ALICIA HERNÁNDEZ –
CARACAS 24-3-2017 — Detrás de los mostradores había estanterías de madera donde los restos de polvo eran el único recuerdo de lo que debería haber: pan. No quedaba ni un solo saco de harina de trigo en esa panadería de Plaza Venezuela, un centro neurálgico de la capital venezolana. Su dueña, una portuguesa que llegó al país en los años setenta, no quiere ser nombrada. Dijo que ha colaborado con la Superintendencia Nacional de la Defensa de los Derechos Socioeconómicos (Sundde) pero teme que, si no produce pan, intervendrán su negocio como ya ha pasado con al menos cuatro panaderías de la capital venezolana. “La última vez que nos llegó harina fue hace casi un mes, no tengo nada y necesito por lo menos tres sacos al día para mantener esto abierto”, dijo.
La actual crisis de Venezuela se manifestó en 2013 con la caída de los precios del petróleo, pero en los últimos meses se ha intensificado y toca casi todos los ámbitos de la vida cotidiana. Al cierre de 2016, la inflación fue del 550 por ciento según la Comisión de Finanzas de la Asamblea Nacional. El Banco Central de Venezuela no publica cifras oficiales desde diciembre de 2015, cuando ubicó los niveles de inflación en un 180,87 por ciento. Fruto de una economía rentista que depende del petróleo, el país requiere de las importaciones para casi todo.
Al bajar los ingresos nacionales por este rubro, también disminuyó la llegada de mercancías a los puertos. La escasez afecta a medicamentos, productos básicos de higiene como papel higiénico, jabón y pasta dental. Y alimentos de primera necesidad como el maíz o el trigo que son importados por el Estado.
Hace una semana se activó el Plan 700 para luchar contra “la guerra del pan”, como ha llamado el presidente Nicolás Maduro a la falta de ese alimento. “La federación de panaderos le declaró la guerra al pueblo, lo tienen haciendo cola por maldad”, dijo el mandatario el pasado 12 de febrero en su programa dominical de TV. El plan del gobierno se concentra “en las 22 parroquias del municipio Libertador —uno de los cinco de Caracas—, donde se concentra el problema de las colas en las panaderías”, dijo el superintendente de la Sundde, William Contreras. Por otro lado, el gobierno dispuso que el 90 por ciento de la harina que posea cada panadero deberá usarse para elaborar pan salado a precio regulado.
Para hacer productos como el popular cachito (una suerte de pan relleno de jamón), dulces o pasteles de hojaldre, solo se puede usar el 10 por ciento restante de la harina.
Desde entonces, se han intervenido cuatro panaderías, otras 436 se han fiscalizado y se ha detenido a dos personas, todas en el municipio Libertador de Caracas. En el este de la ciudad las filas se extienden en dos tandas al día, según el horario que tenga cada panadería y donde se reparte el pan que el gobierno regula: canilla, que es una suerte de baguette, y francés, una variedad más pequeña que apenas se había visto en la capital pero de uso muy común en el interior del país. También se encuentran otros panes de mayor costo.
El caso más sonado de intervención es el de Mansion’s Bakery, un local en la avenida Baralt, una zona de mucho tránsito ubicada a dos cuadras del Palacio de Miraflores. La Sundde decidió intervenir ese negocio y darle el control a los Comités Locales de Abastecimiento Popular (CLAP) de la zona. Los CLAP son una forma de organización ideada por Nicolás Maduro hace un año para llevar productos de primera necesidad casa por casa. Están vinculados a los consejos comunales y a los Frentes de Batalla Bolívar-Chávez, unidades de acción electoral de partido gobernante.
Ahora, Mansion’s Bakery se llama Minka y no le vende pan a los transeúntes. “No comercializamos, distribuimos, porque el pan es una necesidad del pueblo”, explicó José Solórzano, miembro del CLAP “Arturo Michelena” que ahora está al frente de la panadería.
“El antiguo dueño no ha aparecido. Tenía varias multas y expedientes, irregularidades como el acaparamiento de harina, sobreprecio, explotación laboral, insalubridad. Por eso la comunidad asume el local mientras el Estado hace su juicio”, le dijo Solórzano a varios medios de comunicación.
A dos cuadras de Minka está Pan Dulce Bolero. Jorge Ríobueno, de 42 años, es el gerente de este negocio familiar que desde hace mes y medio está bajo las directrices de funcionarios del Sundde, que “ponen en una pizarra cuánto tenemos que hacer de cada pan. Tanto de campesino, tantos sacos de francés, de canilla… Pero hace 15 días que no llega la harina. Todo lo que me queda, como mucho, es para esta semana”.
En teoría, la ocupación de Mansion’s Bakery será de 90 días, prorrogables a otros 90 en función de lo que determine la justicia. Pero Solórzano habla con miras hacia el futuro: “Aquí se van a vender tortas hechas por la comunidad. Cuando se acaben los refrescos vamos a vender jugo natural. Dudo mucho que esto regrese al dueño. ¿Para qué? ¿Para que sabotee?”.
En una entrevista en Radio Caracas Radio del 20 de marzo, el dueño de Mansion’s Bakery, Emilio Dos Santos, explicó que “llegaron a cerrar la panadería supuestamente porque no había pan, pero sí estábamos vendiendo en ese momento”, y dijo que el superintendente Contreras lo amenazó y no le permitió justificarse durante la intervención. Dos Santos, con 25 años en el negocio, dijo en la misma entrevista que los trabajadores y la comunidad están de su lado.
