VÍCTOR SUÁREZ –

Después de mucho mangüarear, decidí hacerme periodista en el curso que comenzó en septiembre-octubre de 1968, hace casi 50 años, como derivación de una experiencia íntima bastante violenta y desoladora. Andaba por Sofía, la capital de Bulgaria, en busca de reafirmación de la ilusión libertaria que profesaba en Venezuela. Pasé a Yugoslavia, cuando era un solo país y no seis como ahora. Llegué a Checoslovaquia, cuando también era un solo país y no dos. Salté a Alemania, que estaba dividida en dos. Pero al traspasar la Cortina de Hierro, de regreso a Occidente, en un tren atestado de diplomáticos occidentales escoltado por aviones caza y helicópteros de la OTAN, era ya otra persona. En el tris de un mes.

En la frontera entre Checoslovaquia y República Federal de Alemania, esperaba una bandada de periodistas impíos que se abalanzaban sobre sus presas informativas. Con filmadoras, cámaras fotográficas y grabadoras asediaban a los pasajeros del tren. Correteaban al lado del convoy. Ofrecían dinero a cambio de asegurarse testimonios de lo que se presumía los viajeros acababan de ver. Éramos los primeros evacuados, luego de la invasión que se había iniciado unos diez días atrás, testigos del aplastamiento brutal de La Primavera de Praga.

Aunque no llevaba más que 50 dólares dobladitos en el zapato, y con un futuro inmediato absolutamente nublado, cuando me abordaron me negué a aportar algún detalle, a dejarme retratar. Los sucesos de Praga, que comenzaron en la madrugada del 21 de agosto de 1968 y terminarían 21 años después con la disolución del régimen totalitario en el otoño de 1989 (La Revolución de Terciopelo), fueron tan intensos para mí que no podía contarlos por señas, a falta de idioma adecuado, ni poniendo cara de refugiado, ni tampoco a cambio de divisas.

SALMO DE MIL CAMPANAS

Me habían advertido que en 1954 hubo una matanza adicional en Budapest, a raíz de la intervención de tropas soviéticas en Hungría, transportadas para aniquilar los intentos de reformas en ese país que también era parte del Pacto de Varsovia. Contaban que la mitad de los mil estudiantes extranjeros radicados allí habían sido asesinados, no por los invasores sino por la propia población indignada. La ira popular podría tener réplica ante esta nueva intromisión militar. De manera que en Praga me dijeron que corría peligro si salía a la calle porque la gente consideraba igualmente ocupante a todo extranjero que por casualidad se encontrase de paseo.

Mi paseo había comenzado en julio, como delegado al Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes que se celebraba en Bulgaria. Tenía 22 años.

El primer indicio de que un enjambre mañoso rondaba el cielo, me lo topé en la tres veces centenaria cervecería U Fleku la noche del 20 de agosto. Se escuchaba zumbido de aviones que aterrizaban en el aeropuerto internacional de Ruzyne, a escasos veinte kilómetros de la ciudad. El grupo de bebedores de cerveza cruda (la misma que le servían al caballo de Napoleón Bonaparte en ese mismo lagar, según alardeaba el menú), fue víctima de una golpiza al grito de Comunistas Kaput. Una pandilla de jóvenes checos más ebrios que nosotros, que sí había advertido la intención de aquellos bombarderos que sobrevolaban la ciudad, le cayó encima al grupo tan pronto dejamos la ilustre cervecería. Intervino la policía, disolvió la gresca y mandó a todo el mundo para sus casas, con los checos llevando la peor parte, no por nuestra reacción vigorosa sino por la porra amansaguapo de la milicia. Antes de amanecer, a las cinco y media de la mañana, un gigantesco tanque verde, piloteado por un soldado mongol, se instaló a las puertas del lobby de la residencia estudiantil donde habitaba. Un portugués criollo que estudiaba Ciencias en la UCV, judoka él, que en ese momento estaba haciendo calistenia en un parque cercano, comenzó desesperado a tocar puertas y a despertar a todos los huéspedes. Los checos de anoche vinieron a vengarse, gemía. Pero al primer corte de legañas comprendí que efectivamente el país había sido invadido. Las tropas del Pacto de Varsovia, que entonces hacía rutinarios ejercicios militares en Polonia, se habían desplazado hasta el río Moldava, en busca de un pleito que nadie en ese país estaba dispuesto a consentir.

