ELIZABETH ARAUJO
Me hace señas desde la esquina contigua al colegio La Salle y, sorprendida de verlo en tal estado de inquietud, voy hacia él con prudencia ya que es obvio que algo le perturba. “Hola y disculpa, pero ¿sabéis si hay gente en la entrada del edificio?”, dispara en voz baja, con una pregunta que antes de ser contestada requiere de una explicación. Entonces, caigo en cuenta que Víctor, un joven bajito, de 36 años quizás, soltero y amable, está llegando de su guardia en el hospital Vall d’Hebron. Si no fuese porque en Catalunya las cifras de infectados por coronavirus se han vuelto tozudas y se niegan a descender, yo le tomaría de la mano y le diría “Ven, amigo, tú eres más valioso que quienes vivimos aquí”. P
Pero el miedo se ha posado como un cuervo en nuestras madrugadas y es casi improbable que alguien lo salude sin evadirlo. De hecho, una tarde desde la cocina reconocí voces que provenían del pasillo en las que su nombre era asociado a extrañas sospechas. Alguien apeló a la cautela, a no saludarlo, como quien aconseja ponerse la mascarilla antes de salir a la calle. Aunque me sentí molesta, penosamente yo también me reconocí en ese miedo y en la supuesta posibilidad de contagio. Pero estoy con Víctor ahora y, obedeciendo a un impulso repentino, le obedezco, voy a verificar si la zona está despejada y regreso con la buena noticia. Entonces sonríe y me lo agradece con gesto de resignación. Me hago lenta para seguirlo prudentemente, a dos metros de distancia. Voltea, me da las buenas tardes y se pierde por la escalera.
Vivimos tan intoxicados uno del otro a veces con infundados temores que si alguna vez Víctor extraviara el sentido común y se plantara en el portón, seguro que todos naufragaríamos y dormiríamos en la calle. Pero eso no va a ocurrir porque Víctor habrá visto la misma expresión en otros y es consciente de los riesgos de su oficio. Algún día, cuando la pesadilla haya terminado, nos contará cómo expuso su vida mientras salvaba las de otros a quienes ni siquiera les preguntó su nombre.