París, Francia), presentado en el Festival del Libro de Niza de ese año. Traducido al italiano, pero aun no al castellano.
La maqueta original del Stalin Sonriente se encuentra en el Museo Dimitrios Demu, en Lechería, estado Anzoátegui.
Víctor Suárez, periodista venezolano, residente en Madrid, España.
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REFERENCIAS
«Surasul» lui Stalin, rusinea si blestemul istoriei – – Alexandru Mihalcea – România Liberă, Bucureşti, 4 septembrie 2008.
MĂIASTRA: A history of romanian sculture in twenty-four parts – Igor Gyalakuthy
Surîsul lui Stalin – Stelian Tănase – 5 martie 2011.
https://www.stelian-tanase.ro/surisul-lui-stalin/
November 1948: A written test on socialist realism – Irina Cărăbaș – En Diversité et Identité Culturelle en Europe – Tome 12/1 – Editura Muzeul Literaturii Române, Bucureşti, 2015.
Deceniul prăbușirilor (1940-1950): viețile pictorilor, sculptorilor și arhitecților români între legionari și staliniști – Mihai Pelin – Editura Compania, București, 2005