A las 8 am, Checoslovaquia estaba totalmente ocupada por la “ayuda fraternal” soviética. Sin escuchar las advertencias, tanto de la representación del PCV como de los estudiantes residentes, escapé al cerco. En la parte posterior del edificio, tras una loma, se anclaba una escuela de paracaidistas, frente a una plaza con la escultura de un tanque victorioso erigida en honor al Ejército Rojo y se veían las caras de los reclutas acantonados mirando aterrados a través de los barrotes de las ventanas altas. El perímetro había sido acordonado por el mismo ejército que los había liberado del yugo nazi en 1945, tras una estela de millones de muertos, regados entre el Sena y el Volga. El motivo de la concentración militar en ese lugar era que allá arriba en aquel cerro se encontraba una torre retransmisora de Praha TV.

Llegué a la Plaza de San Wenceslao, en el centro de la ciudad vieja. Decenas de manifestaciones populares tenían lugar simultáneamente en el gran boulevard que va desde el Museo Nacional hasta el Mustek (donde comienza la ciudad nueva), unas tras otras por los carriles de la derecha, hacia arriba, y otras tantas por los de la izquierda, hacia abajo. Al final de esos 700 metros lineales de caminata se encuentra la imponente estatua ecuestre de bronce dedicada a Wenceslao, el patrono de los bohemios, que se erigió por orden del rey Carlos IV en 1879.

El rechazo a la invasión era unánime. Una semana antes la ciudad había sido abanderada con enseñas patrias debido a la visita de Josip Broz Tito, el jefe ni alineado ni alienado de Yugoslavia, y esas banderas habían sido arriadas y servían ahora de capotes para torear y abochornar al invasor. Desde furgonetas Lada lanzaban en las esquinas bojotes con las ediciones de los periódicos que habían logrado imprimir la noticia. Salían asimismo las publicaciones de las fábricas, de las cooperativas, de los gremios profesionales, los manifiestos también eran leídos por los soldados soviéticos y afines que a cada tanto sacaban la cabeza porque, al paso, les habían averiado los periscopios. El Rude Pravo, el diario oficial, traía fotos del líder reformista Alexander Dubček, secretario general del PCCH, y de Ludvík Sbovoda, presidente del país, cuyo apellido en castellano traduce Libertad. Socialismo real versus socialismo con rostro humano. Tres mil tanques y 200 mil tropas (dicen que hasta 600 mil) versus la convicción general de que libertad y socialismo no podían ni debían ser incompatibles. La radio y la TV llamaban a la resistencia.

Con Jesús Sotillo, compañero de estudios en Psicología de la UCV, que nos habíamos ganado el viaje al Festival porque se nos consideraba los mejores militantes en la Facultad de Humanidades, me junté con un grupo de anarquistas españoles que habían tenido la ilusa idea de despistar al invasor mediante el cambio de las placas y señalizaciones que indicaban las rutas y los nombres de las calles. (Algo de razón tendrían los anarquistas: “Las señales de tráfico en las ciudades fueron eliminadas o sobrepintadas, a excepción de las que indicaban el camino hacia Moscú. Muchos pueblos pequeños se denominaron a sí mismos “Dubček” o “Svoboda”, con lo cual, sin equipos electrónicos de navegación, los invasores se confundieron a menudo”, según resumen de la acción en la actual Wikipedia).

