MARIO SZICHMAN –
Recuerdo el matrimonio de mis abuelos y de algunos miembros de mi familia, las expectativas, los desencantos. Pese a las vestimentas, a los nuevos artefactos, a las flamantes tragedias, los seres humanos no han cambiado mucho a través de los años. Las tribulaciones siguen siendo las mismas, el dinero nunca alcanza, la edad avanza, el miedo a la soledad es imposible de superar. Pero al menos una ilusión siempre se mantiene intacta: la posibilidad de hallar alguien a quien amar

 

Mi abuelo falleció a los 97 años, tras haber procreado con mi abuela tres varones y seis mujeres. La noche de su velatorio, mi abuela, entonces de 92 años, recordó la vida en común. No fue un recuerdo amable. Mi abuela era una mujer de hierro. Quedó ciega en su sexta década de vida. Sin embargo, siguió cocinando, atendiendo su enorme casa, y mantuvo la lucidez hasta su jornada final.

Mis abuelos habían pasado muchas penurias juntos. Primero en Polonia, luego en la Argentina. Cuando mi tía mayor estaba de novia, invitó a su prometido a la casa. El prometido escuchó el llanto de un bebé. Quien lloraba era mi tío menor, Mendele. Por esa época todavía usaba pañales. El prometido se mostró incómodo al conocer a su futura suegra, todavía en edad de amar y de concebir. Pese a todas las dificultades, pues no es fácil criar a nueve hijos, mis abuelos disfrutaron de su matrimonio. El secreto de la felicidad consistía en que mi abuelo estaba locamente enamorado de mi abuela. La obedecía en todo. Mi abuela, por su parte, acataba la adolescente pasión de mi abuelo por ella. Uno de los chistes que circulaba en mi vasta familia era que mi abuela debía ser emplazada en un altar, para que mi abuelo no la alcanzara.

Mario Szichman: El secreto de la felicidad consistía en que mi abuelo estaba locamente enamorado de mi abuela. La obedecía en todo.

Las peripecias que afrontaron en su vida requieren al menos una saga. Yo escribí La Trilogía del Mar Dulce, contando una décima parte de sus tribulaciones y triunfos. Por ejemplo, durante la Primera Guerra, toda la familia debió huir de su vivienda en un carromato. En esa época, vivían en alguna zona rusa fronteriza con Polonia. Era pleno invierno. Los relampagueos en el cielo no anticipaban una tormenta. Solo detallaban el fuego de la artillería pesada.

Tras varias leguas de huida, mi abuela decidió contar a sus vástagos y descubrió que faltaba uno. Hubo que desandar los pasos, y retornar a la vivienda, para rescatar a Mendele, en ese momento el menor de los hijos, quien dormía plácidamente en un rincón, cerca de la estufa de leña. Se salvaron de milagro.

No sé si es cierto el siguiente episodio que voy a contar, pero al menos es probable. Mi abuelo era muy goloso. Todas las compotas y conservas se guardaban en un desván, en el ático. Un día mi abuelo subió por una escalera al ático, a fin de regodearse con algún dulce. Mi abuela, ignorante de la presencia de mi abuelo en el ático, retiró la escalera y se la llevó a otra parte de la casa porque necesitaba bajar algunas cobijas. Una vez mi abuelo sació su apetito, fue retrocediendo en el ático, intentando poner un pie en la escalera que mi abuela se había llevado. De repente, tanteó con el pie el vacío, y cayó al piso inferior donde mi abuela había amontonado las cobijas. Mi abuelo se alzó del piso todo magullado. El único comentario que formuló mi abuela fue: “¡Qué tipo tan pegajoso! A todas partes tiene que seguirme”.

Mi abuela era también una feminista avant-la-lettre. Le parecía un error haber engendrado tantos hijos. La noche del velorio de su esposo, preguntó a sus numerosas nietas, y creo que alguna biznieta, si usaban métodos anticonceptivos. Las consultadas se pusieron rojas como remolachas y no se animaron a responderle. Pero era obvio que controlaban su prolífica naturaleza, pues ninguna de ellas llegó a tener más de tres hijos. En esa ocasión, mi abuela también recomendó a las jovencitas que no se dejaran arrastrar por el amor a primera vista, pues padecerían toda su vida.

HASTA QUE LA MUERTE NOS SEPARE
Hace aproximadamente un siglo, la institución del matrimonio parecía bastante sensata. La alternativa era el amor libre, que podía acarrear problemas muy serios en una época en que no se habían inventado las píldoras anticonceptivas. El remedio usual para un embarazo indeseado era el aborto. Y muchas mujeres sufrieron botched surgeries que las colocaron al borde de la muerte.

Un caso famoso fue el de la actriz estadounidense Jane Russell, quien tuvo un terrible aborto a los 18 años. En lugar de ocultarlo, denunció sus consecuencias, y se convirtió en una denodada defensora del derecho a la vida. El aborto la dejó infértil, por lo cual adoptó tres niños. En 1955, Jane Russell fundó Waif, el primer programa internacional de adopciones.

La solución alternativa para canalizar las pasiones provino de una institución muy arraigada en Europa: la de las casamenteras, que luego derivó en los dating services de la actualidad, aunque éstos últimos dejan bastante que desear. Varios de los matrimonios más exitosos en mi familia se debieron a esas casamenteras, y a sus consejos. No puedo garantizar que en todos ellos los integrantes fueron felices y comieron perdices. Pero superaron en dicha a aquellos originados en fortuitos encuentros, o en la necesidad de amigos o amigas de hacerle “gancho” a potenciales enamorados.

