OMAR PINEDA Imposible que lo reconociera. De allí mi desconcierto cuando inclinó su cabeza, en ademán inercial, como de un distraído que se ha equivocado. Para no agravar la confusión evité retribuirle el saludo de forma directa, así que aproveché que me hallaba del otro lado de la sala y opté por enhebrar con una mirada el mar de cabezas que gravitaban en ese espacio y al aterrizar hasta su persona hice un gesto como si supiera ya quién era y ahí quedó todo. El sujeto había ingresado presuroso, dejó el casco de motorizado sobre la mesa donde se llenan las planillas de las operaciones bancarias. Resolló aliviado como liberándose del opresivo ambiente de la calle. Yo volví a mis pensamientos. Dos personas me antecedían en la cola y estimé que en menos de diez minutos estaría en el carro. Impulsado por esa fatalidad que otorga el ocio hice planes para la siguiente cita: la oficina de Electricidad adonde iría a protestar por el recibo de marzo. Escogí las palabras exactas que le soltaría al empleado: “aquí está el recibo, pagado ¿por qué lo vuelven a cobrar y con amenazas de corte?”. Imaginé el sobresalto y luego la vergüenza del hombrecillo yendo en carrerillas al escritorio del gordito que funge de jefe. Adiviné el diálogo, cómo hablarían y cruzarían gestos de culpas.
En eso estaba cuando, de pronto, el disparo me trajo a la realidad y con el estruendo retumbaron también los gritos que hicieron coro a ese improvisado desorden. El motorizado y un sujeto, de traje y corbata, ambos con pistolas en mano, ordenaban echarnos al suelo. Treinta segundos bastaron para dominar el caos. El vigilante, un señor que pasaba de los 60 años y que no estaba para hacer el papel de héroe levantó mansamente sus brazos, y uno de los asaltantes lo desarmó y lo empujó al piso. “No vayas a tocar la alarma, pajúa, que esa vaina está desactivada”, abroncó el motorizado a la cajera apuntándola innecesariamente porque la mujer, cuarentona, regordeta, cabello negro y recogido, al verse descubierta, temblaba y ya empezaba a lloriquear. Provisto de su inocencia, un anciano preguntó si podía tomarse la pastilla porque, decía, el corazón le iba a estallar. Pero el sujeto de corbata, auténtico patán, le gritó “coño viejo, esto es un atraco… si te mueres, ese será tu peo… todos se quedan en el suelo… aquí vinimos dispuestos a matar…”. La acción fue rápida, premeditada. Hubo apoyo interno –al menos esa fue mi conclusión– ya que un empleado, de unos veinticinco años, a quien le exigían con fingidas amenazas que metiera en la bolsa negra billetes de alta denominación, actuó con extraña serenidad. Cuando lo pillé en la jugada el chamo me observó con impaciencia generosa y continuó su faena. En resumen, fue un atraco limpio, en el sentido de que nadie salió lastimado y duró menos de lo que he tardado en contarlo.
Pero todos alucinamos durante esos minutos, inmovilizados, aterrorizados, a merced de dos locos prestos a disparar si les alteraban el plan seguramente ensayado más de una vez. Añado al inesperado episodio otro momento de tensión. El sujeto de traje y corbata reconoció entre los que permanecíamos acostados a un policía judicial, le llamó por su nombre y le dijo “ya sé que me viste… si se te ocurre buscarme, voy y mato a tu jeva, la que vive en Los Cangilones”. El hombre no respondió, no sé si por orgullo policial o porque, como el resto de los que habíamos hecho del piso una trinchera, estaba paralizado por el miedo. Con la pistola empuñada en busca de acción se le acercó, yo cerré los ojos con fuerza infinita para no oír el disparo y cuando los abrí respiré aliviado al constatar que el hombre se mantenía con vida. Le habían quitado el arma y la cartera. Es más, hacía minuto y medio que los asaltantes se habían marchado pero no sé por qué seguíamos tendidos.
El banco suspendió las actividades y, para salir, debí inventar la excusa de que me esperaba un familiar enfermo, ya que el apocado vigilante que minutos antes exhibió su tibieza ahora pretendía resarcirse mostrándose como un tipo duro, bloqueando la puerta hasta que llegara la policía. Como pude me escabullí, todavía nervioso, rumbo a la oficina de Electricidad, hasta se me había borrado cómo era que iba a increpar al empleado. Conducía al tiempo que recreaba lo vivido como si fuese sido la desdicha de otro, de alguien que, sentado a mi lado, me la relataba cuando ¡coño, Yépez se atravesó en mi mente!, y de manera inercial asusté a los conductores de atrás al pisar tremendo frenazo. ¡Claro, era el motorizado! Sí, Yépez, el pana de cuarto y quinto año de bachillerato! Pensarán que alucino y, como han corrido los años es posible que persista en el error. Pero no es así. Ahora entendía lo del saludo. José Eduardo Yépez, mi compañero en humanidades, transmutado en asaltante de bancos. Yépez era lo que se decía un pobre de solemnidad. Tanto que iba a clases con zapatos rotos y lucía el mismo uniforme toda la semana. Yo imaginaba que el sábado lo lavaba y ya para el lunes tenía la ropa limpia y seca. Su mamá, la señora Yépez, que en paz descanse, se dio a conocer porque vendía arepas, empanadas, café y malta frente a la jefatura civil de La Vega, gracias a los perezosos funcionarios que abrían a las nueve y media de la mañana y concedían solo 50 números para atender a quienes tramitaban la presentación de un recién nacido, pedir la copia de la partida de nacimiento, solicitar los antecedentes penales, carta residencial o fijar fecha para el matrimonio civil. La cola empezaba a las 6 de la mañana, la hora en la que ya estaba la señora Josefa con la pequeña cava de anime y un termo azul resolviéndole el desayuno a gente que se apiñaba en la entrada de la jefatura. Entre tanto, Yépez se esmeraba en sacar las mejores notas y lo lograba. Una tarde me reveló que su familia eran él y su mamá. Me conmovió cuando me confió que al volver de clases debía amasar la harina toda la noche para que la mamá en la madrugada cocinara las arepas y empanadas.