Para las doce en punto fue convocada la huelga general. Estaba comprando duraznos en una tienda de abarrotes cuando sonaron juntas las 27 campanas meridianas del carrillón de la iglesia de Loreto y las de la torre del reloj astronómico y las de las otras noventa y ocho torres de la ciudad de las cúpulas doradas, además de las sirenas de las fábricas, edificios educacionales o ministeriales y de los antiguos reductos de la defensa anti-aérea. En huelga la levedad del ser. La plaza y la gran avenida se paralizaron, centenares de miles de personas dejaron de moverse, al mismo tiempo, como por pasmo. El hombre que pesaba los duraznos se quedó lívido y petrificado con la bolsa a dos centímetros del plato de la balanza, y yo no sabía si respirar o volver la cara para mirar esa escena de congelamiento masivo durante cinco minutos continuos que resumían 20 años de protesta acumulados desde que los soviéticos proclamaron en el país el socialismo inducido (golpe de Estado de 1948) y se consumó la supremacía absoluta del Partido Comunista en todos los órdenes de la sociedad checoslovaca. ¿Quién pudo dar la orden de que todos los relojes se detuvieran y de que todos los corazones latieran en mi menor? Nadie, si se descuenta la voluntad de ser.

En 1968 Europa era un escándalo, una eclosión juvenil. La Primavera de Praga había comenzado en marzo, El Mayo Francés en mayo, El Verano Caliente italiano en agosto, la dinamita verbal de Daniel Cohn-Bendit recorría Alemania del Oeste, al igual que el fantasma del comunismo había comenzado a recorrer el mundo en 1848 en forma de Manifiesto. Buena parte de la humanidad, pero yo aún no, había comprobado lo que significaba la Dictadura del Proletariado, que no era más que la Dictadura del Partido, y, más que eso, la Dictadura del Secretario General.

Los soviéticos inauguraban la Doctrina Brézhnev, según la cual la URSS tenía derecho a intervenir militarmente en caso de que cualquier gajo de la mandarina del Bloque del Este se quisiera desprender, por sí o por influencia osmótica, de la macolla original. En este caso, consideraban que con las reformas el país estaba girando hacia el capitalismo.

Huelga la levedad del serCon la reforma constitucional de inicios de ese año en Checoslovaquia había sido implantado el derecho irrestricto a la libertad de expresión y el pueblo y los medios la estaban practicando como traje nuevo. Se la ponían todos los días. Esa mañana de sol radiante salí a buscar al opresor, como cantaban los partisanos italianos en su Bella Ciao. La televisión pública, no había más, continuaba funcionando, pero era obvio que tendría que ser callada. Me fui a la sede de Praha TV. Allí se había formado un tumulto defensivo. No podía ver televisión y al mismo tiempo ayudar con mi presencia a defender su integridad (?). Voy por lo último. En el centro de la ciudad las calles están surcadas por los rieles de los viejos tranvías.

Una caravana de tanques soviéticos avanzaba, rodeada de manifestantes. Desde los pisos altos de los edificios, los vecinos comenzaron a lanzar enseres a la calle, tratando de obstruir el paso de los blindados. Cayeron cocinas, lavadoras, neveras, muebles, colchones, macetas, sillas y poltronas, que al molinete de las orugas eran aplastados como cotufas. La gente de a pie comenzó a encender fuego en la vía y a aventar pipotes de basura al centro de la calle. Ocurrió algo extraordinario: al conteo de tres, centenares de personas comenzaron a levantar los rieles del tranvía, mientras otros grupos trataban de voltear los tanques aplicándoles fuerza bruta al coro de canciones patrióticas. Algunos pintaban en los tanques lo que dos días antes habría sido una monstruosidad ideológica que ameritaba querella criminal: esvástica = estrella roja (Nazismo igual Comunismo). Los soldados sacaban torsos y ametralladoras por las escotillas. Hasta que el patriota más valiente de los valientes saltó sobre el primero de la columna, con un tubo asestó un golpe al tanquista asomado e hizo que se hundiera en su madriguera acerada. Luego desmontó una granada y la arrojó dentro del tanque. Cerró la escotilla y al gentío gritó con todas sus fuerzas que se apartara. Al medio minuto comenzaron los estallidos intermitentes de la carga interna. El humo salía a borbotones y el tanque incendiado se removía como si tuviera cólicos. Esos fueron los primeros muertos, los tripulantes. Por eso los otros vehículos no podían avanzar. El jaleo se mantuvo durante largo rato, hasta que ordenaron a los soldados que asaltaran el edificio de la televisora. Como era única, checos, eslovacos y bohemios se quedaron a oscuras de noticias y realidad.

