Pasando frío en la estación Teatro Colón

RAFAEL GUÍA

-Te vas de aquí pelotudo de mierd…. No te aguanto más, vete, vete.

Alberto Casillas decidió emprender la retirada, mucho más ahora cuando la situación no había sido tan violenta como en otras oportunidades. Su esposa, Paula Cristina, tenía el móvil en la mano y la cara descompuesta. Lo lanzó a la mesa, lo cual interpretó Casillas como la señal para que se lo llevara. No pensaba retener aquel aparato. Desde donde estaba Alberto pudo distinguir, aunque no con claridad, una foto de mujer. Y sabía que eran varias, no solamente era Flor la actual amante, sino también había fotos de Adriana, María Ester, Cristina y Petra María, y algunas de esas imágenes eran bastantes atrevidas.

Tal vez el marido agradecía en su entender interno que aquella mujer, a pesar de la incomodidad que se le salía por los poros, no actuó con violencia física. Era corpulenta, de manos grandes y brazos fuertes quizás producto del trabajo rudo que desempeñó durante su infancia en la granja de la abuela materna, doña Otilia, en el campo donde pasó los primeros doce años de su vida. Paula Cristina era robusta, mas no obesa. Su dedicación al ejercicio la hacía tener una figura esbelta y grácil. A pesar de todo, era de ademanes finos, pues se había cultivado en el estudio y la preparación intelectual en el buen sentido de la palabra. Mientras que él era esmirriado, flacuchento, esquelético, parecía que se desarmaría cuando caminaba rápido o cuando bailaba aquella música extremadamente movida, que tanto le gustaba.

Se conocieron casualmente en las oficinas del Rectorado de la UBA, en San Martín 640, cuando ambos fueron a realizar trámites sobre sus respectivas carreras. El día nunca lo olvidó. Era la primavera de 2007, 21 de septiembre, a las 9 de la mañana. Él cursaba el noveno semestre de ingeniería. Ella, psicología y le faltaban dos años para graduarse. Primero se sonrieron. De las sonrisas pasaron a una conversación informal y fueron intimando hasta que terminaron en un café, cerca de las oficinas del rector, donde pasaron una tarde de risas, café, gaseosas y facturas. Se rieron hasta más no poder, contando infinidades de anécdotas y de vez en cuando se producía un rose furtivo de manos. En un momento de silencio solemne, él le susurró una línea de un poema de Benedetti: “Eres hermosa desde el pie hasta el alma”.

Ahora estaba ahí sentado en un banco de la estación del cole en Teatro Colón. Hacía mucho frío, pues estaba empezando el invierno y calaba los huesos. Se subió el cuello del abrigo, tratando de refugiarse en esa prenda que le lucía como demasiado grande para su escuálido cuerpo. Frotó las manos con fuerzas y las sopló, tratando de darle calor. Suspiró hondo y sacó el móvil del bolsillo del abrigo. Buscó los mensajes y se dijo a sí mismo, carajo, porque no lo bloquée como siempre lo hago. Eran los mensajes cálidamente amorosos de Nancy. Una hermosa rubia de 25 años por lo cual había una diferencia entre ellos de 15 años. Bueno, ya pasó, ya no hay nada que hacer.

Vio a todos lados de la estación y pudo comprobar que ya se encontraban pocas personas esperando el transporte. Hacia su mano izquierda, unas cinco personas, esperando el 45 o el 70 y a su mano derecha tan solo tres personas. Del otro lado no había nadie. Llevó su mano a la quijada y se preocupó. No sabía qué hacer. No tenía para ir a un hotel o un hostal. No se le ocurría a quien llamar para pasar la noche casa de un amigo, o amiga. Casa de Mónica ni pensarlo, ella era casada y de seguro a estas horas estaría con su marido, la otra autora de los mensajes calientes.