La objeción a los dating services de la actualidad es que la pareja carece de un intermediario. Y eso hace la diferencia. La casamentera, más que un tercero en discordia es un tercero en avenencia, y contribuye de manera substancial a crear a match made in heaven.

En su libro Marriages are Made in Bond Street: True Stories from a 1940s Marriage Bureau, Penrose Halson narra la historia de la primera agencia matrimonial de Gran Bretaña, que inició sus tareas en 1939, coincidiendo con el estallido de la segunda guerra mundial. La agencia estuvo a cargo de dos mujeres jóvenes, Heather Jenner y Mary Oliver, ambas de 24 años de edad. El marriage bureau abrió sus puertas en Bond Street, Londres.

POLÉMICAS Y ENCAJE ANTIGUO
Hasta ese momento, dice Halson, los ingleses acudían a los bailes de sociedad para encontrar a su otra mitad, con resultados no siempre satisfactorios. Pero el marriage bureau de Jenner y Oliver fue exitoso desde el comienzo, aunque también despertó polémicas. Siempre había largas colas a su entrada. Luego, los aspirantes a encontrar pareja subían las escaleras, ingresaban en la agencia y ofrecían a una secretaria sus señas y sus predilecciones personales. Lo más importante para ambos sexos era el estatus social. En el escalón superior estaban los candidatos calificados como Lady and Gent, personas de clase alta. “No necesariamente con título de nobleza, pero sí de buena crianza”.

Luego venían los Near Gent y Near Lady, casi caballeros, casi damas, de clase media alta, o de clase media con antecedentes profesionales. Les seguían Gentish and Ladyish, de clase media baja, y finalmente, WC (working class, clase trabajadora). Todos esos niveles sociales están representados en las páginas de Marriages are Made in Bond Street.

Aunque las creadoras del primer marriage bureau eran mujeres muy formales, al comienzo fueron acusadas de madamas de burdel y de tratantes de blancas. Solo al cabo de un tiempo, ayudadas por elogiosos reportajes de prensa, lograron pulir sus credenciales, demostrando sus estrictas y sensatas condiciones. Una de ellas incluía la demanda de que cada postulante se reuniera con familiares y amigos del posible cónyuge.

El melodrama, el humor y la tragedia, coexisten en el libro. Hay una historia de un soldado desfigurado en la Primera Guerra que elige como su potencial esposa a una dama corta de vista, casi incapaz de averiguar sus rasgos. Ambos se dirigen al Players Theatre en la calle Albemarle y disfrutan de una velada mágica, cantando melodías y consumiendo una torta de hongos. Las preferencias de los aspirantes a casarse oscilaban entre lo tradicional y lo extravagante. Una mujer dijo que prefería como partner a un ingeniero, aunque aceptaría también un hombre con buena educación, “excepto actores o teólogos”.

Un hombre requería como compañera a una mujer “con el aspecto y la voz de una heroína de Shakespeare”. Otro candidato, miembro del parlamento, enunciaba así sus exigencias: “Busco una dama de crianza superior, que haya sido educada por una institutriz”. El caballero aclaraba que tenía una fortuna razonable, “obtenida por herencia, no por algo tan prosaico como el trabajo”.

También se narra en el libro la trágica historia de Ivy y de Archie. A los 22 años, Ivy, una muchacha triste, de ojos verdes, perdió a sus padres, a su abuela, a su hermana y a muchos amigos durante una incursión aérea de la aviación nazi, mientras se encontraba en el trabajo.

Ivy ganaba un magro salario, primero como enfermera en un hospital, y luego como vendedora en una tienda por departamentos. Luego, conoció a Archibald Bullin-Archer, un exmaestro de escuela, de 38 años de edad, que había resultado herido en la guerra. Tras un breve cortejo, Archie le propuso casamiento a Ivy. Pero el compromiso terminó en tragedia. Los padres del novio intervinieron y se negaron a aceptar que Archie contrajera matrimonio con la vendedora de una tienda. Archie se ahorcó de un poste de alumbrado, y dejó una nota y un anillo de esmeraldas para Ivy.

Hubo también rápidos noviazgos. El más veloz provino de una pareja que envió a la agencia matrimonial este telegrama: “Nos conocimos en el almuerzo. Sellamos el compromiso en la Cena. Gracias”. A veces, las exigencias de algunas mujeres por sus futuros maridos solían ser magras. “Es suficiente que no sea un lunático, o un salvaje”, señalaba una de ellas. Varios hombres, en cambio, exigían que sus potenciales esposas cumpliesen dos requisitos: fuesen de una belleza devastadora, y al mismo tiempo, vírgenes. Más allá de expectativas, muchas veces infladas, otras bastante modestas –una mujer solo quería que su futuro marido “Haya nacido en febrero o en mayo, y que no sea sordo”–, el libro revela el universo de soledad de aquellos que buscan pareja, o intentan huir de hogares donde impera la desdicha.

Recuerdo el matrimonio de mis abuelos, de algunos miembros de mi familia, las expectativas, los desencantos. Pese a las vestimentas, a los nuevos artefactos, a las flamantes tragedias, los seres humanos no han cambiado mucho a través de los años. Las tribulaciones siguen siendo las mismas, el dinero nunca alcanza, la edad avanza, el miedo a la soledad es a veces imposible de superar. Pero al menos una ilusión siempre se mantiene intacta: la posibilidad de hallar alguien a quien amar.

Mario Szichman es periodista argentino. Escribe desde Nueva York. @mszichman

 

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.