Más tarde, ya fuera del país, pude ver repeticiones de lo que había salido en pantalla en esa oportunidad de La Caída de Praha TV, como habían bautizado ese pedazo del recopilatorio documental. Uno de los principales animadores de la planta se encontraba al aire en ese momento. Era un hombre del espectáculo, muy popular, presentador de noticias y de shows musicales. De siempre, Praga fue la más occidental de todas las capitales del este de Europa, donde primero se reflejaban las tendencias y las modas, en contraste con la grisura generalizada que caracterizaba la vida cotidiana socialista. Pues, ese hombre se volvió como loco de nacionalismo, de querencia patriótica, leía con pasión las proclamas del rebelde Partido Comunista Checoslovaco escritas horas antes de ser secuestrados sus dirigentes y llevados en confinamiento a Moscú hasta que firmaran la capitulación. Advertía que los tanques se acercaban y que muy pronto la señal se perdería, pues las tropas estaban inutilizando a la vez las torres retransmisoras. Llegó el humo a los estudios y la imagen desapareció, pero le dio tiempo de decir hasta luego. La TV y el país volvían a vestirse a rayas verticales.

Afuera, en el exterior, la libertad de expresión era pervertida por los medios occidentales, adentro la libertad de expresión era triturada por el socialismo real, le conté a Roberto Giusti la vez que me entrevistó.

Cuando regresé a Venezuela, me inscribí en la Escuela de Periodismo de la UCV.

UN REVULSIVO

Freddy Díaz, profesor en el liceo Núñez Ponte en Caracas y dirigente de la Juventud Comunista y luego del Movimiento al Socialismo, siempre decía que las versiones que ofrecieron los asistentes a ese Festival de la Juventud en Sofía y que también pasaron por Praga, habían sido fundamentales en la rebelión política e ideológica ocurrida en el seno del Partido Comunista de Venezuela, la cual desembocó en su división y en el nacimiento del MAS en enero de 1971. Víctor Hugo D´Paola, en su libro “Mirando atrás sin rencor“, publicado en 2009 por la Fundación Espacio Abierto, sostiene que quienes “habíamos regresado de Praga nos convertimos en divulgadores de la verdad de los hechos, de la agresión contra un pueblo. Habíamos sido testigos de un acontecimiento de importancia histórica. Ahí comenzó el debate que condujo al cisma comunista y a la aparición del MAS”.

En efecto, la mayoría de los testigos, en informes, conferencias de base, asambleas, en artículos y análisis de todo tipo, que se colaron inmediatamente por el país, presentó una visión tan desoladora del socialismo real que por mucho que los resortes estalinistas de la dirección reinante entonces les impulsara a hacerlo, no podían recurrir a las ridículas acusaciones de agentes de la CIA y otras charlotadas al uso. En el Buró Político la disidencia era ínfima. En el Comité Central no llegaban a seis o siete los portavoces de nuevos aires. Pero en la Juventud Comunista, que era la savia, la proporción era exactamente la contraria.

DOS REVULSIVOS

Para mí, el inicio de la desilusión con el credo rojo sobrevino una mañana en Viena, donde nos habíamos estacionado un par de días antes de pasar al reino de la felicidad, del a cada quien según su trabajo, a cada cual según su necesidad.

