Esta es la tercera parte de un ensayo de Juan Carlos Rey que todavía se encuentra en desarrollo con vistas a un libro próximo a ser publicado; como tal ha enviado dos párrafos adicionales sobre el tema de la soberanía de la Constitución (ya publicado en Actualy.es). Todo este análisis, que echa mano de las teorías políticas y de la Historia, ayuda a entender la magnitud de la ilegalidad que ha cometido el gobierno de Nicolás Maduro al sacarse de la manga una ANC espuria
JUAN CARLOS REY –
El pueblo puede desempeñar distintas funciones, pues mientras en unos casos —como cuando establece una Constitución— actúa como poder constituyente originario, titular de la soberanía, sin estar sometido a límites constitucionales previos, en otras ocasiones —como cuando vota para elegir a los gobernantes— lo hace como poder constituido, con las limitaciones o restricciones, perfectamente democráticas, que el mismo pueblo, en el ejercicio democrático de la soberanía, decidió imponerse cuando estableció una Constitución.
El pueblo, cuando vota para elegir un gobierno, no está ejerciendo un acto de soberanía. A este respecto, hay que recordar, con Rousseau, que el instituir un gobierno es un acto complejo que está compuesto, al menos, de otros dos: por un lado, en primer lugar, el pueblo actuando como soberano (y por tanto como poder constituyente originario) debe dictar una ley política fundamental (Constitución) en la que establece la forma y las condiciones en que se elegirá el gobierno. Por otra parte, en un acto posterior, ese pueblo —pero esta vez actuando como poder constituido (y no como soberano)— elige un gobierno, de acuerdo a la forma y en las condiciones que pauta la Constitución (Véase, J.J. Rousseau, Contrato Social, Libro Tercero, Capítulo XVIII). Es evidente que el pueblo, actuando como soberano, puede establecer democráticamente límites o condiciones que él mismo tendrá que respetar cuando actuando como poder constituido vaya a elegir un gobierno. El pueblo puede, ciertamente, modificar los límites que ha establecido, siempre que actúe como poder constituyente originario, pero deberá sujetarse a tales límites cuando vote para elegir el gobierno.
Estado democrático sin gobierno democrático
Puede haber posibles incongruencias entre la forma de Estado y la forma de gobierno. Es importante distinguir, por una parte, cuál es la autoridad última en la que reside el poder supremo o soberanía, que sirve para caracterizar la forma de Estado y, por otra parte, la forma de gobierno que es la estructura política especializada encargada de tomar las decisiones colectivas.
Además debe tenerse en cuenta la posible falta de coherencia entre ambas, pues pueden ser de naturaleza distinta. La distinción factual y conceptual entre ambas formas se desarrolló a partir de la Baja Edad Media, pero es sobre todo Rousseau quien precisó la diferencia existente entre el soberano, formado por la generalidad del pueblo, y el gobierno, que tiene una existencia particular, y que a diferencia de aquél, que es lento y pesado en sus decisiones, puede actuar con vigor y celeridad (Du Contrat Social, 1762, Lib. III, Cap. I). Para Rousseau la única forma legítima de Estado es la democracia, en la que el soberano es la totalidad del pueblo, al cual corresponde la aprobación de las leyes y el nombramiento del gobierno.
Pero el soberano puede optar por cualquiera de las tres posibles formas de gobierno desarrolladas por el pensamiento político clásico (democracia, aristocracia o monarquía), además de una multitud de formas mixtas. Pero aunque la falta de semejanza —o incoherencia— entre la forma de Estado y la de gobierno no ocurre sólo con las democracias, sin duda con éstas resulta más peligrosa y tiene consecuencias más graves.
Según Rousseau, el mero hecho de la existencia del gobierno como un cuerpo especializado, distinto del soberano, representa un peligro continuo para la soberanía, pues la usurpación de ésta (que se supone que pertenece a la generalidad del pueblo) por parte de unos gobernantes particulares es “el vicio inherente e inevitable” de todo cuerpo político democrático. La razón es muy clara: bajo la forma de Estado democrático, el soberano no existe como un cuerpo, que se pueda reunir permanentemente para expresar su voluntad y así enfrentarse y resistir la voluntad de los gobernantes, como sí ocurre, en cambio, cuando el soberano es un monarca o una aristocracia. En el Estado democrático “el soberano sólo actúa cuando el pueblo está reunido”, pero aunque es necesario que existan asambleas periódicas frecuentes que se reúnan con tal fin, es imposible hacer de tales reuniones una actividad continua y permanente.
En teoría, el pueblo es la fuente última de toda autoridad, pero frecuentemente esto no es sino una mera imputación o ficción jurídica. El poder del pueblo es en gran parte puramente nominal, pues en la práctica no va más allá de aprobar la Constitución (cuando se somete a referéndum tal aprobación) y de elegir a los gobernantes, en tanto que el poder real y efectivo está en manos de estos últimos. Resulta así que a menos que el Estado democrático esté acompañado de formas de gobierno o de instituciones también democráticas, que permitan al pueblo controlar efectivamente a los gobernantes y, en el extremo, desplazarles del poder cuando su conducta sea insatisfactoria, el poder último que se atribuye al pueblo no pasa de ser una ilusión. Eso explica el que la mera idea de un Estado democrático sin gobierno democrático resulte insatisfactoria; y explica, también, que no pocas veces los enemigos de la democracia estén dispuestos a reconocer la soberanía nominal del pueblo, siempre que ellos conserven el control del gobierno.
Pero tampoco es satisfactorio para la teoría de la democracia un mero gobierno democrático (en el sentido de que los gobernantes sean seleccionados mediante elecciones competitivas), pero en el que el poder último y supremo —la soberanía— resida en titulares distintos del mismo pueblo (por ejemplo, en una aristocracia, una oligarquía, o en el estamento militar, etc.), pues a diferencia del pueblo, estos otros eventuales sujetos de la soberanía no son entidades ideales o abstractas, sino grupos reales, organizados permanentemente y dotados de poderosos recursos; de modo que en este caso el poder soberano no será meramente nominal, sino muy real y efectivo.