La Mirada del Mar es una historia sencilla, mágica, cálida, sobre la amistad, la fuerza del destino, el pasado y el presente. Un joven, y pobre, pescador de Lanzarote decide en los años 50 decide, junto a cincuentena de personas, emprender una arriesgada travesía por mar. Durante el viaje lo acompañan muchos de sus sueños infantiles, los aprendizajes de pesca en alta mar y un ejemplar del libro “El viejo y el mar”, que a la postre utilizara para escribir entre sus líneas el relato de su aventura. Un maduro periodista, que intenta escribir su primera novela, encuentra en una olvidada librería en Barcelona el maltrecho manuscrito y a través de las notas hechas a lápiz empieza a reconstruir la historia y tropezarse con un mundo mágico y sincrético y sin proponérselo le dará a la historia un increíble desenlace
Modesta (Capítulo de la novela La mirada del mar, de Fidel Salgueiro)
Al día siguiente la madre de Cristóbal se levantó más temprano que de costumbre;
sin alterar la expresión serena de sus ojos, atravesó el torrente de luz de la cocina,
preparó café, se sirvió una taza con leche y dejó el resto en la greca para que sus
hijos, tan pronto se levantasen, disfrutasen del negro brebaje. Desayunó un trozo de
migote de pan con aceite, limpió sus manos en el viejo delantal negro, cogió su
rosario y caminó en dirección a la iglesia del pueblo.Caminó despacio, llena de aflicción y temores ocultos; se preguntaba si no había sido un error permitirle a su marido que le pusiera a su hijo mayor el nombre de Cristóbal en honor al aventurero descubridor de América. «Los nombres tienen su propia fuerza y este, en particular, lo tiene y algún día despertará en él la maldición del viajante, y el mar me lo robará», pensaba la mujer.
No consiguió terminar el pensamiento. Suspiró profundamente mientras se
concentraba en vano ante aquella realidad. Su hijo, muy a su pesar, era un hombre
de mar y no podía competir con eso. La verdad era que siempre había sentido que
pugnaba con las saladas aguas del océano por el amor de su hijo, y estas le habían
ganado. Desde muy temprano se había inclinado por el oficio de marinero. Primero
fueron sus sueños infantiles de grumete, luego aprendió en detalle los oficios
propios del pescador: curar y limpiar los botes, hacer amarras y nudos, preparar
cebos y carnadas, arreglar y lanzar redes. Cuando tuvo más edad se convirtió en
pescador de los pequeños botes pesqueros que practicaban la pesca artesanal.
Asimiló todo lo que tenía que ver con el manejo de las velas, los gratiles, las
balumas, los sables, las escotas y las jarcias. Se esforzó por comprender las
corrientes marinas y los vientos alisios, por aprender a hablar con las estrellas para
evitar quedar a la deriva en alta mar, a usar un reloj como puntero y a manejar el
sextante. Todo lo necesario y más para comprender y respetar la inmensidad del
océano. Cuando tuvo suficiente conocimiento se alistó en las embarcaciones de mayor
calado, donde llegó a vivir largas jornadas de pesca en alta mar, la mayoría entre
diez y quince días, en el norte de África y frente a las costas de Dakar. Y tan pronto
tuvo la oportunidad aprendió toda la simbología de la Ciudad Nave de San Cristóbal
de La Laguna, la ciudad de los marineros, tal como se lo había indicado uno de sus
sueños.
Modesta siguió caminando en dirección al templo mientras sus pensamientos
ascendían hacia ella y oprimían fuertemente su corazón. «La culpa fue sin duda de
mi marido, por bautizarlo con ese nombre cuando pudo llamarlo José», seguía
pensando. Aceptó el nombre, muy a regañadientes, porque el padre Mario al momento de
bautizarlo le mencionó que Cristóbal significaba «el que lleva a Cristo», que no
tenía nada que ver con el mar. Ella, devota creyente y ferviente católica, tomó
aquello como una buena justificación para evitar que su hijo se enamorase
perdidamente del mar; pero vivir en una isla hacía de aquello una tarea harto difícil.
En ese momento, sentía en su corazón una mezcla de alegría, angustia y sufrimiento;
no encontraba palabras para expresar sus emociones, solo pensaba: «Mi hijo no
nació para las faenas del campo como tal vez lo hicieron sus hermanos». Continuó
caminando y envuelta en medio de todos esos pensamientos y recuerdos cuando vio
alzarse frente a ella la iglesia de Playa Blanca, blanca, menuda, como hecha de
brumas de mar.
Entró al templo y se persignó. El sol matutino se filtraba tímidamente por los
agujeros del tejado permitiéndole ver el rostro de la patrona, la Virgen del Carmen.
Se sentó en un banco frente a la imagen de la santa y abrió sus ojos pugnando por
una explicación. Volvió a persignarse y, rosario en mano, empezó a murmurar lo
que parecían rezos de avemarías y padrenuestros. Cuando concluyó, abrió un
diálogo silencioso y cristalino desde el fondo de su corazón con la virgen.