Una gran ciudad, asiento de imperios, segunda, después de Berlín, por número de espías (según El Tercer Hombre, 1949), industrializada, potente, debía, a mi parecer, ostentar una gran clase trabajadora organizada y una vanguardia política relevante. Eso lo estábamos comentando a bordo de una barcaza que habíamos alquilado para pasear un rato por el Danubio, provistos de salchichas, pan negro, mostaza y litros de vino de tonel, cuando se nos ocurrió la idea de visitar a la mañana siguiente la sede del Partido Comunista de Austria. En efecto, Sotillo y yo buscamos un mapa, la guía telefónica y ubicamos la sede principal. No estaba muy lejos del hotel donde nos hospedábamos. Fuimos caminando. Kommunistische Partei Österreich, decía una placa en el portal de un edificio de unos cuatro o cinco pisos de la Drechslergasse 42. La puerta centenaria estaba cerrada, pero un cartelito decía Pulse el timbre, en alemán. Pulsamos. A la tercera o cuarta vez salió un señor de unos 80 años, malhumorado, pregunta qué quieren. Somos comunistas venezolanos y queremos saludar a nuestros camaradas de Viena, decimos en español. No entiende, pero tampoco busca manera de entender. Más bien nos enseña otro cartelito que decía: Horario de trabajo: De 13:00 a 15:00, lunes, miércoles y viernes, en alemán.

“No me jodas, comunistas con horario. Y de dos horas cada jornada. ¿Cómo coño van a hacer la revolución estos carajos?”, nos comentamos en la retirada despavorida.

Mi vivencia era totalmente opuesta. Ni jubilado querría ser vienés.

EL TREN DE LAS DELICIAS

Si sales de la estación Westbahnhof de Viena, en el único directo de largas distancias, a diez para las siete de la noche, llegas a Sofía a las 5:27 de la tarde del día siguiente, pasando por Budapest y Belgrado, en cuyas estaciones centrales añadían o cambiaban vagones y colocan en los baños más papel satinado resbaladizo o más periódicos cortados en trozos 12 x 12 cms, colgados de un ganchito. En los dedos quedaba la muestra de que el tanino mancha.

La ventolera libertaria se manifestaba en ese tren. Para qué dormir. Italianos, franceses, españoles, alemanes y latinos, que también iban rumbo al Festival, se habían ocupado de pintar grafitis en el exterior de los coches con consignas anti-estalinistas que en los peajes fronterizos los soldados de cada nuevo país se encargaban de borrar, y los zagaletones de volverlas a pintar.

Los héroes de esa juventud no eran los triunfadores de la Gran Guerra Patria, que ventitrés años atrás habían salvado al mundo del nazi-fascismo, o los líderes que estaban construyendo el socialismo en la mitad del universo, incluyendo China, sino los pequeñajos vietnamitas, los temerarios laosianos y los flacuchentos camboyanos, y a quienes más veneraban era a Ernesto Ché Güevara (enjugando bastante la diéresis) y al Tío Ho Chi Minh. Al uno porque clamaba por dos, tres Viet-Nam, y al otro porque luchaba por un Viet-Nam unificado.

UN PURGANTE

Parecerá una tontería. El segundo golpe inolvidable contra la ilusión igualitaria ocurrió en el momento de la distribución de las habitaciones en la residencia que nos asignaron en Sofía. Tocaba a dos por cuarto. De repente se arma una discusión en el pasillo. Dos jovencitos, imberbes aún pero ya con peso en la nomenklatura, hijos de un miembro del Buró Político del PCV, que vivía en Praga, gritan que se retirarían del Festival si no les cambiaban de habitación. Al preguntárseles por qué, dijeron que habían encontrado dos chinches debajo de la almohada. “Inaceptable”. “No puede haber chinches en el socialismo”. “Nos vamos a quejar”. “Vamos a llamar a mi papá”. No voy a mencionar el nombre de los muchachos engreídos ni el del gran dirigente porque éste murió recién en Caracas, con el cargo de presidente de los restos del PCV.