Pero ¿qué tenía Yépez de particular, aparte de ser pobre? Que malandreaba al hablar y eso, ahora suena cruel decirlo, divertía a toda la clase. Le salía de manera natural y no hubo modo de que los profesores le obligasen a enderezar su dicción, en particular el tono de voz genuinamente agresivo. Ejemplo, el profe de Historia le pedía exponer en clase la Campaña Admirable, y todos volteábamos a gusto, sonrientes, atentos al espectáculo que nos brindaría. “Bueno, profe (aquí hay que esforzarse en imitar su voz y gestos delictivos), la Campaña Admirable fue la batalla que lideró el propio Bolívar, ve, para recuperá a Venezuela que seguía en manos de esos malditos españoles cuando se perdió la primera república…”. Todo un show. Hablaba y sus palabras se columpiaban con ademanes que grotescos que dramatizaban el combate patriótico frente al enemigo español. Movía las manos con rapidez para explicarnos por qué Bolívar mandó a fusilar a Piar, incluyendo el ¡pum! del ajusticiamiento. Igual valía para Castellano, con un profesor gallego que insistía en no entenderlo; o con Chantal, la de francés, molesta por esa pronunciación vasalla de la lengua de Montaigne que Yépez le devolvía.
Pese a ello, al finalizar el año Yépez fue el segundo en obtener las mejores notas. Detrás de Burelli, el galán, el hijo de papá quien, por vivir en Vista Alegre, llegaba temprano al liceo con ventajas para cortejar a las chicas, en particular a Brenda, una rubia verdadera que me atormentaba cada vez que se inclinaba en el pupitre para recoger el bolígrafo del piso y dejaba ver, gracias a la falda corta, sus piernas tostadas por el sol. Terminado el año escolar y en los planes para el acto de graduación, alguien reparó en la dificultad de Yépez para recoger el diploma en traje y corbata. Tres días después el papá de Burelli se los llevó a ambos a Trajes Dovilla, y no saben cuánto nos alegramos ese julio, el mismo mes del mismo año en que el hombre pisó la luna, al ver a Yépez de flux, corbata y zapatos nuevos. Al concluir el acto se quejó de que los zapatos le apretaban demasiado porque, abrumado por la gentileza del papá de Burelli, aseguró calzar 38 por decir cualquier talla y ahora le torturaban. Si mal no recuerdo la nuestra fue la primera promoción de bachilleres en la nueva sede del liceo Luis Razetti.
Burelli nos invitó a una cena en su casa, muy amplia y con el quizás más extenso jardín en Vista Alegre. Yo despedí mis fantasías de besar a Brenda cuando la vi enrollada con Sosa en el jardín, y Yépez nos hizo reír, en una carcajada sonora que se multiplicó gracias al ron –justo cuando el papá de Burelli pronunciaba su discurso– porque el pana decía que los zapatos le incomodaban tanto que se sentía como Neil Amstrong pisando la luna, e imitó con movimiento torpe lo de «un pequeño paso para el hombre…». Después –suele pasar con los amigos de pupitre– nadie supo del otro. Burelli, creo, estudió Derecho en la UCAB; Brenda se mudó con su familia a Miami y yo ingresé a la UCV. Fue así como los mejores recuerdos del bachillerato se esfumaron. Al menos pude rescatar mis días de militante de la JC y haber integrado el equipo de atletismo del liceo. Pero de Yépez nadie habló. Yo incluso lo saqué de mis recuerdos y sé que no era justo pero yo evocaba los apellidos de otros, menos el suyo.
Hasta ese martes cuando apareció con casco y pistola en el Banco Provincial en la India, en El Paraíso, algo obeso y el cabello forzado a un rubio, malandreando como siempre y exigiendo el dinero que nunca se ganó trabajando. Llegué a la oficina donde debía hacer el reclamo, me estacioné y al bajar recordé no sin ternura al segundo alumno con las mejores notas del liceo. Antes de entrar a la oficina de Electricidad comprendí entonces lo de su saludo disfrazado y lamenté de que Yépez nunca hubiera podido hallar la talla exacta de sus zapatos.
Omar Pineda, periodista venezolano. Reside en Barcelona, España

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.