—¿Me lo cuidarás? Es grande, valiente, buen hijo, pero aún debe aprender cosas.
Cuando sienta hambre, ¿quién lo saciará? Tú fuiste madre y sabes que toda madre,
desde que lleva a su hijo en el vientre, trata de darle bocado.
» Y si no encuentra la felicidad, ¿me lo devolverás? Porque en mi regazo siempre
será mi pequeño hijo.
» Cuando sienta frío en alta mar, ¿le darás calor? ¿Lo protegerás con tu manto? ¿Lo
cubrirás con tus brazos como yo lo hice cuando apenas era un niño?
Dejó vagar la mirada a su alrededor. Los candelabros asomaban pálidos trozos de
vela, tal vez con las peticiones de otras mujeres. Con los ojos conmovidos por el
llanto, contempló al santo niño y a la Virgen del Carmen, las únicas efigies en las
cuales tenía puesta su atención.
Entre lágrimas revivió cada capítulo de la infancia de su hijo. Lloró mucho y por
largo rato. Luego se levantó del banco donde había permanecido sentada, se
persignó nuevamente y salió por las puertas laterales del templo para ir de regreso a
casa.Mientras caminaba iba pensando: «Nosotros, las gentes de estas sufridas islas,
sentimos todo, pero nos cuesta trabajo entenderlo. La vida nos golpea y nos desgarra
por todas partes». Caviló sobre esta y otras cosas que la perturbaban como madre.
Luego pensó que era muy probable que sus hijos ya se hubiesen levantado, por lo
que decidió apurar el paso. Llegó a su hogar, se introdujo sigilosamente a la cocina y se tropezó con Cristóbal,quien impacientemente la esperaba para conversar. Sus hermanos menores ya habían salido para la faena. El más chico, a alimentar a los cerdos y los otros dos, de camino al huerto familiar. Cristóbal y Modesta estaban en ese momento a solas.
Las arrugas de su rostro hablaban por sí solas de lo que había vivido y padecido por
sus hijos, y sus ojos agrandaban su expresión en señal de preocupación por una
conversación que no deseaba sostener con su hijo.
—¡Buenos días, hijo! ¿Te pasa algo? —preguntó ella.
Él respondió con un gesto de negación.
—Entonces ¿por qué no has salido de faena? Me miras de forma extraña, ¿me
quieres decir algo? —Modesta, al igual que todas las madres, había nacido con el
don de la premonición y podía anticiparse a los sentimientos y pensamientos de su
hijo. Volvió a preguntarle, evitando en lo posible demostrarle que sabía lo que
estaba ocurriendo—: Hijo, pensaba que habías salido con el viejo Cabrera y su
tripulación a pescar… pero sigues aquí. ¿Te ocurre algo?
Cristóbal se quedó mudo por un buen rato y, cuando Modesta estuvo a punto de
darle la espalda para seguir a la estufa, Cristóbal tomó un largo sorbo de café en su
añejo tazón de peltre, y seguidamente le respondió:
—Mamá, no quise embarcar con ellos, necesitaba hablar con usted. Tengo algo
importante que comentarle.
—No me asustes, hijo. ¿Qué te pasa?… Espero que sea que te me has enamorado de
alguna de las niñas de la iglesia. Las dos hijas de María son muy guapas. —Con esas palabras Modesta trató de prolongar la conversación para evitar enterarse de aquello
que no deseaba escuchar, lo que parecía inevitable. Su hijo ya era un hombre, en
cualquier momento debía marcharse para hacer su propia vida.
Respirando pausadamente le respondió:
—Mamá, he decidido abandonar Lanzarote.
—¿Qué…? ¿A dónde vas? —preguntó ella.
—Me marcho a Venezuela, quiero probar suerte.
—¿Venezuela, hijo? Pero, por Dios, ¡qué viaje tan largo!… Y ¿por qué Venezuela?,
¿Qué buscas ahí? ¿Cómo te irás hasta allá?
—Buscó mejores derroteros, pero sobre todo quiero ayudarte. Aquí simplemente no
puedo, no nos alcanza el dinero. ¡Mira tus manos! No se merecen el maltrato al que
están expuestas de tanto lavar y planchar ropas ajenas para darnos de comer. Usted y
mis hermanos se merecen una mejor vida, y aquí en estas islas no tenemos eso.
—Hizo una pausa y exclamó—: ¡La verdad, mamá, ni para Dios ni para Franco
existimos! —Sus azules ojos se clavaron en el rostro de su hijo; permaneció en
silencio, como intentando añadir algo, pero no encontró palabras.
Los fuertes rayos de sol entraban por la ventana de la cocina como escarapelas
doradas. En alguna parte de la costa, las gaviotas lanzaban convincentes sonidos al
océano Atlántico que entraban por las ventanas y el pórtico de su hogar. Modesta
miró a su alrededor y soltó una lágrima. Intentaba contener el llanto que arrastraba
por dentro, pero no pudo evitar que un par de pequeñas gotas de sufrimiento se
resbalasen por sus mejillas.