Tal vez lo más terrible de la situación era el violento frío que lo azotaba. Calaba los huesos hasta el alma. El frío atravesaba la piel y entraba en su piel como un cuchillo afilado que se hunde sin misericordia. Como hablando con el gélido viento que lo envolvía, se dijo, si paso aquí la noche en la madrugada estaré congelado. No sé qué hacer. Mientras escudriñaba con la vista hacia los distintos lados de la estación como buscando no sabía qué, sonreía nerviosamente. Cuando la estación se fue quedando más sola, desde el norte vio una figura que se aproximaba, estaba vestida toda de negro, con un sombrero ala ancha del mismo color. Lo cual no permitía distinguirle con claridad los rasgos de la cara. A lo lejos se veía como una persona de estatura regular, tal vez unos 1,70, pero a medida que se acercaba se iba haciendo más alta. Le llamó la atención y trató de voltear, no prestarle más atención a aquella extraña figura. Se dijo, deberá pasar por detrás de mí, como dentro de unos cinco minutos. Esperó con cierta intriga. ¿Quien será ese pelotudo?

A medida que se acercaba aquella figura no sabía si era hombre o mujer, empezó a sentir un olor extraño, fuerte, fétido, que impregnó todo su espacio. También se sintió una temperatura extremadamente gélida, casi a nivel de congelación. Alberto sintió un enorme miedo, pero trató de no perder la compostura. No quiso voltear para ver pasar aquella figura que lo hacía por todo el centro de la estación, en el pasillo entre los dos andenes. Se armó de valor y giró la cabeza para seguir con la mirada a la visión fantasmal que no llegaba a descifrar en su totalidad. Cuando observó con atención se dio cuenta que entre el abrigo y los zapatos no había nada, o sea, aquello, si podía llamarlo así, parecía no tener piernas.

Sería la luz bolichera o sería su miedo creciente, pero no atinaba a descifrar aquella figura, la cual se asociaba a un olor pútrido y a un ambiente lúgubre. Tragó grueso y estaba a punto de correr. Quiso hacerlo, pero cuando apoyó sus manos en el asiento de metal lo sintió terriblemente frío, helado más bien. Metió las manos con rapidez. De pronto la figura se detuvo, el olor se acrecentaba, el frío quemaba. Se empezó a oír en el ambiente una especie de ruido sordo, como un murmullo que iba en aumento. Aquello se volteó, enderezó la cabeza para levantarla y Alberto pudo comprobar con horror que el espectro no tenía cara. Se le heló la sangre mucho más y sintió que las piernas no le respondían, porque pretendía pararse y salir corriendo, pero no podía. Un líquido tibio comenzó a caer desde el asiento hasta el piso, por entre las piernas de ese hombre verdaderamente asustado.

Con la misma velocidad cambió nuevamente de posición y aquella figura partió raudamente. Alberto miró a todos lados y pudo comprobar con mucho miedo que estaba totalmente solo en la estación. Vió hacia el norte siguiendo con la mirada a la figura espectral y al llegar al límite de la estación, sobre la calle Viamonte la capa negra de aquella figura giró y desapareció. Una risa estentórea llegó claramente hasta sus oídos y lo aturdió. Poco a poco fue bajando la intensidad del ruido hasta que por fin desapareció completamente.

La niebla pasó, el frío empezó a ceder y la luz de los faroles se hizo más clara. Todo pasaba. Todo cambió. La oscuridad del cielo comenzó a ceder y las figuras de edificios y árboles comenzaron hacerse más visibles. El tiempo que parecía haberse detenido, comenzó hacerse rutinario otra vez. Todo parecía volver a la normalidad. Para Alberto el miedo se había ido. Las manos sintieron un apacible calor agradable. Como pudo sacó el móvil y marcó:

̶ Cuchita (así le decía él a su esposa), pero luego sólo balbuceaba, no atinaba a ordenar una frase coherente…
̶
¡Cu cu cuchita ¿Me perdonas? ¿Puedo volver a casa?…
Alberto escuchaba con cara de sorprendido. Dejó de hablar y solo estuvo escuchando por unos cinco minutos. Se le veía incómodo, cambió de posición en el asiento. A pesar de la temperatura fresca empezó a sudar copiosamente y las gotas de aquél líquido inundaron su frente y mejillas. Empezó a sentir un agobiante calor y con la mano libre comenzó a despojarse del abrigo, se quitó la bufanda y se daba aire con la mano.

Aquel hombre se puso pálido, abrió los ojos desorbitadamente y en la boca se le vio un rictus indescifrable… el móvil cayó de sus manos…

Rafael Guía, locutor venezolano. Reside en Buenos Aires, Argentina

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