MILAGROS MATA GIL –

I

Hace un tiempo vi una película en televisión sobre un juicio en un pueblo del sur de Estados Unidos. Se juzgaba a un negro por la presunta violación de una blanca. El Fiscal de la causa era hijo del oligarca del pueblo, quien preconizaba la vindicta y era, de hecho, uno de los jefes del Klan. El Defensor era un abogado de Nueva York que se enteró del caso por la prensa y quiso aprovechar las circunstancias de alguna manera. El jurado lo componían comerciantes y pequeños aparceros. Sin embargo, los hechos no eran tan claros. La presunta víctima resultó ser una zorra de trenes que por alguna razón había inventado los hechos. Su amiga y socia se retractó de la primera declaración y el Defensor fue destacando cada vez más la falsedad de la imputación. En privado, el Fiscal le dio la razón y también el Juez. Pero el jurado declaró al negro culpable. En una acción sin precedentes, o con pocos de ellos, el Juez desestimó el veredicto del jurado y se convocó a un nuevo juicio.

II

Me cuentan los que saben que en este país los fiscales son todopoderosos en su ámbito y que los jueces se limitan a aceptar las acusaciones que ellos plantean. Sin oír, sin pensar: automáticamente deciden lo ya decidido. Y que eso sucede desde hace dos décadas. Nunca había yo presenciado un juicio a menos que fuera por televisión, ya saben, “La Ley y el Orden” y similares, y tampoco me interesé por ese asunto más allá del mero acto ficcional.

En realidad, sí me han interesado algunos juicios, ahora recuerdo. Uno de ellos, en los “Apócrifos”, narra la acusación que tres viejos libidinosos hacen contra una mujer. Daniel actuó como abogado y desmontó el asunto valiéndose de un hábil interrogatorio. El caso de custodia de un menor decidido por Salomón es legendario. El asunto de David, Urías y la oveja lo decidió directamente aquel que sabe. El amañado juicio a Jesús es muestra de abuso de poder político, religioso y económico. Ni hablar de Calvino contra Castalio. O de Bolívar contra Piar.

III

Cuando ocurrió el caso de la jueza Afiuni, aquella del veredicto que contrarió a los de arriba y fue por ello apresada, vejada y violada, entré más o menos, al menos leyendo, en el tenebroso territorio de los calabozos tribunalicios. Entiendo el terror, las presiones, el llanto histérico. La cesión de los derechos morales. He visto, además, con cierto asombro cómo algunos fiscales envejecen afeadamente por las muecas de odio que ellos piensan que añaden autoridad visible a la que invisible tienen. Y también entiendo que muchos de ellos se toman literalmente el ser responsables de las vindictas, las vendettas, las venganzas. Públicas y privadas. ¿Para qué sirven entonces los jueces en este sistema? ¿Para hacer copy&paste de los discursos de los fiscales? ¿Son piezas prescindibles? ¿Son, qué, peones o alfiles del ajedrez de los poderosos?

IV

Dicen que la vida da vueltas. Que lo que está arriba es como lo que está abajo. Que somos hijos de la misma madre. Lugares comunes, claro. Dante recorrió el Infierno y habló con los condenados. Y hay allí casos, como el de Francesca de Rimini, que son tremenda injusticia. Oh, esa palabra que parte en pedacitos el alma. Si uno sufre sus efectos en carne propia puede entender a otros que la padecen y la siguen padeciendo, ¿cuántas personas hay en los círculos del Infierno carcelario que han sido incapaces de eludir el copy&paste? ¿Cuánta injusticia es sólo vindicta?

Milagros Mata Gil, narradora y periodista venezolana residente en El Tigre, Anzoátegui.

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