El lunes pasado, a la hora del reparto en Minka, los miembros del CLAP salían con sacos cargados de pan. Una fila de vecinos gritaba: “¡Ladrones, lambucios!”. Un niña le preguntó a su madre qué pasaba y la mujer la agarró de la mano y se alejaron con premura mientras le decía “no mire a esa gente, mijita, son ladrones, se roban las cosas ajenas”.
Yolanda Peña, de 64 años, pasaba por allí y preguntó si podía comprar pan. Le dijeron que no, que todo era para los CLAP. “Eso no puede ser, ellos están buchones y una no puede comprarse ni un pancito. Ahora dónde voy a comprarlo yo. Aquí al menos hacía mi cola y tenía algo”.
Hugo Duarte tiene 20 años viviendo allí y contó que el cambio le ha afectado. Llevaba dos canillas en la mano pero, para conseguirlas, tuvo que ir a otra parroquia. “Gente que no es de la zona se ha adueñado, antes compraba quien quería”.
El pan también llegó a un edificio de la zona llamado Pineca. Dos barras por apartamento, cuatro si hay varias unidades familiares. Una de las vecinas preguntó de dónde venía el pan y, cuando le contestaron, su rostro se ensombreció. “Eso está muy mal, no me gusta, no está bien”, dijo, pero igual se llevó sus dos canillas. Otro vecino dijo que la medida le parece bien y se llevó cuatro barras.
Venezuela, un país de clima cálido, no tiene grandes superficies cultivadas de trigo. Se concentran en la zona andina, pero no cubre la demanda nacional. El trigo lo importa el Estado. En un reciente programa televisivo sobre los CLAP el ministro de Alimentación, Rodolfo Marco Torres, dijo que en marzo “está 100 por ciento garantizado el trigo panadero. Hay 90.000 toneladas al mes para distribuir”.
Desde las asociaciones de panaderos no opinan igual. Víctor Nercio es presidente de Asipan Falcón, parte de la Federación Venezolana de Industriales de la Panificación y Afines. Explica que para satisfacer la demanda mensual del país se necesitan 120.000 toneladas métricas de trigo. A su juicio, este aumento de la demanda y la falta de trigo para moler y hacer harina provoca el aumento de las filas en las panaderías. “Deberíamos tener 360.000 toneladas de trigo en lo que va del año y según cifras oficiales solo hay 90.000. Apenas recibimos un 30 por ciento de lo que realmente requerimos, tenemos 10 años pidiendo más trigo”.
Nercio cuenta que si antes tenía que estirar 300 kilos de harina, ahora hace lo imposible con 100. “El estado Falcón tiene 672 panaderías y el 92 por ciento no tiene harina o tiene inventario a punto de terminar, los despachos han mermado un 70 por ciento desde enero y la producción de harina se desvía hacia la capital. El Plan 700 se ha centrado en Libertador, que tiene 706 panaderías. No se puede generalizar que los panaderos están en guerra económica. Da rienda suelta a la interpretación de muchos elementos sociopolíticos. No escondemos el pan, lo que no tenemos es materia prima”.
Cuando el ministro de Alimentación Marco Torres declaró en televisión, el político oficialista Freddy Bernal fue su presentador y dijo algo que se ha convertido en una matriz de opinión del gobierno: que “el consumo del trigo es inducido, no es del país”. José Solórzano repetía el mismo argumento: “El trigo fue impuesto tras la Segunda Guerra Mundial. Nos estamos quitando esa herencia colonial de consumismo”.
Efectivamente, el consumo de trigo en Venezuela es una consecuencia del colonialismo, pero no es un fenómeno del siglo XX. “Llegó con los españoles y se cocinó en Cubagua en 1500, mucho antes de la conquista de Venezuela, con la explotación de perlas. Y el primer pan de jamón (tan típico de la gastronomía venezolana en navidad) data de 1905”, cuenta el historiador gastronómico Miro Popic. Y convivió de manera pacífica con la cultura del maíz aborigen, “ninguna opacó a la otra, aunque siempre se ha consumido más maíz que trigo”. Hasta ahora. “Si hay insuficiencia de harina de maíz, se hace indispensable la barra de pan de la panadería”.
El martes pasado, Ana Morillo, de 37 años, hacía fila en una panadería del este de Caracas. Dice que no le importa aguantar sol o lluvia. Siempre que puede hace su fila “para llevarle una canillita” a sus hijos, dijo, “que es barata y rinde algo, porque no hay harina de maíz y la que se encuentra está muy costosa”. Víctor Nercio dice que a fines de 2014 el consumo medio era de 23 kilos de pan por persona al año. Para diciembre de 2016 había ascendido a 32 kilos: un aumento del 37 por ciento en apenas dos años.
Jorge Ríobueno no se siente optimista porque dice que en 2014 se cansaba de regalar pan, “pero desde 2015 se hizo más cola. Sobre todo desde enero para acá. Estamos esperando el coñazo, que nos expropien”.
La panadera de Plaza Venezuela no opina lo mismo. “Solo tengo esta forma de sustento. Estoy a punto de salir corriendo, no tengo nada aquí”, dice, mientras tuerce el gesto y mira sus estantes vacíos en los que aún se ven restos de harina.
Reportaje de ALICIA HERNANDEZ en The New York Times