—Sabía que esto iba a pasar. Por eso hoy me fui temprano a hablar con mi
virgencita para pedirle que no te alejara de mí, que te cuidara. Pero, como dicen en
este pueblo, «debe ser que rezo tan bajo que ni Dios ni mi virgen me escuchan».
—Mamá, no llores, por favor. Sabes qué debo hacerlo, aquí no tenemos futuro.
—Tras una pausa, en un tono que no dejó ningún margen para la duda, comentó—:
Me duele dejarla, pero creo que es la única manera de ayudarlos, son muchas las
historias que hay sobre Venezuela y sus oportunidades.
Ella lo interrumpió y no lo dejó terminar la frase.
—También son muchas las historias de fracasos…
Cristóbal no deseaba justificarse. Ya había tomado una decisión, por lo que siguió
adelante con su relato.
—Anoche estuve con Jonay y otros dos amigos. Antonio, su hermano, ¿lo
recuerdas?, ya tiene trabajo en una empresa de construcción y lo mandó a buscar. Le
ha comentado en una carta que ese país es una tierra de oportunidades para el que
quiere trabajar, que a los canarios nos reciben muy bien; tanto, que la llamamos
nuestra octava isla.
Modesta lo volvió a interrumpir:
—¿Cómo piensas ir? Para viajar hasta allá tienes que ir hasta Tenerife y desde allí
tomar un barco. Eso cuesta dinero. Luego están los documentos de viaje que
tampoco tienes. Necesitas una carta de invitación y obtener un permiso del gobierno
para salir; eso también cuesta mucho dinero… Y tienes que responder muchas
preguntas.
—Mamá, me iré en un barco fantasma, en ellos el pasaje cuesta menos.
Aunque Modesta ya lo había advertido y sabía que esos viajes eran comunes en las
islas Canarias, se asustó y le comentó, ahora alzando levemente el tono de su voz:
—Hijo, por cada historia de oportunidades en esos benditos barcos, te puedo contar
otra de naufragios, de desaparecidos en alta mar y de gente que está en prisión. Perdí
a tu padre en una guerra entre hermanos que, además, ganó Franco; no quiero
perderte a ti debido a lo que por culpa de esa guerra seguimos padeciendo.
—Mamá, papá tomó una decisión porque creía en otra España y murió por ello. Pero
para mí se trata de escoger entre un presente sin futuro y un futuro tal vez incierto,
pero con las promesas de esperanza que aquí no tengo.
—¿Cómo piensas pagar el viaje?
—Tengo algo de perras guardadas de la herencia que dejó mi padre; tomaré un par
de cerdos y cabras para intercambiarlos y así completar lo que me falte. Prometo que
te devolveré el dinero de los animales tan pronto tenga trabajo.
—Veo que lo tienes todo decidido. Creo que ya en este punto mi opinión cuenta
muy poco.
—No es eso, mamá. Siempre tendré frío cuando baje el sol, siempre te tendré
presente, pero debo intentarlo. Esto es algo que no puedo hacer sin tu apoyo ni sin tu
bendición —le afirmó.
—Y ¿si al final no encuentras lo que buscas?
—Me regresaré derrotado con mi cruz a cuestas.
—Entonces, hijo, yo te ayudaré a cargar la cruz para que no la lleves solo… Esta
siempre será tu casa, aquí te esperaré con los brazos abiertos. Espero que mi virgen
te acompañe y te proteja.
Modesta no pudo evitar llorar, y él tampoco logró contenerse. En ese momento
ambos sintieron un fuerte dolor en el pecho. Separarse de los seres queridos trae
consigo algo muy desgarrador que solo el que lo ha vivido puede describirlo con las
palabras adecuadas. Es un dolor por el cual no se desea pasar dos veces. Se
abrazaron con firmeza, ternura, calor. Él la besó en la frente, y ella lo hizo en la
mejilla.
Modesta tomó como propias las palabras de otros vecinos de la isla y se las susurró a
su hijo: «La pobreza de estas tierras y la dictadura han sido la causa de la separación
de muchas familias. Es muy injusto y Dios no debería permitirlo».
Un pensamiento desolado palpitó tímidamente en las cenizas de su cabello que de
castaño comenzaba a ser gris: «¡Cuídalo! ¡Cuídalo como lo has hecho cada vez que
se ha internado por un par de semanas en las costas africanas a pescar; como cuando
de niño le dio fiebre y me lo salvaste! ¡Que no muera! ¡Que regrese!».
—Dios te bendiga, mi amado Cristóbal —le dijo en suave y maternal voz. Las
lágrimas corrían por el rostro de Modesta. Las enjuagó confusa—. A las mujeres nos
gusta llorar, hijo, lo hacemos cuando sentimos tristeza y cuando estamos alegres…
—¡Te quiero, madre!
—¡Yo también! ¡Yo también!
Fidel Ángel Salgueiro es venezolano, ingeniero en telemunicaciones, escritor y articulista. Vive en Barcelona, España