LA VERGA DE TRIANA

No había representado nunca a nadie, ni siquiera había sido electo delegado de curso en la UCV ni en el liceo del pueblo de donde venía, pero inesperadamente, quizá para hacer bulto, en Sofía formé parte, junto con el también estudiante de Psicología José Luis Vera, de la delegación que se reunió con los guerrilleros de Zimbabue y del Congo ex belga. Intercambio de informaciones. Estos pensaban, como en el resto de los movimientos insurgentes de toda Africa, del sudeste asiático y mucho más en Europa oriental y occidental, que los estudiantes venezolanos eran La Verga de Triana, o su equivalente en cualquier otro idioma. La principal razón de tal muestra de admiración y respeto, según pude apreciar y tras preguntar a su principal protagonista, fue la Operación Nguyen Van Troi, realizada en octubre del año 1964 por un comando de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN, Brigada Uno), que consistió en el secuestro del coronel Michael Smolen, segundo jefe de la Misión Aérea de EEUU en Venezuela, por cuyo rescate se solicitaba la liberación del joven electricista sud-vietnamita Nguyen Van Troi. Este había sido sentenciado a muerte en Saigón luego de haber sido apresado cuando minaba un puente por el que pasaría la caravana del secretario de Defensa de EEUU, Robert McNamara, y del embajador Cabot Lodge. Debido a ese secuestro la sentencia fue aplazada, pero inmediatamente después de la liberación del rehén en Venezuela, Van Troi fue fusilado.

En Praga me encontré con el jefe de esa Operación, el más tarde cineasta Luis Correa, el Comandante Gregorio. ¿Qué hacía allí? La Operación tuvo gran repercusión mundial, la cual fue compensada, entre otras cosas, con una vicepresidencia de la Unión Internacional de Estudiantes (UIE) y otra en la Federación Mundial de la Juventud Democrática (FMJD), ambas organizadoras de los Festivales de la Juventud. Venezuela tenía vara alta. El Catire Correa manejaba el trueque de divisas duras por coronas checas. El cambio oficial era de 16 coronas por dólar. El boleto estudiantil en tranvía, por ejemplo, costaba una corona. La UIE había logrado con el gobierno un cambio preferencial para los estudiantes latinoamericanos trashumantes: 35 coronas por dólar, de las que se quedaba con cinco por dólar “para mantener al partido”. De manera que Gregorio era sumamente solicitado.

En marzo de 2010 murió. Poco antes de fallecer nos reunimos en mi casa de Caracas. Llegó con su hijo Fausto, un joven abogado nacido de su unión con la bella ex reina universitaria Corina Bruzual. Al llegar, lo primero que hizo fue colocar una vieja Browning 45 encima del equipo de sonido. “Si te habían estado buscando desde los tiempos del asalto al Tren del Encanto, si estabas fichado por la Interpol, ¿cómo fue que ingresaste al país tan limpiamente?” “Un 24 de diciembre aterricé en Maiquetía con una esposa eslava y un niño en brazos. En Inmigración se habían ido a comer perniles y a tomarse los guiscachos navideños, y dejaron eso solo”, me dijo. 46 años después de la Operación, en mayo de 2009, fue invitado al Viet-Nam unificado donde fue agasajado por las autoridades de ese país en calidad de héroe de la patria.

EL ESTALLIDO

Huelga la levedad del serEl Comité Central del PCV había votado una resolución de apoyo a la “gesta de solidaridad” de los ejércitos del Pacto de Varsovia en Checoslovaquia, con el voto en contra de los íngrimos Teodoro Petkoff, Germán Lairet (+), Freddy Muñoz (desde su exilio en Italia), Alfredo Maneiro (desde el Cuartel San Carlos, +), Caraquita Urbina (Secretario General de la JC, +), Alexis Adam (presidente de la Federación de Centros Universitarios de la UCV, +) y Luis Bayardo Sardi (integrante del secretariado de la JC, +).

Los tres mil tanques que habían aplastado La Primavera de Praga abrieron hasta hacerlas purulentas las graves diferencias que existían en el movimiento comunista internacional. Tres puntos se mostraban allí incompatibles con el socialismo real: la soberanía nacional, la democracia y las libertades de expresión y de prensa.

En Venezuela, el disparo más certero, que provocó anatemas y dicterios en el Kremlin, fue el libro de Teodoro Petkoff, “Checoslovaquia, el socialismo como problema“, el cual inició oficialmente el debate interno en el PCV.

Poco más de dos años tuvieron que pasar para que el PCV se escindiera y naciera el MAS. Antes de ello, de oficio, me habían expulsado de ese reino de los ciegos, como parte de la depuración más grande y sin sentido que se haya producido en las filas de algún partido político venezolano. Desconocieron a los delegados disidentes que irían al IV Congreso. Para los hermanos García Ponce, Guillermo y Antonio, dirigentes del ala estalinista del PCV, mi rostro, y el de toda esa juventud anhelante, no era humano. No apelé. Podrán cortar todas las flores pero no podrán detener la primavera, había escrito Pablo Neruda, quien tomó para sí ese apellido en honor al poeta checo Jan Neruda. Antonio, tiempo después, adjuró de su postura. Guillermo nunca lo hizo.

VUELTA AL SIGLO XXI

En 2005 volví a Praga, 37 años después de aquel bombardeo inclemente a todo mi sistema de creencias. Turisteaba con mi gran amigo Aquiles Gutiérrez, profesor jubilado de la UCV. Visité el café en donde se reunían los intelectuales y artistas, Vaclav Havel el primero, que firmaron la Carta de los 77, la cual desató La Revolución de Terciopelo en el otoño de 1989. Ramón Salgueiro Pérez, cineasta y profesor venezolano residente allí, me cuenta su participación en aquellos hechos, cuando pasó de contrabando desde Alemania gran parte de los afiches que llamaron a la huelga general que hizo desmoronar pacíficamente lo que La Primavera de Praga no pudo, pero dejó dicho. Visité el Museo del Comunismo (muy escaso y malo, al lado de un McDonald´s), recorrí de nuevo el gran boulevard y la plaza de San Wenceslao, llegué tarde al museo de Kafka, planté un deseo en la calle de los Alquimistas, fui a la casa de Kepler, el alemán que viviendo en Praga formuló dos de sus tres leyes que establecieron los fundamentos de la gravitación universal. Viajamos en tren a Karlovy Vary, el balneario de aguas termales donde los Romanov pacían en verano. Compré dos gorras de cuero. De vuelta a U Fleku, la cervecería más antigua del mundo, donde comenzó todo, al Castillo de Praga, al puente Carlos IV con sus 30 estatuas, al barrio judío, al gueto ominoso y a la antigua sede de la Unión Internacional de Estudiantes, donde se encuentra ahora un casino que también troca divisas por coronas, pero esta vez al cambio oficial de 25 por dólar. Aquiles tomó un bote y navegó por el Moldava apacible, como en el Don de Mijaíl Shólojov.

Percibo que me siguen. Me detengo. Un joven de unos 30 años, venezolano, dice que quiere hablar conmigo. Vamos a un pivovar, una franquicia de La Bodeguita del Medio cubana: “Sé que usted es periodista. Aquí en Praga están estafando al ministerio de Relaciones Exteriores con la compra de una nueva sede para el consulado, son muchos centenares de miles de dólares, hay un gran sobreprecio, tengo los papeles con la oferta inicial y los papeles que le entregaron a la agencia inmobiliaria con el monto abultado. Son militares, pero se están peleando con los civiles por el reparto”, cuenta. “Eso Chávez nunca lo va a remediar, no le importa, él los puso allí para eso, ese es apenas el hocico del Socialismo Real, allá apenas están comenzando”, le digo. Pela los ojos y desaparece.

50 AÑOS

Qué sabio el santo bohemio Wenceslao, que sin decir una sola palabra convirtió de nuevo el afán universal de libertad en latido diario. Aún se escuchan en Praga aquellas campanas infinitas que convocaron a la elevación del alma nacional para horadar y disolver la moral horrenda de un invasor insaciable y cruel, siempre cruel. Jamás otro tañido pudo cambiarme tanto. Cursi, ¿no? Es que así es la primavera, que hasta las cigarras se acuerdan de ella y la celebran en la canícula de verano.

Víctor Suárez, periodista venezolano. Escribe desde Madrid, España.

Publicado originalmente en Prodavinci.com el 14 de agosto de 2013 – El título, el primer párrafo y el último intertítulo han sido actualizados en la fecha.


 

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